Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
—Has tenido una pesadilla.
—Sudaba, tiritaba, y un ronco quejido salía de mi garganta—.
¿Deseas esperar el día para volver a la Alcazaba?
—¿Es que puedo volver? —pregunté con ansiedad.
—Si quieres, sí.
—Vamos cuanto antes.
El camino a Granada lo entorpecían carros de guerra, artillerías, mulas que transportaban mantenimientos y provisiones. Nos escoltaban unos caballeros cristianos, y avanzábamos con mucha dificultad. Tardaríamos mucho más de lo previsto. La noche estaba clara; el frío pulimentaba el cielo y bruñía las estrellas; un viento alto barría los últimos girones de nubes, que galopaban más de prisa que nosotros. Por fin entramos en la ciudad por la Puerta de la Acaba. En la Alhambra había luces; quizá Nasim, tan fiel a ella, se atareaba en mantenerlas y en hospedar a la tropa y a los señores. Quizá se había acomodado ya en el Palacio de Yusuf el antipático conde de Tendilla. ¿Qué más daba? Cuando apremia empezar una vida, se ha de hacer cuanto antes.
En la Alcazaba me informaron de que a mi hijo Ahmad lo había traído don Martín de Alarcón, y de que dormía en el piso superior, en la misma alcoba que su hermano menor. Me descalcé ante la escalera. Siguiendo otra vez el protocolo, Bejir recogió mi calzado.
—Perdona, señor, pero no hay nadie aquí con títulos mejores.
Que mi intención supla los escasos míos.
Estuve a dos dedos de echarme a llorar. Cogí con delicadeza mis borceguíes de sus manos y los dejé en el suelo.
—De ahora en adelante, amigo Bejir, olvida el ceremonial de los sultanes. Puesto que hay que hacerse a costumbres más duras, comienza por desterrar las más ligeras.
Entré en la alcoba de mis hijos. Una masa inesperada saltó sobre mí y me empujó con fuerza.
Era el perro “Hernán”. Movía el rabo con júbilo imparable; saltaba en torno mío como si yo fuese su piedra de la Kaaba; corría desde el lecho hasta mí y desde mí hasta el lecho. Me acerqué. Los dos niños dormían con abandono, una mano del pequeño colocada sobre el pecho del mayor. Eran muy distintos y parecidos a la vez. A la luz que Farax sostenía, las curvas pestañas les sombreaban las mejillas, tersas y sonrosadas. Sus labios estaban entreabiertos; oía su acompasada respiración. Ahmad tenía las manos, sin mancillar aún y bien formadas, casi perdidas entre las ropas del lecho; en la izquierda, una pequeña herida: una zarza quizá, o un puñalito de los que a los niños entusiasman. Esta mano chiquita era testigo de cómo un mundo se venía abajo: el mundo que habría tenido que regir. La tomé para cubrirla con el embozo; la besé antes; acaso la apreté sin querer. Mi hijo se despertó. Me miró con ojos turbios de sueño, había miedo en ellos. No me reconocía. Le sonreí; pero el miedo seguía redondeándole los ojos.
—Soy tu padre, Ahmad —le dije.
Fui a acariciarle el cuello.
Él se apartó de la caricia echando hacia atrás la cabeza. Esa postura le dio un aire de reto.
—¿Por qué me has despertado?
—Su tono era insolente.
Farax me cogió del brazo y me sacó de la alcoba.
—Necesitas descanso. —Me acarició con ternura el cuello—.
Ahora no puedes hacer más que descansar.
“Hernán”, meneando aún el rabo, pero ya con mesura, había salido de la alcoba tras de mí. Puse la mano sobre su cabeza.
Caí en el sueño como una piedra dentro de un pozo. Era mediodía cuando surgí de él.
En seguida me comunicaron los nombramientos que había hecho el rey Fernando para el gobierno de la ciudad: alcaides, almocadenes, jueces y almoharriques o porteros.
Todo estaba resuelto de antemano: le había sobrado tiempo. Las designaciones confirmaron lo que yo adivinaba; los nombres de quienes habían ido faltando a mis reuniones del Generalife aparecían en la lista. Y El Pequení, en los puestos más productivos, y El Chorrut, y todos aquellos que habían colaborado, con mi aprobación o sin ella, con El Maleh y con Aben Comisa. Cuantos eran menester para el despacho de los asuntos ordinarios, allí figuraban ya elegidos. Tenía razón don Gonzalo Fernández de Córdoba: mi mérito principal era no ser preciso.
Como una ironía, entre los señalados para el regimiento de la ciudad, se encontraban Farax y Bejir. Ambos, incrédulos ante su nombramiento, me suplicaron que los llevase conmigo cuando me ausentara, y que entretanto los tuviese a mis órdenes. Había tal amorosa ansiedad en los ojos de Farax, y era tan hostil el resto de mi entorno, que demoré un momento en aceptar para saberme necesario a alguien.
El mayordomo de la ciudad y los contadores —me dijeron— se escogerían en la primera junta del ayuntamiento esa misma semana. Los alamines o jefes de los gremios habían sido señalados, en Santa Fe, días antes de la entrega, y ya se habían hecho cargo de sus cometidos. El asunto de los oficios, que tantos piques y roces y disgustos nos proporcionaba, y tan arduo era de resolver, lo había solucionado de un plumazo el rey Fernando.
—¿De todos los gremios? —pregunté asombrado.
—Hasta del de los pregoneros; su alamín es Mohamed al Azeraqui.
Sin duda llevaban meses preparando las sustituciones.
—Me alegro. Así Granada no me echará a faltar. De eso era de lo que se trataba.
Una bocanada de tristeza me subió desde el corazón.
Pedí ver a mi madre. Una camarera me trajo el recado de que la sultana se encontraba indispuesta; cuando mejorase, ella me llamaría.
Estaba claro que, de momento, se negaba a recibirme.
Moraima, en cambio, apareció con unas flores en las manos como si nada de particular hubiese sucedido. Sonriente y muy bella.
—¿Has visto a Ahmad? —Se ensanchó su sonrisa.
—No —mentí.
—Ha crecido tanto. Está tan guapo. Se parece a ti mucho más que antes. Ve a verlo en cuanto puedas. —Se acercó mucho a mí—.
¿Cuándo saldremos de Granada?
La miré con curiosidad y con detenimiento. ‘¿Finge? —me pregunté—. Frente a todo este desatinado descalabro, ¿se propone animarme, o es que de veras está contenta por abandonar este nido de fracasos, de envidias, de alevosías, para encontrarse otra vez, como en la prisión de Porcuna, sola conmigo?’
‘Sea como quiera —me respondí—, ella me ama. Actúa así porque me ama.’ La besé. Ella me echó los brazos al cuello, y me miró con unos ojos absolutamente francos y absolutamente incapaces de mentir.
—Te amo más que nunca, Boabdil. Me parecía imposible, pero así es.
Eso me confirmó algo de lo que no estaba seguro: es cierto que la felicidad perfecta del hombre no existe, pero tampoco existe la perfecta infelicidad. Me refugié en ese pensamiento.
Mi familia y yo habíamos sido bastante menos previsores que los reyes cristianos. Dadas las circunstancias, era imprescindible decidir lo más conveniente para Moraima, mi madre y mi hermana respecto de sus heredamientos: sus huertas, hazas, molinos, baños y casas de recreo, tanto en Granada como en Motril y en la Alpujarra.
A mí me parecía que venderlos era romper toda relación con nuestra vida, pero también significaba una soltura que nos permitiría inaugurar con mayor libertad otra enteramente nueva, sin tener que apoderar a nadie para cobranzas y derechos que, de no estar muy sobre ellos, irían amenguando. Quizá el momento para vender no fuese malo, puesto que muchos nobles cristianos aspirarían a instalarse en Granada; sin embargo, también era probable que la inestabilidad y el descabalo convirtiesen el momento en el peor de todos. Se lo expuse a Moraima. Ella prefería que continuasen administrando sus bienes las mismas personas que hasta ahora lo habían hecho.
—En todo caso —añadió—, que sean nuestros hijos los que vendan, si es su gusto, cuando llegue la hora. Me dolería dejarlos sin algo mío en una tierra que habría sido toda suya.
No se dejaba traslucir ni un reproche en su voz: sólo sencillez y naturalidad. Sonreía de forma encantadora. Yo aproveché la oportunidad:
—Tu hijo Ahmad no me quiere.
Estoy seguro de que reprueba lo que he hecho.
—Tiene once años, Boabdil.
Nadie le ha hablado con conocimiento de causa. A su edad sólo se espera de un padre que sea un héroe: el amor se confunde con la admiración.
—Tú nunca te sentiste defraudada por el tuyo; y, de niño, yo por el mío, tampoco.
—Hay heroicidades más evidentes, Boabdil. La tuya es recóndita, difícil de descubrir para cualquiera, cuanto más para un niño; ya la irá descubriendo. Que no te angustie eso. Ahora nos quedaremos solos, como una familia corriente que se reúne y no tiene otro oficio que ella misma. Te garantizo que Ahmad te quiere más que a mí, y por eso te exige más que a mí. Su reacción es la prueba más clara.
Mi madre, que seguía enferma al parecer, me transmitió un recado que no dejó de sorprenderme: ‘Por lo que a mí y a tu hermana se refiere, despreocúpate de todo: te sobrará con tus propios desvelos’.
Ellas ya habían tomado las resoluciones pertinentes en cuanto a su fortuna inmueble. Incluso —agregó la camarera—mi madre había solicitado de los reyes, y obtenido, una escritura separada de las capitulaciones que le atañían. Esa copia, firmada por sus altezas, tenía fecha del 15 de diciembre, o sea, era más de dos semanas anterior a la entrega. No supe si entristecerme por la desconfianza, o alegrarme por el respiro que representaba. Una cosa era innegable: imposible darme a entender mejor que mi madre iba a seguir siendo la mujer horra e independiente que había sido hasta ahora.
Tanto para la interpretación e inteligencia de las cláusulas acordadas cuanto para la resolución de los problemas jurídicos, no siempre simples, que nuestro exilio planteaba, todos los familiares recurrían a mí. A mí, que era quizá el menos hábil y el menos enterado, puesto que me había volcado por completo en otros asuntos menos personales. Eso me hacía aplazar la salida de Granada, que me apremiaba más cada hora.
Pasados unos días, un anochecer borrascoso, me trajeron la noticia de que el príncipe Yaya sería nombrado alguacil mayor de Granada, en sustitución de Aben Comisa; por ese cargo iba a corresponderle la custodia de las capitulaciones. Al saberlo, no pude menos de sonreír. Dos días después solicitó ser recibido por mí. Lo rehusé, entre otras razones porque estimaba que él tampoco deseaba de veras que lo recibiese, y que su petición respondía a una mera exigencia de la etiqueta del caído emirato. Él había decretado la muerte de mi hermano Yusuf; él había traicionado y vendido al “Zagal” y a mi pueblo; él se había puesto contra nosotros al servicio del enemigo. Después de tanto tiempo y tantas amarguras, ¿qué sentido tendría nuestro encuentro, a no ser el de tomarme la justicia por mi mano? Era mejor venganza dejárselo vivo a los reyes.
En uno de los salones de la Alhambra —como no volví a ver a Nasim, ignoro en cuál exactamente, pero alguien me aclaró que en el del Consejo—, se había instalado provisionalmente una iglesia cristiana, a la espera de decisiones posteriores; yo me figuraba cuáles serían, y arreciaba mi impaciencia por irme. Una de las primeras ceremonias religiosas que allí se celebraron fue la del bautizo de Cad y Nazar, mis hermanastros, los hijos de Soraya. Ella, que confesó públicamente haber sido violentada para renegar, recuperó su nombre de Isabel de Solís.
Sus hijos se llamaron Fernando y Juan, porque sus padrinos de bautismo fueron el rey y el príncipe heredero.
Me estaba poniendo al tanto de estos pormenores y del título de Infantes de Granada que los reyes les habían concedido, cuando caí en la cuenta de que aquella dama de la reina cuyo rostro me pareció ya visto el día de la entrega era precisamente Soraya. Con los ropajes cortesanos de Castilla, peinada y tocada de otra forma, no la identifiqué. Pero en ese instante me vino a las mientes, como si lo estuviese volviendo a ver, su porte desafiante y altanero y el indecible desprecio con que me contemplaba. También a mi pesar, sonreí; me pregunto por qué me hacen sonreír siempre las pequeñas miserias de los hombres: ¿acaso no soy yo un dechado de ellas?
Estábamos almorzando en la Alcazaba, con la informalidad no del todo desagradable que da a ciertos actos el ser accidentales, cuando llegó un mensaje del conde de Tendilla. El conde, como supuse bien, residía en mi palacio de la Alhambra “por ser el mejor acondicionado y el más habitable, no por otra razón”, según había explicado.
Su mensaje decapitó el almuerzo.
Era una carta en la que, aparte de fórmulas corteses, aunque no excesivas, me comunicaba que se agradecería que abreviase cuanto me fuera dado mi estancia en Granada.
Como no escaparía a mi penetración, se prestaba a malas interpretaciones, alentaba ciertos sentimientos adormecidos en el ánimo de los ciudadanos, soliviantaba el lógico desenvolvimiento de las trasmisiones, y obstaculizaba la sedimentación de unos procesos que los reyes deseaban acelerar. El conde, en nombre de sus soberanos, salvo que mi opinión fuese diferente, lo que no les complacería, osaba sugerirme que la alquería de Andarax, en el centro de la taha de ese nombre, era el lugar ideal para mi retiro con toda mi familia.
“Con toda” —apostillaba—, “excepto con los príncipes Ahmad y Yusuf, que han resuelto los reyes que permanezcan en Moclín” bajo la custodia de mi ya conocido don Martín de Alarcón. Seguramente no era mucho pedir de mi comprensión que entendiera que mis hijos serían no unos rehenes —eso de ninguna manera—, sino un lenitivo para el recelo que acaso podrían sentir sus altezas ante la posibilidad —no dudaban que improbable— de un alzamiento de los naturales de “esta tierra”, en tanto el que había sido su régulo habitase en ella.
—No lo puedo entender, porque no lo veo claro —dije—. Si me voy de Granada, mis hijos me acompañan. Eso es lo que quiere decir “esta tierra”.
—Su sentido es algo más amplio, al parecer —me aclaró el mensajero—. Yo diría que se refiere a todos los dominios de sus altezas.
Moraima sollozó. Me resistí a mirarla.
No nos valió de nada que Moraima tratara de entrevistarse con la reina Isabel: no se le otorgó audiencia. Yo, por mi parte, busqué a don Gonzalo por toda Granada; tras muchas indagaciones, se me sugirió que, no conforme con el cariz que tomaban las cosas, se había retirado a su alcaidía de Illora. Intenté llegar hasta él saliendo de incógnito de la Alcazaba; fui descubierto, sospecho que por la delación del mismo centinela que yo había sobornado. Se me requirió a abandonar Granada dentro de los dos días siguientes, y a no mostrarme entretanto fuera de mi residencia, a cuyas puertas se puso una discreta guardia. Volví a sobornar a unos altos caballeros cristianos —por fortuna gente venal que cumple, no como el centinela, hay en todas partes, no sólo entre nosotros—, y les encomendé una carta mía a don Gonzalo. Le exponía en ella el caso que nos atribulaba, y le recordaba con infinita pena sus ofrecimientos.