Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Estas últimas semanas se han escabullido con mucha más velocidad que las anteriores. Quizá todo consista en que yo no me he detenido a ver cómo pasaban.
Sólo una novedad. Con siete días de diferencia, en agosto, han muerto nuestros dos principales enemigos: el duque de Medina Sidonia y el bermejo marqués—duque de Cádiz. Felices los que descansan, si es que ellos descansan, nada más concluir su tarea.
Entre estos dos próceres todo fue contrario: su físico, sus opiniones, sus familias, sus gentes.
Sin embargo, la muerte se ha negado a separarlos; si hay otra vida, ¿qué iban a hacer el uno sin el otro, si en ésta se dedicaron sobre todo a enfrentarse entre sí, más aún que contra nosotros? Como en una burla, la muerte ha sorprendido al primero en Sanlúcar, tan cerca de los dominios del segundo; al segundo, en Sevilla, donde tuvieron lugar sus más grandes reyertas con el primero, y de la que fue obligado a salir.
Hoy, bien avanzada la mañana, he oído caballos y ruedas. Como estaban aquí Aben Comisa y El Maleh pensé que sería algún visitante granadino (aunque no doy aliciente a sus visitas por no encender la curiosidad de los espías, ni las sospechas de los reyes). En seguida he escuchado gritos de las mujeres, que llamaban a Moraima y a mi madre, y el bullicioso ladrido de un perro. A mí mismo me parece inverosímil; pero, sin razonarlo —quizá el mejor camino del saber—, he tenido la certeza de que ese perro era “Hernán”.
Corrí hacia el compás de la entrada. Rodeados de alborozo, allí estaban mis hijos. Moraima, muy seria, con los ojos cerrados y en cuclillas, abrazaba a los dos.
“Hernán”, perdido todo recato, se me abalanzó de un salto. Las manos de Moraima se movían sobre el rostro de los muchachos como si estuviese confirmando sus facciones.
‘Les da más crédito a ellas que a sus ojos, y “Hernán”, más a su lengua’, pensé. Cuando, bastante después, los ha abierto, Moraima era otra mujer. Reía a carcajadas, saltaba sobre uno u otro de sus pies, batía las palmas en el aire, y hasta ha empujado a mi madre para arrebatarle a Yusuf de los brazos.
Luego ha abierto los suyos de par en par y, con el rostro en alto, deslumbradora, me ha gritado:
’¡Boabdil!’ Yo pensé: ‘Así ha de ser el Día de la Resurrección’.
Por encima del hombro de Moraima, que se estrechaba contra mí, he visto a Farax. (Pensé también que no era ésa la primera vez que sucedía.) Estaba con los brazos cruzados y una encendida expresión de júbilo. Le hice un gesto para que se acercase, y los tres hemos cercado a los niños, como en el juego infantil en el que todos giran: un juego en el que cinco cuerpos, a disposición de cinco almas, se acariciaban unos a otros las manos sin saber de quién eran.
Entretanto, “Hernán” nos lamía vorazmente a todos a la vez.
Sin previo aviso, comenzó a caer una lluvia menuda, y todos, gritando y riendo —hasta “Hernán” se reía—, hemos corrido dentro.
Durante muchos días di de lado a estos papeles. No porque me haya dedicado a otra cosa: tampoco he leído, ni he cazado, ni he recibido a nadie.
Me da miedo escribirlo, pero es cierto: no he hecho más que tomar posesión de mi felicidad.
Nunca creí que Andarax fuese tan bello; ni el jardín, con las primeras lluvias del otoño, tan fragante; ni mi madre, tan afable y comunicativa; y había olvidado cómo suena la risa de Moraima y cómo recrea a las mañanas la gallardía de Farax. ¿Cómo no voy a entender que el mundo sea una esfera, y que este hemisferio de la felicidad, al que he llegado desde el de la desdicha, es un regalo que sólo la mano de Dios puede dispensar?
Si hoy he escrito estas líneas es porque me ha asaltado el pavor de perderlo. De que lo tuve, quede constancia aquí.
Desde Granada nos han traído nuevas milagrosas. El navegante de la capa raída ha regresado de la mar después de unos meses de ausencia. Todos se figuraban que había naufragado. Nada de eso: ha descubierto ignotas tierras del Cipango y del Katay, con hombres distintos de nosotros, de color diferente a los que conocemos, que usan lenguas de sones peregrinos, menosprecian el oro y adoran a ídolos numerosos y extraños. Ahora va camino de Barcelona, donde los reyes lo aguardan.
El mundo, como si se hubiese vuelto loco, nos llena de pasmo y de alegrías; pero las alegrías sobrecogen más que las penas al desacostumbrado corazón de los humanos.
Si, contra tanta luz, me permitiese reconocer alguna sombra, sería el rechazo, no del todo visible, que Ahmad siente hacia mí.
Intuyo que no me perdona su destronamiento, consecuencia del mío, o la humillación que ha sufrido en mí. Pero quizá se trata de imaginaciones: es lo que me asegura Moraima. Sin embargo, me incomoda la influencia que en mi hijo ejerce mi madre, y que él consiente.
—Si hubiera llegado a sultán, nada habría sido como ha sido —dogmatizó mi madre el otro día—. Ahmad es duro, callado y tiene buena memoria para los agravios. Yo hubiera hecho de él un rey extraordinario. —Y luego, con un hermético fruncimiento de cejas—: Quizá es posible aún.
Farax enseña a montar a Yusuf, que se sostiene sobre su pequeño caballo, responsable y airoso como un gomer. Moraima, vestida ahora de colores muy claros, dice que no puede estar en ningún otro sitio que en la explanada porque teme que el caballo lo tire; la verdad es que se envanece con la gracia de su hijo menor, y no es capaz de estar sin mirarlo ni un instante.
Las mujeres se desviven por agasajar a los dos muchachos, y se disputan la honra de servirlos.
Si uno se fija, echa de ver que “Hernán” ha envejecido. Cuando nota que no se está pendiente de él, se tumba al sol, da unas cuantas cabezadas y dormita como los niños que, muertecitos de sueño, se niegan a irse a dormir a su alcoba.
Yo los miro a todos. No tengo gana de hacer otra cosa que mirarlos, lo mismo que Moraima. Hasta que de pronto me descubro sonriendo y me sonrío aún más.
Incluso Aben Comisa y El Maleh (que tenían, por separado, barruntos de la venida de los muchachos, aunque, empedernidos en desconfiar, nada hubieran anticipado) actúan de un modo más familiar y agradable: envían de sus casas platos y dulces para los almuerzos, o compran en Granada para Moraima velos, agremanes y babuchas doradas. Quizá a quienes no son malos —y el hombre no lo es en general, sino sólo egoísta—, contemplar la felicidad ajena los incline a la suya; de ahí el anhelo de participar como sea en el bienestar de los otros por si redunda en el propio bienestar.
Anoto embarulladamente cosas sin importancia; son ellas las que me hacen feliz. Las importantes disturban y arrastran a la meditación. Me gustaría tener la natural ecuanimidad de “Hernán”, al que veo echado junto a un muro bajo el sol: los cínicos de Grecia no andaban descaminados. Embarulladamente —repito— y con premura.
Farax me ha persuadido. Mañana salimos para cazar durante unas semanas por los campos de Berja y de Dalías. La expedición es tan numerosa y complicada como la que organicé cuando la toma de Alhendín. (Esta broma carece de toda gracia.)
Gradualmente les he ido tomando cariño a estas extensiones desoladas y agrestes; acaso es la necesidad lo que me mueve. O se trata de una ley de vida: en la mía ya concluyó la edad de los jardines.
Me impresiona la desnudez de las tierras sin labrar, de los eriales, de los cabezos ásperos. En las tres semanas en que estuvimos fuera hemos cruzado arroyos que, llegado el verano, desaparecerán; hemos guardado silencio en los bebederos de invierno, donde la caza, que no conoce al hombre, baja despacio cuando el sol se pone, al descolgarse sobre los campos la hora de la tregua, durante la que toda contienda se aplaza hasta mañana; hemos asistido a la abundancia celeste de luces y tonalidades irrepetibles, más llamativas todavía sobre estos ocres, que, según el momento del día, toman matices de oro, de carne, de topacio, de rosa.
La Naturaleza es aquí una familia incalculable, todos cuyos miembros se asemejan y conservan entre sí el aire común que siempre caracteriza a los hermanos. Piedras, promontorios, animales, nubes, árboles centenarios, florecillas, guardan un evidente parecido.
En este despojamiento de las cosas se ve mucho más claro. Sólo el hombre parece ser ajeno, como un usurpador sobrevenido que no hubiera encontrado su puesto verdadero, y él mismo se excluyese.
Qué éramos sino eso nosotros, cazadores, infringiendo las normas no escritas de la vida? De ahí que, cuando ya regresábamos, al volverme hacia los campos imperturbables, me despedí de ellos con unas palabras de Ibn Hafaya, el poeta de Alcira. Me vinieron, sin pensar, a la boca:
“¡Adiós! Todos estamos condenados: vosotros a permancer, y yo a partir.”
No obstante, acaso el que esté en lo cierto sea Farax. Desde los días de la guerra no lo había visto tan audaz e incansable. Y ésa es su esencia; yo lo había perdido, yo había perdido al Farax verdadero.
Pero en la guerra buscaba, a sabiendas o no, la muerte; aquí se desprende de él un exceso de vida: un exceso que provoca muertes también, como en la guerra.
La montiña, bajo la neblina, apenas late; adormilada aún yace la mañana; es opaca la luz, denso y mate el cielo; entre las matas bajas sólo vive el olor, y arriba, una oropéndola. Pero cuando levanten las nubes desgarradas y la partida empiece, todo hervirá de vida. Los galgos, azuzados, quiebran el cuello a los conejos, transformándolos en un andrajo sucio que ellos traen orgullosos.
Las rapaces despedazan en pleno vuelo a otras aves más débiles; sus plumas quedan flotando por el aire, mientras las cetreras regresan erizadas al guante. Implacable, la rehala suelta saca al venado de su encame, lo expulsa de sus tupidos rincones, lo acosa, lo aturde, lo dirige hacia los cazadores escondidos, y el ciervo, traspasado por la flecha, voltea sus ojos para no ver la mano de la muerte.
Entre el vocerío de los monteros y el diálogo de las trompetas, Farax saltaba, con las mejillas rojas, la ropa ensangrentada, alzados los trofeos, como un victorioso y antiguo dios pagano. Yo he cazado muy poco; he preferido observar fascinado cómo unos animales, amaestrados por el hombre, cumplen su oficio de arma mortal contra otros animales. He preferido observar cómo el hombre —Farax, Bejir y los demás amigoses inconsciente y cruel: impone una sangrienta realeza sobre los más débiles, y se rebela a que los más fuertes la impongan sobre él. Ante una tempestad de truenos y rayos que desplegó su sombría majestad sobre nosotros, los reyezuelos depredadores nos cobijamos bajo las tiendas con rostro compungido. Yo sonreía mirando a los demás sin que ellos interpretaran el porqué.
Una noche vi danzar las risueñas llamas de la fogata en los negrísimos ojos de Farax. No conseguí saber en dónde se fijaban. A la mañana siguiente íbamos a cambiar de lugar de acampada; pero, cuando ya me retiraba, la mano de Farax se posó sobre la mía con la suavidad de una paloma. Hacía tal frío que vaciaba mi cabeza y no me permitía razonar.
—¿Estás contento de haber venido? —me preguntó.
—Sí, por ti.
Sus labios se abrieron en una sonrisa más delicada que una flor.
‘¿Es éste el mismo hombre —me pregunté— que remata, descuartiza, desuella, trocea y escarnece?’
—Ve a descansar —dijo—.
Mañana será un día abrumador.
Me levanté. Me acompañó a mi jaima sin soltarme la mano y, con una voz dulce y espesa como la miel, añadió:
—¿Quieres que entre?
Ahora en sus ojos me veía yo.
Me había retrasado a propio intento. Escuchaba las llamadas de los monteadores y un zureo de palomas ocultas. Para recrearme en la paz, me recosté contra el tronco de un castaño. Sentí un leve silbido y luego un golpe seco. Una flecha se había clavado a menos de un palmo por encima de mi cabeza.
Su astil se cimbreaba. La sorpresa me dejó inmóvil un instante.
Después empuñé la ballesta que había soltado al recostarme. No oía a nadie; no veía a nadie. Las voces se alejaban. Casi en seguida se reanudó el arrullo. No dije nada a Farax; pero, a su regreso, di la orden de volver.
He mantenido una conversación reservada con El Maleh. El episodio de la flecha no le ha impresionado tanto como yo esperaba.
—Más pronto o más tarde, tenía que suceder. Dudo mucho que quisieran matarte.
—¿Es que eran varios?
—No lo sé. No hablo de quien la disparó. —Sus ojos expresaban más que su lengua—. Si lo hubiesen querido, lo habrían hecho: estabas en sus manos. Supongo que lo que desean es que te sientas amenazado y en peligro.
—¿Por qué?
—Es fácil: les molestas.
—¿Estás hablando de los reyes?
—¿De quién, si no? Les quema tu presencia. Eres como una espina en sus pies. Tu señorío es un enclave perturbador dentro de su reino. Te lo concedieron a trancas y barrancas a cambio de Granada; pero, una vez suya, lo quieren todo.
—Igual que el rey David deseó a Betsabé.
—Sí, y mandó a la primera fila de la batalla a su marido Uría, que no era dueño más que de ella.
Al que lo tiene casi todo, no lo detiene nada. Ellos pretenden atemorizarte (matarte sería provocar demasiado) para que les vendas tus tierras y te vayas a África.
Tú eres el testigo incómodo de lo que ya les hiere recordar.
—No me iré nunca, El Maleh.
Díselo; que lo sepan. Si les he dado mi Reino para estar en paz, no voy a irme ahora a un reino ajeno para estar en cuestión. Y menos aún a tierras musulmanas, donde se me reprobaría mi conducta.
—¿Es que crees que ellos te dejarán en paz?
—¿Quiénes son ellos esta vez?
—Los mismos, Boabdil. No te hagas el tonto. Ellos, para ti, serán ya siempre ellos.
—¿No has sido tú quien me contó lo sucedido en Tremecén con “el Zagal”? Lo han juzgado entre ulemas y alfaquíes, y lo han condenado por la disensión que sembró entre los creyentes. ¿Sería en mi caso más favorable su sentencia?
Comunícale a Zafra mi respuesta a su flechazo: no saldré nunca de mi patria. Soy andaluz; nací en Andalucía de un infinito linaje de andaluces, y en Andalucía moriré.
Si son “ellos” los que provocan mi muerte, caiga mi sangre sobre ellos y sus hijos.
—Tienen anchas espaldas, Boabdil. Han resistido muchas sangres ya.
—En todos los sentidos —repliqué—, porque sus sangres son confusas. Qué ciega voluntad de no entender. A África, dicen como si de allí procediésemos. ¿Cuántos africanos hay en Granada? De los doscientos mil habitantes, no llegan a quinientos; el resto son españoles. Españoles, con menos mezcla de sangre que “ellos” todavía: la reina tiene más sangre portuguesa que castellana; el rey, más sangre judía y castellana que aragonesa. En España, purasangres, no hay más que los caballos.