El manuscrito carmesí (77 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—¡A mí! ¡El señor me mata!

¡A mí! ¡Me mata!

El Maleh debía de estar a la escucha en un lugar muy próximo.

Apareció en el momento exacto: ni antes, ni después.

—Sal, perro —le dijo al alguacil—. Por fin has mordido a tu amo. ¡Vete! —Le empujó fuera de la sala—. ¿Cuánto has cobrado, infame? —Luego se me acercó con los brazos muy abiertos, como para indicarme su indefensión—. Calma, señor. Estudiaremos esos documentos. Los miraremos. Cálmate. Ese cobarde apestoso fue a Barcelona sin poder tuyo. No te representaba. Lo que ha hecho es nulo.

Tendrá remedio; pero cálmate.

Arrojé el alfanje contra la pared. Rebotó. Miré dónde caía.

Cayó junto a la puerta por la que en ese instante entró Moraima. Me sorprendieron a la vez su rapidez, mucho mayor de lo que su embarazo le permite, y una sonrisa que la rejuvenecía. Pensé: ‘Voy a marchitar esa sonrisa, pero...’ Iba a contarle la felonía del alguacil.

Aún sostenía —no entiendo cómo— en mi mano los papeles.

—Lo sé todo —me dijo.

—¿Por qué sonríes entonces?

—Levanté el legajo—. ¿Sabes lo que quiere decir esto?

—Sí; que estás vivo, Boabdil.

—Se agachó con dificultad, recogió del suelo el alfanje, y lo apretó contra su pecho—. Que estás vivo otra vez. Nadie quiere matar si no está vivo. El resto no me importa.

No he vuelto a ver a Aben Comisa. No fue preciso desterrarlo de este pequeño señorío: sin despedirse de nadie, ha desaparecido. Se llevó a su familia, y al mismo tiempo que él me han dejado bastantes de los que me siguieron.

Los comprendo muy bien. Yo mismo me pregunto qué hago aquí, cercado y vendido en la tierra que me tuvo por rey. Mis vasallos no llegan ya a dos mil.

Hoy, 10 de abril de 1493, después de tratarlo con Moraima y en presencia de ella, he llamado a mi secretario Mohamed Ibn Nazar, a El Maleh, a Bejir y a Abrahén el Caisí. Redactada por el primero, he otorgado autorización al segundo para que llegue, con Hernando de Zafra, a un acuerdo sobre la venta de estos estados que me quedan y sobre mi partida a África. El texto lo ha traducido El Caisí. Con esta decisión sé que agoto mis últimos poderes; acaso no existían. Oponerse a la fatalidad es dar coces contra el aguijón. Al ver la fecha, he pensado que otros abriles me fueron más propicios.

Inmediatamente deseché el pensamiento: no quiero refugiarme en el pasado; no lo haré nunca más. Firmé con mi nombre, y sellé el documento con mi sello privado; es el único sello que conservo.

No es que el hombre se solace en su desgracia, pero se amolda a ella. Vivir sin esperanza es un dislate, o quizá un imposible. Se sacan fuerzas de la flaqueza con la espontaneidad con que crece la yerba en un estercolero. O en una tumba.

Moraima, frente a mí, tiene su postura habitual: las manos recogidas sobre su regazo ya muy protuberante, y los ojos volcados hacia la vida nueva. Yo he cubierto sus manos con las mías.

—No son sólo nuestras manos lo que apoyamos aquí, Moraima.

—El sol es el mismo en todas partes —me ha respondido con su voz templada—. Tú y yo juntos con nuestros hijos, fuera de tanta agitación y tantas mezquindades, indiferentes a la avidez de los poderosos y de quienes tratan de serlo, conseguiremos finalmente la felicidad. —En aquel momento era para mí la madre que nunca había tenido—. En una tierra que no te haya sido robada, y que no nos haya robado a su vez a los seres que amábamos y amamos.

El Maleh regresó de Granada.

Sólo ha tardado cinco días en extender con Zafra la escritura de mi entrega total. Sin duda los reyes acucian mi partida, que redondea sus propósitos. Tienen ya virtualmente la Península entera bajo su cetro, y proyectan nuevos viajes a los mundos recién descubiertos. Si Dios está con ellos y les vale, ¿qué necia resistencia puedo oponerles yo?

Me planteo ahora la elección del lugar en el que emprenderemos otra aventura, si es que es factible semejante quimera. Moraima y yo deseamos uno pacífico y salubre, en donde se preparen nuestros hijos para un porvenir que se les ofrece acaso demasiado versátil, y en donde a nosotros se nos permita descansar. Barajamos los nombres de Orán, de Túnez, de Fez, de Alejandría. Túnez me atrae por encontrarme en él con mi tío Abu Abdalá, del que nada había sabido en los últimos años, y que recientemente parece que ha pasado allí desde Orán; pero hay nuevas de que esa tierra se halla afligida por la calamidad, la carestía, la escasez y la peste. Por otra parte, Alejandría está en exceso lejos de esta patria, de la que aún confío que Dios no haya desarraigado el Islam para siempre.

La opción —y eso sí que es nuevo— depende en exclusiva de nosotros. Quizá me pavoneo hablando así; pero, ilusionados con tal libertad, proponemos sin prisa pros y contras como niños que vacilan, en las vísperas de su fiesta, sobre qué regalo pedirán a sus padres.

Aún no he ratificado las escrituras; sin embargo, he prometido a Zafra que, cuando pasen los calores del verano y antes de que las tormentas encrespen el Estrecho, pasaré con los míos al otro continente. De momento somos libres —o nos sentimos, lo que es suficiente y habitual entre los hombres—. O, por lo menos, nos empeñamos en sentirnos libres.

El embarazo de Moraima avanza a velas desplegadas. Mis hijos y nosotros, y confío que los que bien nos quieren, estamos consagrados a él. De él hablamos; a él nos remitimos de continuo. Nunca antes he estado tan unido a mi esposa; en sus desfallecimientos, en sus caprichos un tanto inusitados, en sus vacilaciones al subir y bajar una escalera, siempre estoy cerca de ella. Creo que mi encomienda fundamental es ahora ésta: preparar la bienvenida a lo que venga. Deseo que mi tercer hijo nazca en Andalucía, aunque el resto de su vida —¿quién lo sabe, después de mi experiencia?—se desarrolle en una tierra extraña. Extraña para mí, no para él. Quizá sea eso lo que nos separe.

Mi madre, entre las decepciones y la edad, está más insufrible, si es que cabe. Ha empezado a sentir —y a exteriorizarlos, que es peorcelos del niño que va a nacer, porque acapara nuestra atención, y porque Ahmad, que ha vuelto con nosotros a petición mía, lo ha adoptado como algo de él y protegido suyo.

Imagino que mi madre echa de menos sus intrigas con Aben Comisa, que fomentaba sus baldías presunciones para tenerla de su lado; que la contraría que no la consultemos en el asunto de nuestro traslado (Moraima y yo nos resistimos a llamarlo exilio), y que la mortifica tener que reducir su pasión de mando a los estrechos límites de una alcazaba provinciana. Ella, que sobre el mapa de Granada, trazó en un tiempo estrategias y fronteras, ahora ha de conformarse con decidir si se muda un palmo más allá o más acá la orla de espliegos de un arriate, o si se aplaza la poda de un laurel.

Los meses de mayo y junio, con sus amenas horas indolentes, me han hecho acordarme de Faiz, el jardinero de mi infancia. Cómo me gustaría tenerlo, entre zafio y perspicaz, al cuidado de este jardín que pronto dejaremos y que, como si lo adivinara, se esfuerza en prodigar perfumes y en regocijarnos el olfato y los ojos. Y aun los demás sentidos, porque todos reciben gusto de él.

En este preciso momento acaricio el pétalo amarillo que acaba de desprenderse de una rosa sobre estos papeles carmesíes. Fresco y más suave y carnoso que la más cara de las sedas; con unas sutiles nervaduras que apenas si la vista percibe, y que matizan e intensifican su color; redondeado como una conchilla de las playas, y rematado en una suave punta igual que la comisura de unos jóvenes párpados.

Lo huelo, y está en él todavía el mensaje húmedo y vivificador de la tierra. En él, más terso que el pómulo de una muchacha, se resumen las raíces, el tallo, las hojas, la comunidad entera y apiñada de que procede. Si lo muerdo, saboreo los jugos misteriosos que sostienen la vida.

De repente, han caído sobre los papeles casi todos los otros pétalos de la rosa amarilla. Son como una lluvia dorada; una muerte muy bella...

Moraima ha leído, por sobre mi hombro, lo que estoy escribiendo y me dice, mientras juega con los pétalos:

“No era la marchitez de la rosa: era la mejilla de la bienamada cuando el miedo a perder tu amor la hace palidecer.”

Yo le he respondido con los versos de Ibn al Labana con que sigue el poema, jugueteando a mi vez con sus sienes, sus pómulos, su boca:

“No hay posible comparación entre la rosa y la mejilla de aquella que no quebranta el pacto de fidelidad que a mí la unió.

Confrontadas con su expresión, nada valen las cualidades de la rosa; frente a su voz, nada significa el gorjeo del pájaro.

La aurora y el arrayán copian su movimiento de los latidos de su cuello, y su esplendor lo copian de la luz de su rostro.”

Los dos hemos reído, porque este juego de acertar la continuación de un poema nos divierte de un modo extraordinario.

Los pétalos de la rosa amarilla, desde los papeles, han resbalado al suelo.

Hoy he encargado a dos joyeros de Granada, si es que todavía responden a la tradición que los hizo famosos, que hagan para Moraima un collar y un pectoral. Deseo que el primero esté compuesto de menudas flores con esmeraldas y rubíes: esas que aquí llaman flores del pajarito. El pectoral quiero que reúna —por sus destellos, ya que no por su olor—todo el jardín. Me proponía entregarle el obsequio el día del parto; pero no voy a resistir: se lo daré en cuanto me lo traigan. Ya estoy impaciente por ceñirlo a su cuello, y por presenciar la infantil manifestación de su agradecimiento y su deleite; seguramente palmoteará.

Ayer le pregunté si recordaba una primavera tan generosa con nosotros.

—Conmigo, no —me respondió—.

Ahora tú estás a mi lado todo el día y todos los días. Cada minuto junto a ti me es más precioso que la menuda estrella embalsamada de los jazmines.

La besé muy despacio a la sombra de los redondos algarrobos y, casi vencida ya la tarde, ofreciéndole una copa, le recité:

“Bebe a traguitos el vino, en tanto sea dulce la brisa y tremole como una bandera la húmeda sombra.

La flor es un ojo que acaba de despertar y llora; la acequia, una boca que sonríe con dientes fulgurantes.”

Ella, bebiendo de un trago su copa, prosiguió envanecida:

“El jardín, para mostrar su bienestar, agita sus mantos esmaltados lo mismo que un borracho que, doblado por el viento, se inclina a punto de caer.”

Por fin, los dos a la vez concluimos riendo a carcajadas:

“Esta mañana el rocío plateó el cutis del jardín; el atardecer ha venido con esmero a dorárselo.”

No le cuento a Moraima que, ciertas noches, mi sueño se colma de terrores, que no quiero luego ni recordar ni referir. Serán la secuela de tantas persecuciones y amenazas; el fiero e imborrable reato de los pecados que no tengo la certeza de haber cometido.

Al amanecer, con el agua de la primera ablución me lavo de ellos; pero es más costoso borrar su huella que la huella de un crimen.

A mis hijos los introduce y educa en nuestra poesía, que tiene un sentido tan lato y abarca tantas enseñanzas, el mismo que a mí me formó, El Okailí. Me produce la impresión de ser más bajo que hace veinte años; quizá es que yo he crecido. Lo evidente es que ha engordado mucho; si se le midiese con imparcialidad, se comprobaría que se ha vuelto apaisado. Su pasión por las sortijas no ha remitido, sin embargo; yo le habré regalado dos o tres por año, y cambia de ellas no sólo cada día, sino casi cada hora.

Hace quince días traté con él sobre la oportunidad de escribir una carta al jeque El Watasi, soberano de Fez. Le rogué que fuese muy sencilla —lo conozco demasiado bien—; que expusiera mi vehemente deseo de exiliarme en su reino, y que le solicitara su hospitalidad: nada más que eso.

Hoy me ha traído, para revisarlo, un borrador eterno, en verso y prosa rimada, que él titula con orgullo “Jardines de flores del que gusta de los perfumes e impetra el acceso de mi Señor, el Imán sultán de Fez”. Con la extensión del título quizá habría bastado para toda la carta.

Moraima y yo hemos disfrutado con la improcedencia de algunos párrafos:

’Antes de que el silencio y la oscuridad sobrevengan, también yo evoco lo que el día fue, y lo que fue el ardor del mediodía, y el suave amanecer, en que no se imagina que la pisada de la luz se alejará. Pero ya es tarde: un púrpura final, en que naufragan todos los colores, ensangrienta la lejanía. Contra el horizonte, los árboles despojados y secos: la luz sólo embellece a la belleza. Hay edades en que el anochecer es preferible, porque deja caer con piedad su perdón sobre todas las cosas.’

Pero también hemos paladeado la exactitud —no sé si su lugar es el adecuado— de otros pasajes:

’Se dice que los ángeles no distinguen si andan entre los vivos o los muertos. Puede que la vida sea para ellos un simple parpadeo; lo que dura es la muerte. A nosotros nos ocurre a menudo lo mismo que a los ángeles: vivir es despedirse, estarse despidiendo. La vida es sólo un cambio de sitio o de postura; también, quizá, la muerte sea eso sólo.’

A raíz de la carta (que, para no discutir, he aceptado íntegra, he firmado y la he mandado llevar a Mohamed al Nazar), Moraima y yo hemos discurrido, a nuestro aire, sobre el tiempo.

¿Cómo rememorar desde hoy nuestro pasado? Su ambigüedad la hemos convertido en certidumbre; lo despojamos de todo cuanto hoy nos parece accesorio y acaso no lo fue; lo interpretamos como algo lineal y definido. No es así; no fue así.

Desde nuestro punto de vista de ahora, el pasado es simplemente lo que nos ha hecho como somos; pero ¿era ésa su intención, era su esencia ésa? ¿Tenía siquiera alguna intención? Y su esencia, cuando fue presente —o sea, cuando fue—, ¿no era, como la de hoy, su transitoriedad? El pasado indeformable y pétreo que hoy vemos no es más que una invención; sin embargo, el presente sin él no habría existido... Y es que la historia carece de principio y de fin; es como un río: el cauce sí comienza y termina, pero no el agua. Nadie se baña en la misma dos veces: ya lo advirtió un griego.

—El presente —le decía a Moraima— es el último momento de nuestra historia... por ahora.

Pero ¿cómo interpretaremos mañana este momento de hoy, tan lleno de contingencias y posibilidades? ¿No dependerá esa interpretación de cómo sea el mañana en que desembarquemos?

—Si no te emperrases tanto en comprender la vida —me ha replicado—, sería para ti una sonora fiesta.

—¿Quién es capaz de no emperrarse en comprenderla?

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