Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
El dolor, hasta como síntoma de una enfermedad o de un estado de ánimo, se percibirá de formas diferentes según las épocas y los países y las circunstancias de quienes lo provocan y de quienes lo sufren. He oído hablar de esclavos a los que se acostumbra azotar antes de darles su condumio, y que, mantenidos en la inanición, al sentir los azotes, expresan en su rostro, presintiendo la comida, su voracidad y su agradecimiento. Y es que, según los sabios, el deseo de supervivencia está por encima y por debajo de toda otra consideración. Yo, no obstante, conozco a un sufriente que preferiría morir.
¿Existe algún remedio para esta soledad del dolor? Los estoicos romanos afirmaban que su percepción depende de cómo lo atendamos; pero ¿es que le quedan al doliente resquicios por donde su atención se diluya? ¿Tiene otra distracción u otro punto de mira que su propio dolor? Asegura Avicena que oír cánticos gratos lo mitiga, porque empujan al alma fuera de sí misma, y Al Arabí aconseja combatir el dolor con la meditación sobre temas divinos, que arrancan al hombre de su empedernida soledad. Dice Yalal al Din Rumi:
“Rumío el dolor por ti como un camello; como un rabioso camello saco espuma.”
¿Me resguardo contra mi dolor escribiendo, por instinto, esta página? ¿No será un desahogo del dolor de mi alma este dolor del cuerpo que aún me tiene postrado?
Como el agua que, desbordada de la acequia, inunda el huerto y lo destroza. No puede separarse lo que no es separable —lo que no es ni siquiera distinguible— sin llegar a la muerte. Alma y cuerpo son, juntos, una misma cosa. Cualquier puente con el mundo —aunque sea el liviano puente levadizo de estos papeles— acaso logre que yo no me confine en la miserable conmiseración de mi pena. Quizá el solo hecho de exponerla me acerque a los otros; porque, en definitiva, todo dolor es una forma de destierro. Pero no me encuentro con fuerzas para implorar ayuda. Ayuda, ¿contra qué? Contra mí mismo, porque este dolor no es que sea mío, es que yo soy sólo él: en él consisten hoy todas las entretelas de mi ser.
Esta mañana, por primera vez después de aquello, me he mirado a un espejo.
—¿Quién eres? —le he preguntado a mi imagen—. ¿O quién soy?
¿Somos tú y yo el mismo? ¿He sido el mismo siempre?
Nadie había junto a mí, ni en el espejo ni en la realidad. Moraima no me habría entendido; no entendería a la parte de mí de la que hablo: la que está siendo hoy enjuiciada y quizá condenada.
—¿De quién son esos ojos que me observan, bordeado el iris de un turbio arco grisáceo? ¿Qué tienen que ver conmigo las huellas de un cansancio tan largo? ¿Dónde estuve durante tanto tiempo como parece haber pasado? ¿Cómo es posible que tantas canas me blanqueen la melena y la barba? ¿Qué camino he seguido para llegar aquí, para tropezarme con este deterioro, que no suscita mi inquietud por sí mismo, sino por su subitaneidad? ¿Cómo se puede envejecer de pronto?
Cuántas cosas mezcladas en la honda y vidriosa alacena de la memoria. Qué pereza ordenarlas.
Cuántas muertes alrededor. Cuántos cadáveres colgados de los hombros como un siniestro manto que ha de arrastrarse, tan pesado al andar... ¿Y para qué andar más?
—Todo pasa, y también pasas tú —me decía mi imagen avejentada, si es que es la mía—. La vida es lo que importa: no tú, ni tus talentos malversados, ni tu vida tampoco.
—Irreparable, irreparable —repetía yo.
—No puedes dictaminar con estos ojos fríos de hoy —me replicaba la imagen— las acciones entusiastas y fogosas de ayer, los despilfarros y las culpabilidades del corazón.
‘El tiempo derrochado será nuestro tesoro’, afirmabas entonces. ¿No ha sucedido así? Contéstate a ti mismo.
—Yo no soy ése. Soy quien está detrás de ése —me defendía—.
Soy el niño que acechaba con ojos deslumbrados al mundo deslumbrante; cuyas cejas levantaba la sorpresa, y no agobiaba la desilusión. Soy el adolescente de ojos redondeados por la espera, verdeados por la espera, que miraron con fiereza al amor y fueron por él correspondidos: no amados, no, que es otra cosa, pero correspondidos por el amor. Soy el estremecido por la impaciencia, el perpetuo insatisfecho de sí y de los demás, el insaciable. El joven que volvía ahítos los ojos a su interior, cuando no resistían ya la saciedad de la hermosura, y permitía besar así mejor sus párpados. Pero ese que ahora veo no soy yo.
Y mi imagen —o una voz dentro de mí— decía:
—Puesto que fuiste el otro, éste, cuyo nombre la muerte está aprendiendo, ¿quién será? ¿No te haces cargo de él? Ahora que el fin se acerca, ahora que has recibido mensajes y advertencias, ¿lo vas a repudiar? Hay días en que escuchas pasos que no da nadie: ¿cuánto tardará en rozarte la muerte todavía? ¿Alarga ya la mano hacia tu hombro? ¿Cómo vendrá: lo mismo que un relámpago, o minuciosa y tarda? Sea como sea, no hay que hacer muecas delante de un espejo.
¿O es que quien fuiste (el niño, el compungido, el ansioso que fuiste) no imaginó el final del fútil incidente que es tu vida?
No, no digas: ‘A estas alturas, ¿para qué moverse, para qué ilusionarse de nuevo y recomenzar la inequívoca trayectoria del amor, para qué desvivirse viviendo?’ No lo digas. Métete dentro de esos ojos que ves marchitos a través del espejo; atraviesa su mustio arco senil: es tu arco de triunfo. A su sombra te encontrarás con todos los viajeros que aquí te han conducido, y que tú reconoces como tú mismo hoy. Tú eras la marcha y el camino; los caminantes eran sólo los que te hacían a ti. Y ahora, tan próximo a la llegada que alcanzaste por ellos, ¿los vas a defraudar? A ellos, que se afanaron en cubrir jadeantes su tramo establecido; a ellos, que arrimando su hombro te acompañaron sudorosos hasta este espejo de hoy, tan veraz como amargo... Esta imagen la has de llevar más allá de ti mismo, porque no sólo le pertenece a este tú de ahora, sino a los tús de ayer y de anteayer. Porque no es tu imagen, Boabdil, sino la vida: la verdadera vida palpitante y sangrante.
Quisiste y te han querido; es decir, los sucesivos apoderados que te representaban fueron queridos y quisieron. Dieron de sí (diste de ti a través de ellos) casi cuanto estaba en tus manos: nunca se da la deseable totalidad. Se afanaron ellos para que tú fueses cada día más tú; cada día que se acercaba lentamente a hoy.
—Pero, si soy el mismo de ayer y de anteayer —decía, ya en voz alta—, ¿no he fracasado? ¿No fracasaron ellos en mí?
—La vida —me contestó la imagen desde dentro de mí— no es implacable; es comprensiva y misericordiosa; lo que sucede es que no la desciframos hasta después. La vida sólo exige ser vivida con ciega confianza y con gozo creciente, porque el gozo que correspondía a los muertos tiene que ser cumplido. Tú, el meditabundo de hoy, el desentendido, has dejado de respirar el aire de la alegría, atareado en tu duelo tenebroso y en tu deber adusto. Te hablo de la alegría que ondea por encima de todo, de la radical y subyacente alegría que es la vida. Ten cuidado, porque ésa es la primera y, en el fondo, la única obligación de cada ser. Nadie está aquí para enriquecer la vida (¿qué vanidad es ésa?), sino para gozarla. Mira tus labios yertos; ábrelos; sonríe.
Perdónate tu torpeza, y sonríete.
Si pierdes la desengañada y compasiva alegría de estar vivo, es que la muerte irremediable avanza, alma adentro, por ti. La esperanza (esperes o no esperes, da lo mismo) ha de durar hasta los mismos umbrales de la muerte. O quizá más allá.
Llevaba tanto tiempo mirando con fijeza el rostro ajado del espejo que tras él vi la imagen, fugaz e improbable de Farax. Me volví. Nadie. Sólo yo. Mi rostro en el espejo estaba aún más pálido.
—¡Moraima! —grité—. ¡Moraima!
Apareció serena bajo el arco de la entrada. Apoyó una mano en la jamba. El embarazo le ha abultado el vientre y le ha ahondado los ojos. Me interrogó con ellos. Su calma me calmó. Le dije algo imprevisto:
—Tengo canas, Moraima. Me han salido canas.
Sus labios se plegaron en un asomo de sonrisa.
—Hace mucho que el blanco dejó de ser el color del luto en Al Andalus, Boabdil. No trates de insinuarme que esas canas son el luto que llevas por tu juventud.
Pensé: ‘Es buena, me ama, y me conoce bien’.
Mientras se aproximaba continuó:
—Hemos pasado juntos toda la velada; la noche ha sido larga y terrible; pero ahora, ya lo ves —me acariciaba el pelo que blanquea—, aparece la aurora.
Pensé: ‘Amarse quizá sea sólo esto: no el éxtasis, no el enloquecimiento, sino envejecer juntos, estropearse juntos’. Miré la silueta deformada de Moraima y me complací en ella; puse mis manos donde antes estuvo su cintura. Era cierto: para engendrar la vida no hay necesariamente que amarla, sino entregarse a ella; es ella la que hace lo demás.
Por eso le rogué a Moraima que se quedase conmigo. Desde hace meses no lo hacía. Ella asintió y, con alguna dificultad, se sentó a mi nivel. Yo, estremecido por esa continuidad de la vida, que se sumerge en un sitio y surge en otro, acaricié su vientre.
Estuvimos así, callados, mucho tiempo. Luego ella dijo:
—Tienes que hablar con Ahmad; que sepa que no lo consideras responsable. Será el mejor modo de que él no te considere responsable a ti de lo que no lo eres. El destino se esconde a menudo detrás de nosotros, y nos empuja, y nos utiliza como arma suya. Es nuestra obligación hurtarle el cuerpo, ponerlo al descubierto, y dejar que sea él quien cargue con la culpa de sus propias catástrofes.
He recibido a los vasallos de Andarax —¿tengo derecho a llamarlos así?— que durante las semanas que estuve enfermo, se interesaron por mí, o solicitaron audiencia.
Se me ha ido la mañana procurando resolver con tiento sus pleitos, sus carencias, sus disputas. Me he sentido como un niño que imita los gestos de un sultán a la puerta de su mezquita, y juega a administrar justicia, y se cansa de pronto de jugar. Abrevié cuanto pude la reunión, y salí con suspicacia y cautela al jardín. No lo había visto desde entonces. Está en flor.
Ignoro cómo los vegetales trabajan en su sigiloso taller de savias y raíces. Yo me despierto, como el jardín, cada mañana, con la sensación de haber soñado la solución de todo y de haber olvidado el sueño al despertar. He percibido hoy la soledad del jardín contra la mía; no en torno mío su soledad, no, sino lidiando contra mí. Igual que si nuestra alcoba predilecta se hubiera convertido en una sala de tortura, y en ella hubiesen amordazado a alguien dentro de mí: alguien que necesita expresar algo con una urgencia ineludible. ¿Por qué no lloraré? ¿Por qué he reprimido el llanto desde hace tanto tiempo?
Hoy me asalta el temor de haber extraviado no sé el qué no sé cuándo, o de haber omitido un quehacer: el más esencial, para lo que nací. Después he hallado muchos, cientos de ellos, y he trabajado y fracasado en muchos; pero ya distraído, con la memoria apasionadamente vuelta atrás, y el alma suspendida de una alegría ya no recuperable. Hoy me encuentro —y me parece que también el jardín que Farax y yo amamos— igual que quien escucha en vilo un complejo relato, y deja de atender un sólo instante, y desoye un minúsculo fragmento, y a partir de ahí zozobra, y todo es ya un ininteligible laberinto y un enmarañado ovillo en el que, cuanto más persigue el hilo, más se enreda. Hoy estoy como alguien, sumergido en tinieblas, a quien se hubiese prometido que se hará una instantánea luz sobre una recóndita salida, pero sin decirle exactamente cuándo, y, confiado en la promesa, acecha, se desoja, aguarda aquel destello, aquella salvadora chispa, sin atreverse a reposar ni a moverse, porque ignora cómo y en qué momento sobrevendrá la efímera ocasión de volver a la claridad.
En esta blanca mañana de primavera, ¿es el jardín quien habla en mi favor? ¿Es Farax quien me habla, a través del jardín del que ya participa, o es la vida, que nos incluye a todos, vivos y muertos, y cuyos drásticos y maternos mandatos he desobedecido? ¿No estaré yo sin saberlo, igual que Farax sin saberlo también, a salvo en el jardín?
Balbuceantes y agridulces pasan así mis horas. Estériles en busca del destino, siendo así que es al destino a quien le corresponde la labor de buscarme. O quizá mi indecisión provenga, como la de este jardín primaveral, de haber perdido lo que era más mío que yo mismo.
Sin embargo, ¿no es ahora el jardín quien lo posee? Cuando pase la ardiente batalla de las rosas, tendremos que firmar una ardiente paz este jardín y yo. Quizá una paz eterna.
Aben Comisa volvió de Barcelona. Me esquivaba, pretextaba cansancio, se hacía el huidizo; tanto, que sospeché una mala pasada. El Maleh daba largas también a mis preguntas: algún atisbo había de tener. Superando mi desgana, convoqué irrevocablemente a Aben Comisa. Una vez en mi presencia, ante mi rigidez, eligió cortar por lo sano. Me alargó un legajo.
Mientras lo leía —aunque no necesité más que echarle una ojeada para saber qué era—, él intento amortiguar el golpe ponderándome las ventajas obtenidas, lo benigno de las condiciones, y su prudencia al adelantarse a unos acontecimientos que se habían hecho, según él, inevitables.
Dejé de leer los papeles.
Supuse que él, al tanto de mi marasmo, imaginó que una vez más yo iba a pasar por alto su vil comportamiento. Lo fleché con los ojos.
—¿Qué significa esto? —pregunté agitando los papeles.
—Los reyes han sido generosos porque, en vista del amor que te profeso...
—¿Qué significa esto? —insistí.
—Cuando lo leas despacio, comprenderás cuánto hemos de agradecer...
Lo interrumpí. Me había acercado a él. Entre su cara y la mía no cabía ni un puño.
—¿Qué significa esto? —le golpeé con los papeles en el rostro. Retrocedió asustado. Había palidecido—. ¿Es esto una escritura por la que vendes, en mi nombre, todas mis propiedades a Castilla? ¡Perro traidor! ¿Es esto un compromiso de abandonar mi tierra y no volver jamás? ¡Hijo de puta!, ¡dilo!
—No quedó otra salida —balbuceaba—. Los reyes lo exigían. Tu vida está amenazada. Si no hubiese firmado, habrías muerto...
No sé qué aspecto tenía yo; él temblaba. Vi sobre un arca un alfanje, y ya no vi otra cosa. Se había borrado todo. Sólo estaban la traición y el alfanje: el alfanje, que lo llenaba todo, y la traición, que todo lo ensuciaba.
Debí de apretar tanto las mandíbulas que me duelen aún. Cogí el alfanje, lo desenvainé, lo enarbolé con una frialdad tan consciente como maquinal, y asesté un golpe contra el pecho de Aben Comisa.
Se retiró de un salto, pero no lo bastante como para que el filo no rasgara la tela de su traje. Gritó con voz aguda: