El manuscrito carmesí (69 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Todo nos decía ya adiós. Partimos de Granada el día 25 de enero. Aún no había amanecido.

La tarde anterior Moraima y yo nos despedimos de nuestros hijos.

Don Martín de Alarcón vino a llevárselos. No intentaré expresar lo que sentíamos. La certidumbre de que ningún sacrificio, de que nada de lo dolorosamente aceptado, ni nuestras renuncias, habían sido mínimamente útiles, nos hacía mordernos los labios para no romper en lamentaciones delante de los niños.

Ambos nos miraban sin comprender por qué nos separábamos. En vano procuré explicarle al mayor la desdicha que envuelve a veces el destino de las familias regias, y cómo los privilegios son contrapesados siempre por deberes crueles.

—Eso lo sé —me asestó mirándome con provocación.

Por un lado me sentí orgulloso de él, y por otro, herido ante mi impotencia de aclararle muchas cosas, acaso imposibles de aclarar a quien por sí mismo no las imagine. Se me ocurrió confiarle la guarda de “Hernán”, como prenda de que muy pronto los tres estarían con nosotros, y los dejamos irse hacia Moclín, rota el alma, en manos del comendador, que ahora los guardaba a ellos como antes me había guardado a mí.

El resto del día lo pasé ante un ajimez contemplando la Sabica, ribeteada por la portentosa diadema de la Alhambra. En la Torre del Homenaje se alzaba una alta cruz; en la de Comares, los pendones de Santiago y el real. Me habían dicho que la cruz era la del cardenal Mendoza, y que la levantó el confesor de la reina, al que habían consagrado ya obispo de Granada: un fraile desmedrado, de una gran nuez y ojos centelleantes que vi pasar un día, montando un asno sucio, por la puerta de la Alcazaba. Gutierre de Cárdenas plantó el pendón de Santiago, y Tendilla, el de los reyes. Locura parecía que una ciudad pudiese cambiar tanto en tan corto plazo.

Mientras se desplegaba sobre el valle y las colinas una gélida noche de seda, se pusieron de pie dentro de mí mi infancia toda, mis gracias y desgracias, mi obstinado e incomprensible deseo de vivir, que ahora me abandonaba. Escuché las voces de los centinelas, que ya ni se gritaban ni se respondían en mi lengua, unos relinchos, la percusión de unos cascos sobre un empedrado: ruidos algunos sólitos, y otros que en tal grado no lo eran que podría engañarme pensando que me había dormido y que soñaba. Ascendía desde el patio la voz de Farax, ocupándose de la expedición, porque él y Bejir, como Aben Comisa y El Maleh y El Caisí y otros muchos, nos acompañaban. Las tajantes órdenes de mi madre habían dejado de oírse hacía ya rato. Ella vendría con todas sus mujeres; sus literas estaban dispuestas desde el día anterior. Un silencio total y súbito llenó el paisaje, la ciudad, la casa. Querría haber escuchado, para mi consuelo, la callada música visual de las estrellas. En cambio, escuché a Ibn Zamrak:

“La Sabica es una corona sobre la frente de Granada en la que aspiran a engarzarse los astros.

La Alhambra —Dios la guarde hasta el fines un rubí en la cimera de la corona.

Su trono es el Generalife; su espejo, la faz de los estanques; sus arracadas son los aljófares de la escarcha.”

‘Granada —pensé— es para mí lo mismo que fue Jalib: alguien a quien se ama y que se deja amar, pero a quien le es imposible correspondernos. Huir de ella —me dije—, y convencerme de que ha dejado de existir, de que nunca ha existido. Pero ¿y Subh, y Faiz el jardinero, y los amados puntales de mi niñez, Yusuf mi hermano, el mismo Jalib, muerto en una de las estribaciones de esa Sierra que blanquea en la noche? ¿Y yo? ¿Es que yo nazco ahora, sin pasado, sin presente siquiera?’ Me cubrí la cara con las manos, abrumado por un peso insoportable, más oneroso cuanto más trataba de disimularlo ante los otros... Alguien me acarició el pelo como se hace con un niño despeinado; una boca maternal emitió esos leves chasquidos con que se tranquiliza a un niño que despierta, aunque no del todo, en medio de un mal sueño. Moraima, porque era ella, se inclinó y me besó en la frente. No sé el tiempo que llevaba junto a mí, ni cómo había entrado sin que yo la sintiera. Seguimos juntos hasta que fue la hora de emprender el viaje.

No nos dijimos nada.

Hay un punto, camino de las Alpujarras, en las alturas del Padul, desde donde por última vez se divisa Granada y se deja luego de ver. En él se dividen las aguas del Genil y las del Guadalfeo; en él se dividía mi ayer y mi mañana.

Ya estaban las más altas cumbres doradas por el sol, y una niebla, anunciadora de una mañana hermosa, sumergía en pereza la Vega. Mi intención era haber llegado antes a ese punto, o pasar por él sin advertirlo. Sabía y sé a la perfección, con ojos ciegos, lo que desde él se ve: colinas, caseríos, cármenes, alquerías, mezquitas, minaretes, almunias, arboledas, murallas: cuanto Granada tiene de incitación a la codicia para quienes no son sus amos; cuanto tiene de placentero para los que lo son; cuanto tiene de pesadumbre para los que han dejado de serlo. Ibn al Jatib también lo supo:

“Aquel funesto día en que me obligaron a alejarme de ti, acosado por la adversidad, no hacía sino mirar hacia atrás en el viaje de la separación.

Hasta que me preguntó mi compañero: ‘¿Qué es lo que te has dejado?’

‘Mi corazón’, le respondí.”

Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir, como una espada de fuego, la expulsión del Paraíso. Farax, que lo intuyó, se puso a hablarme atropelladamente de las minucias de la organización y la llegada, de los problemas que habían surgido en la carga de las acémilas y con los conductores. Yo oí los alaridos de las mujeres, sus plañidos que se trenzaban y se reforzaban unos a otros igual que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo sin el que no concebían sus vidas.

Éramos ya los desterrados; éramos la caravana que abandona el oasis de la abundancia y la felicidad, y ve aún las estacas de las tiendas, las huellas de los lechos en la arena, las lomas en que el amor la acogió, el rostro de la amada mojado por las lágrimas en el momento del adiós. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada.

Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes, de lo que yo había sido.

Decimos o leemos: ‘El sultán destronado fue recluido en Salobreña, o se refugió en Almuñécar, o se le permitió exiliarse con su corte en Guadix’. Qué fácil; pero qué distinto cuando uno es el destronado. Y aún más, cuando uno es el que cierra, al salir, las puertas del palacio. ¿Qué tiene que ver la historia con la vida?

¿Acaso la historia trata, ni le importa, de cuál es el contenido del corazón? ¿Habla de la aspereza del camino que se pierde de vista y que no vuelve? ¿Qué lector reflexiona sobre la tribulación del desterrado, que siente la indiferencia de este mundo a una y a otra orillas de su viaje? Un viaje que ni siquiera sabe adónde lo conduce, ya que ha perdido su sentido, su meta y su porqué. ¿Qué es la esperanza, cuando no queda ni la menor posibilidad de recuperación; cuando se derrumban los escombros de los recuerdos, y el que se va de ellos no se asemeja ni aun a la víctima de un terremoto, que sobrevive ocho o diez o doce días, sostenida por el difícil consuelo de ser salvada, de que alguien atienda el inaudible ritmo de su respiración, de que una mano mueva en la superficie el cúmulo de desechos y la descubra?

Tal salvación no se hizo para él; él no tendrá ninguna. Oculta su cabeza acongojada, y ya no aspira ni a salir de su devastación, porque en la superficie no reconocería la ciudad, ni la calle, ni la alcoba donde antes fue feliz o estuvo vivo al menos. Y tampoco sería reconocido por esa ciudad, ni esa calle, ni esa alcoba, que tienen ya otros dueños. Y examina los escombros, su único patrimonio, de uno en uno, y busca una seña de lo que fueron y lo que significan, y apenas si comprende que un día no remoto formaron parte de él, que un día fueron él... ¿Es que su vida será desde hoy estos escombros, o es que ellos, muertos, arrastraron su vida verdadera y aquí ya no hay ninguna? ¿Es el hombre una historia coherente, o una sucesión de inconexos momentos? ¿Por qué se rige, qué persigue, o es sólo como un corcho que las olas trasladan sin objeto y sin término? ¿Es el aniquilado que yo soy, “el Zogoibi” que yo soy, todos los Boabdiles a través de los cuales he llegado hasta aquí, a este muro definitivo e insensato, o, lo que es peor aún, a nadie representa?

¿Es el desventurado el mismo que fue ayer, pero hoy mordido ya por el fracaso, o es otro diferente, recién nacido de la muerte de tanta vida como tuvo, de tanta vida como le cantaba en torno canciones que no iban a acabarse? ¿Y qué más da, en la sima en que se halla, quién sea o lo que sea? Está solo —porque el amor no es un aliado en esta soledad—, y a un solitario no se le otorga sino el trivial alivio de que entre lo que es, si es algo todavía, y lo que haga, si le queda algo por hacer, exista un somero equilibrio. Un equilibrio, aunque sea imaginario, que le impida hundirse, ahora ya sin testigos, en la más terminante y la más profunda de las oscuridades.

La sierra próxima a Lújar aún exhibía los estragos de las escaramuzas, las arboledas taladas, la incuria y el descuido. Bajo el cielo gris, el gris de la piedra verdeaba. Avanzábamos entre rocas puntiagudas al pie de los altos montes amoratados, que se erguían envueltos en nubes rabiosas. De trecho en trecho, sobre las lomas de pizarra, unos manchones anaranjados recreaban los ojos.

Al entrar en la Alpujarra, unas campánulas nos dieron su grácil bienvenida; azules, blancas, rosas, con tenues y amables dedos acariciaban las vaguadas, las ciclópeas heridas sin cicatrizar, los atroces derrumbaderos. Ellas y el agua suavizan el paisaje. Y el agua lo redondea y lo mece con su perenne urgencia, y entona una canción sin estrofas ni fin. Me conmovían las casitas de los bancales, donde habita el amor a la tierra de mi pueblo, la agricultura convertida en geometría, el lujo y la largueza con que la mantienen quienes malviven en cuevas o entre adobes. Me conmovían —y en eso sí era el mismo de antes— la abnegación del hombre sobre las tajaduras pedregosas álos inmóviles ojos de quienes están configurados por el silencio y por la soledadú; los aliviaderos que traza el agua entre las alquerías; las sendas rampantes que el trabajo y la constancia se esmeran en delinear; los implacables lechos de los torrentes, transmutados en minúsculos huertos; el destello de las lajas, que parecen al sol siempre mojadas por la lluvia; el palpable mutismo rayado por los pájaros y los insectos inmortales; la bruma que, para no descorazonar a los viajeros, sólo les autoriza a percibir tres o cuatro lontananzas... Todo aquello me conmueve mucho más que las vituperables inquietudes humanas; el grandioso mundo sin concluir, detenido en un segundo de su perpetuo movimiento, roto, dentado, erosionado, rechazador, repleto de sorprendentes formas agudas o truncadas, como una gigantesca gruta de estalagmitas cuya bóveda fuese el ancho cielo. Si las cúpulas de las salas de la Alhambra no pretenden asemejarse a esto, ¿qué pretenden?

El frío nos cortaba la piel.

Moraima me inquietaba; pero cada vez que retrocedía para interesarme por ella, tropezaba con su sonrisa inalterable.

—¿Vas bien? —me decía ella a mí—. ¿Quieres algo? ¿Precisas algo?

Entonces yo le arrojaba un beso con mi mano gruesamente enguantada.

La noche la pasamos muy juntos.

Éramos como dos beduinos que se aprietan bajo la congelación nocturna del desierto; éramos dos compañeros de armas que ignoran lo que será de ellos en la jornada siguiente, y se estrechan uno contra otro para darse aliento y calor, y desentumecerse.

Frente al verde oscuro o el añil, frente a los azules violentos de las otras sierras, la de Gádor tiene reflejos sonrosados. Es más blanda y más femenina. Sus cerros son redondos, y hasta las grandes piedras que los forman son benignas y suaves. Después de su estridente afirmación, muestra en ella la Naturaleza su afabilidad.

Cuando llegamos al valle de Andarax estábamos rendidos. Fue ese benevolente cansancio el que me impidió recordar —lo cual hubiera sido aún más desgarrador— la escena con mi tío Abu Abdalá. Pensé que el rey Fernando, en castigo por mi conquista de entonces y por la posterior sublevación del “Zagal”, había designado Andarax como sede de mi destierro, y centro del agreste señorío que se dignó adjudicarme.

Miré a mi alrededor como el preso que contempla su celda cuando le empujan a ella y escucha rechinar tras él la reja. Serrijones sin gracia, bajo una llovizna, asistían nada acogedores a nuestra aparición. La tierra se mostraba inculta y mustia por los vaivenes de la guerra. Junto a la nava, una hondonada, y luego un lento ascenso. A la derecha se iniciaba una sierra de matojos sombríos. En la rasa habían construido, y destruido, la alcazaba, contra una suave ladera, frente a una cadena baja y agallonada de montes áridos que, cuando el sol logró hacerse sitio entre la lluvia, se embelleció muy lentamente. El arco iris abrió su precaria cola de pavo real en medio de los cielos. Miré a Moraima, y ella me miraba. Una bandada de torcaces giró arriba en el aire... ¿Lo que nos restara de vida lo tendríamos que vivir aquí?

‘Por el momento, ésta es mi casa’, me dije.

Mi madre, antes de entrar en la alcazaba, detuvo en mí sus ojos, secos y muy duros. Las mujeres lloraban; los cortesanos que me habían seguido empezaban acaso a arrepentirse; la servidumbre se había arrepentido hacía ya mucho.

Moraima me aguardó para entrar a mi lado.

—Ahora yo soy tu reino: ¿qué importa lo demás? —me dijo con ternura.

Farax y Bejir nos rodeaban con un respeto no exento de ceremonia, como si aquellas ruinas fuesen uno de los palacios de la Alhambra.

Detrás de nosotros entraron Aben Comisa, El Maleh y, más alegre que ninguno —para lo que no se necesitaba demasiada alegría—, Abrahén el Caisí.

Es aquí donde he escrito estos papeles últimos.

Hoy me ha dado por meditar sobre una cuestión muy relacionada con mis penas. Si la religión nos es otorgada por Dios, se nos otorgará para nuestro consuelo: ¿y cómo puede malograrse hasta convertirse en fuente de los mayores males? El hombre, aunque lo olvide, es un ser débil y efímero, que vive un poco y muere; un ser que transcurre a través de un universo indiferente.

Las religiones tienden a solidificarlo, a darle fuerza y peso, como las piedras que algunos campesinos ponen en los bolsillos de los niños para impedir que el viento los derribe. ¿De dónde viene, pues, ese afán, en apariencia desprendido, que lanza a unos contra otros porque sus formas de adorar a Dios son diferentes? ¿No fueron hechas quizá para coexistir?

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