El manuscrito carmesí (54 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Algo después engrosó las fuerzas fronterizas con las suyas el marqués de Villena, que vino a visitar a su cuñado Tendilla y a su hermana, llegada desde Torredonjimeno, donde pasaba la estación, con lo que se acrecentó su atrevimiento; realizaron incursiones hasta el límite mismo de Granada, y nos quemaron los almiares y las mieses en las eras, amontonadas desde la recolección.

Las vimos arder asomados a nuestras ventanas, entre el griterío de las mujeres, con lágrimas de rabia.

Pero yo prohibí, bajo pena de muerte, la salida, porque sospeché que semejante provocación era una trampa.

Don Gonzalo, por distraerse, como si con sus correrías me mandase recuerdos, buen conocedor de la zona como era, trababa emboscadas y saltaba con sus compañías ocultas sobre nuestros soldados o pastores, arrebatándonos los rebaños, como nosotros los suyos en otras ocasiones. Y de este modo, entre avances y retrocesos, entre pérdidas y ganancias, entre menudas aventuras —que disminuían el número de mis caballeros lenta pero continuamente— desfilaba el invierno.

Entretanto yo, con mis más próximos ayudantes, organizaba a ciegas lo que había de ser la campaña que se avecinaba. Pedía a Dios que sus diferencias con los franceses se alargaran para apartar de nuestras tierras a los ejércitos cristianos; pero mis oraciones se desvirtuaban con la certidumbre de que ni un milagro de los que considero tolerables los apartaría definitivamente. Igual que las estaciones se turnan con puntualidad, así las ofensivas cristianas se habían sucedido ante nuestras murallas; no quedaba más que una.

Consciente de ello, con un tesón que a mí mismo me asombraba hasta dudar de si me había contagiado del falso optimismo que sembraba en los demás, dirigí el abastecimiento, la distribución y almacenaje de víveres, el recuento, limpieza y reparación de las armas, los ejercicios de la tropa, y todos los quehaceres de las jornadas normales. Pero con la misma reserva con que se rodean de una apariencia cotidiana los últimos momentos de alguien que nosotros, mejor que nadie, sabemos que se muere. Y aún me sobraba algo de tiempo, antes de que expiraran los breves días del invierno, para recobrar en mis libros un caedizo sosiego con el que enmascarar tal agonía.

Nada ocurrió en esos seis meses que merezca una especial mención; o sea, fueron meses venturosos. Ni el amor de Moraima alcanzó los excesos de Porcuna, ni la salud del pequeño Yusuf nos inquietó. Sólo en inevitables circunstancias, cuando la realidad nos agredía con sus rejones, escuchaba el suspiro de Moraima; sin que me dijera nada, entendía que echaba de menos la mirada y la risa de Ahmad. Que nuestro primogénito se hallara en poder de quienes nos amagaban el pan y el agua y el aire, era una desgracia demasiado ostensible.

Sin embargo, repito que a todo, hasta a la ausencia de lo que más ama, el hombre se habitúa. Una prueba viva me la daba Farax: se recuperaba de su desconsuelo; recogía la vida como un trofeo de su juventud; se recreaba con los entrenamientos; se resarcía con mi amistad y con su entrega a mí. La primera vez que le oí reír a carcajadas fue un día de diciembre en que, al salir de la sala del Consejo, Aben Comisa, que bajaba un escalón mientras hablaba con El Caisí que iba tras él, se pisó la falda, llegó trastabillando hasta la fuente del patio, y allí se cayó cuan largo era. Farax se quedó colgado de su carcajada, sorprendido él mismo, mirándome con azoramiento.

—Enhorabuena —le dije—. No te has olvidado de reír.

Él intentó recomponer su cara de tristeza, pero algo esencial había cambiado. Una tarde me confesó:

—Tú eres mi rey en todos los sentidos. Junto a ti he recuperado con creces cuanto me había sido arrancado. Te pertenezco, señor.

—Hay un sentido en el que no me gustaría ser tu rey: justamente en el que lo soy para los otros.

Pensé en Jalib, y una leve niebla enturbió la mañana. No tardó en disiparse.

Llegó la primavera, y su dulzura agotó nuestra posibilidad de seguir engañándonos. Donde estuvieran, los granadinos se quedaban inmóviles de pronto, mirando el horizonte. Subían a los miradores, se asomaban a las murallas y oteaban por si veían acercarse una polvareda, o afinaban el oído por si escuchaban aquello que temían.

Para un pueblo que aguarda a su enemigo, la primavera es la estación mortal.

Fue el 22 de abril. A la sazón de verdear los trigos, desde Alcalá la Real Fernando entró en la Vega. Después de estragar la tierra y de asolar las alquerías, marchó al valle de Lecrín, que relucía lo mismo que un espejo feliz, y destruyó, mató o cautivó a cuanto había vivo en él. Cuando lo vimos regresar a la Vega, sin ponernos de acuerdo, todos supimos que era para quedarse. En la alquería del Gozco asentó sus reales. Traía una armada no menor de 40 mil peones y de 10 mil caballeros, bien provista de lo preciso para asegurar un triunfo rápido. Su aparición enmudeció a Granada.

Allí estaba, delante de nosotros —como un testigo de nuestra debilidad, como un reproche por nuestros errores, como un emisario que aún no ha decidido exponer su mensaje—, aquel campamento que llenaba los campos. Los pabellones de distintos tamaños y colores, las tiendas, las cabañas, los grandes establos, los grandes almacenes, los estandartes, las banderas: una ciudad construida sólo para vencer, para aguardar sin prisas. Porque el modo más eficaz de conquistar una ciudad amurallada es cercarla por hambre. Ya estaban arrasados los alrededores, desbaratadas las cosechas, desecados los pozos, trizadas las acequias; bastaba incomunicar las puertas de Granada, cortar los caminos que descendían de las Alpujarras, interceptar a quienes pudieran tendernos una ayuda. Sin prisas; para esperar se había instalado aquella ciudad de lonas y enramadas: una ciudad a la que se bautizó con el potente nombre de Santa Fe para darle con él un mayor cimiento y compromiso. En ella, por las noches, que en la Granada de otro tiempo sólo invitaban a la pereza y al amor, por las noches embalsamadas, desde los terrados veían los granadinos millares de hogueras encenderse. Y oían, o creían oír, las risotadas de la soldadesca, los cánticos con que rememoraban sus tierras, las danzas y las músicas. Y oían, o creían oír, aquella otra música más delicada y cortesana de las recepciones regias, cuyo ceremonial se mantenía allí igual que en los palacios, para imbuir en todos la seriedad y firmeza de la espera. Y oían el jubiloso alboroto de los festejos en los días de fiesta, los torneos, las bulliciosas diversiones. Y, como un contrapunto, las voces de las vigilancias y el grito de los centinelas. Para recordarnos que todo aquello estaba, en función nuestra, despierto y al acecho, lo mismo que una fiera agazapada que se finge distraída antes de dar su salto.

No mediaba aún mayo cuando la noche entera, por Poniente, se convirtió en una descomunal fogata.

La luz era tan fuerte que, a la distancia, parecía un amanecer rojo. Los granadinos despiertos sacudieron a los dormidos creyendo que se trataba de alguna estratagema. Yo ordené que no molestaran a Moraima, y corrí con Farax a la Torre de la Guardia. Allí estaba mi madre ya, cerca de las almenas.

—Arde el campamento, hijo.

¡Arde! —gritaba trastornada por la alegría—. Dios está con nosotros.

El aire de la noche acrecentaba el incendio. Llegaba hasta nosotros el relincho de los caballos enloquecidos, el vocerío de la multitud cogida en pleno sueño, las explosiones de los polvorines que multiplicaban el desastre. Mis súbditos palmoteaban ante el espectáculo, como si fuese un esparcimiento de fuegos de artificio que una voluntad más inapelable que la de los hombres hubiese concebido para ellos. La desventura del amenazador, una vez más, provocaba en el alma del amenazado un alivio, y despabilaba el tenue sueño de la ilusión: se aplazaría nuevamente el asedio; la suerte y Dios, como vociferaba sin cesar mi madre, se inclinaba de nuestro lado; los cristianos tendrían que retirarse, renovar sus abastecimientos, sus viviendas, sus armas, su frenesí destructor. El fuego se cebaba, meticuloso e insobornable, en cuanto allí se levantaba o se le interponía. Como un enorme juguete que la imprevisión de un niño ha dejado prenderse, ardía todo lo que nos acobardaba hasta ese instante; ardía el flamear de las banderas, la magnificencia de los pabellones, las tiendas, las cabañas, los chamizos, los cuerpos. ‘Todo menos el odio’, pensé yo. El aire traía ya hasta nosotros el olor de la carne chamuscada...

Tuve un escalofrío. Refrescaba la madrugada. Imaginé el calor que sentirían, en ese infierno que estaba presenciando, los cristianos.

Me amargaba la boca. Me vino a la cabeza, acaso en un momento impropio, lo baladí de todo lo humano, lo efímero del poderío, lo caduco de cualquier grandeza. Como si el fuego se hubiera levantado para que escarmentase yo en cabeza ajena.

Pájaros sobresaltados huían del incendio; galopaban caballos sueltos en mitad de la noche.

—Una oportunidad para atacarlos —dijo despacio, sin mirarme, Aben Comisa.

—¿Qué ganaríamos con eso?

—preguntó Abdalbar el Abencerraje.

—Destruirlos —gritó mi madre, que pasaba de una almena a otra almena—. ¡Destruirlos!

—¿Es que no lo está haciendo el fuego por nosotros? —murmuré—.

No puede improvisarse una batalla.

—¿Improvisar? —la cólera enrojecía más que el incendio la cara de mi madre—. Llevamos ocho siglos luchando. ¡Toca alarma, Boabdil!

Manda tocar alarma, y que salgan los hombres de Granada a acabar lo que el fuego ha comenzado. En la guerra no hay leyes.

La boca me amargó más aún.

Sentí otro escalofrío y el asomo de un remordimiento. Pensé en mi hijo Ahmad, en los muchachos que se habían quedado de rehenes en Córdoba. Miré las llamas que subían al cielo. Consideré la terrible venganza de los supervivientes. Bajé los ojos hacia la ciudad, los volví hacia el Albayzín, vi a mi pueblo que cantaba y bailaba en los adarves, iluminado como por el fuego del poniente; pero cantaba y bailaba sobrecogido ante la destrucción del campamento que, hasta esa tarde, lo había amedrentado, el campamento indomable y populoso. ‘Si Dios está de nuestra parte —pensé—, continuará estándolo.’

—Tiene razón Abdalbar —dije—, ¿qué ganaríamos?

—¿Es que no quedan hombres en Granada? —gritó mi madre enfurecida.

—Sí quedan —repuse con tristeza—. Quedan ciento cincuenta caballeros. No sé si se improvisa una batalla, pero un ejército no puede improvisarse.

Me retiré al palacio. Tranquilicé a Moraima, a la que el resplandor del fuego embellecía.

La convencí para que volviera a sus habitaciones. Me invadió un gran agotamiento. Caí en el sueño lo mismo que una piedra.

No amanecía aún cuando me despertó Farax.

—Se reorganizan los cristianos, Boabdil —me llamó por mi nombre.

—¿Se ha extinguido el incendio?

—Sí. Ya ha devorado cuanto había que devorar. Pero el ejército se reagrupa en orden de combate.

Salté de la cama. Era cierto.

Así me lo confirmó un espía que llegaba jadeante. Fernando había resuelto provocarnos en una escaramuza, para evitar el desaliento de sus tropas. Su proyecto era apartarnos de las murallas cuanto pudiesen, y hacernos frente entonces, no para herirnos ni matarnos, sino para entrarse por la puertas de la ciudad, aunque fuese revueltos con nosotros, muriese quien muriese. Abul Kasim era el nombre del espía, no sé por qué me acuerdo: como el de mi visir y el de mi alguacil mayor. Resbalaba ya la luz por la Sierra Solera. Una luz cenicienta, que nos dejaba ver el inmenso campo también ceniciento en que Santa Fe se había transformado. Aún brotaban bocanadas de humo; el olor a la carne quemada no es opuesto al acre olor de las batallas. Súbitamente supe con claridad lo que tenía que hacer, lo que iba a hacer.

—No sé si es imposible o no improvisar una batalla, Farax; pero lo vamos a saber antes del mediodía. Cuando termine de amanecer, saldremos por la Puerta de Elvira. Que llamen a mi gente.

¡A rebato! La ventaja de tener un ejército tan chico es que se junta pronto. Ahora sí que ha llegado el final.

Farax fue a encontrame en los baños de mi casa cuando acabó de transmitir mis órdenes. Se desnudó despacio. Yo me hallaba en la sala de la estufa. Entró inocente y fuerte, enjuto y aplomado. Al acercarse, las luces coloreadas de la claraboya le manchaban el cuerpo de verde, de rojo, de azul. No apartaba sus ojos de mí, como imantados por los míos. Yo recorrí con la mirada su hermoso cuerpo.

Luego, ya, con la mano. Nos amamos furiosamente en la sala de reposo. Nunca he hecho con tan devastadora fruición, con tal ferocidad, los gestos del amo. Parecía que los estábamos haciendo ambos por primera vez. ¿O era que los hacíamos por última?

Nos ungieron los masajistas con el estricto rigor que suelen antes de un peligro. Después pedí ropas limpias para Farax y para mí, y mandé que llevaran mis armas al palacio de mi madre y que convocaran allí a las mujeres: no era la primera vez que nos despedíamos mientras me armaba.

La mañana se anunciaba radiante y cálida. ‘El sol espejeará pronto en esta alberca’, pensé. Mi intención era quitarle importancia a palabras y gestos. Con el almófar en la mano, antes de encasquetármelo, imaginé el calor que no tardaría en darme. ‘Pero no durará.’

Con tono indiferente dije:

—Perdonad todos los enojos que hayáis recibido de mí. Son muchos, ya lo sé. Perdonádmelos.

El rostro de Moraima se contrajo. Rompió a llorar sin ruido.

Me sorprendió la mansedumbre de aquel llanto. La atraje con el brazo izquierdo hacia mí. Se resistió como un niño con el que uno quiere congraciarse después de una azotaina indebida.

—¿Qué novedad es ésta, Boabdil? —preguntó mi madre con voz alterada.

—No es novedad ninguna. Déjalo.

—Por la obediencia que me debes, dime qué quieres hacer y adónde vas.

—Voy a donde la obediencia que te debo me exige. Anoche, en el adarve, preguntaste si es que no quedan hombres en Granada. Sí quedan. Y vamos a cumplir con nuestra obligación.

Lo más brevemente que me fue posible le expuse mi plan: no permaneceríamos mano sobre mano aguardando el ataque; era mejor suavizarlo aguantando la primera embestida; cuando los cristianos, atraídos por nosotros hacia las murallas, nos siguieran, se encontrarían en ellas con los granadinos restantes, que los acribillarían; a la noche, retornaríamos. Pero no era verdad. No era eso —o no era sólo eso— lo que yo maquinaba. Mi madre, que me atendía con los ojos cada vez más abiertos, lo intuyó: me había oído decir lo que yo no había dicho. Y Moraima, que lloraba con sollozos ahora, también. Las mujeres que las acompañaban empezaron una a una a lanzar sus lamentos. Se había complicado todo más de lo que supuse.

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