El manuscrito carmesí (52 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Aquellos hombres, ausentes y tan vivos, siguieron sonriendo. Me vinieron a las mientes las frases de al Arabí, el mayor de los maestros, el divino sufí que cultivaba la virtud de la insignificancia:

“Me escondí, delante de mi tiempo, a la sombra de sus alas; mi ojo ve el mundo; pero el mundo no me ve a mí.

Si preguntas a los días mi nombre, te responderán que no lo saben; ni el lugar en que me encuentro conoce en dónde estoy.”

Un día no los ví. Pensé:

’Quizá nunca estuvieron.’ Luego supe que los había expulsado Aben Comisa. O acaso no expulsado, sino que les había indicado de nuevo con un gesto el camino a la Sierra. Habría bastado para ellos: el aire los llevaba. Los sustituyó por un fanático penitente, que no cesaba jamás de hablar en alto de Dios y sus mensajes.

Era un santón famoso, al que mi padre, en su primera época, de cuando en cuando consultaba.

—Aunque no te importe la luz —me decía—, la luz existe. Aquél a quien le es indiferente morir es el que trae la vida. Te estás resistiendo a cumplir lo que debes, pero a la vuelta de la esquina está la hora en que todo se romperá a tu alrededor: vas a verlo caer por tus costados como una túnica que ya usaste demasiado tiempo... ¡Adelante! —gritaba—. Sal fuera de las murallas. No te resguardes dentro de ti, ni dentro de ellas. No te protejas más. Si te recoges la orla de tu falda para que no te la moje el agua, más de mil veces has de hundirte en el mar. Ya es el momento de que pruebes tu propia medicina. El remedio no te vendrá de fuera. Ve a buscarlo. Adelante. Ni siquiera es preciso que despiertes. Sal ya. ¡Adelante!

No creo que fuese por la influencia de nadie, sino porque acepté poco a poco dentro de mí lo que se me imponía. Lo acepté como quien lleva la carga que tiene que llevar hasta el sitio que puede, sin preguntarse más; entre otras razones, porque es incapaz de librarse de ella, o quizá por esa razón sola. Y comprendí por fin, sin que mi mente lo comprendiera, que luchar contra la imposibilidad no es ni vano ni inútil. Sé que no he explicado lo que pasó por mí en aquel mes de abril y principios de mayo; pero también sé que quien se encuentre en circunstancias semejantes lo entenderá, incluso no necesitará que nadie se lo explique; y quien no, no lo entenderá nunca.

Cuando empecé a resurgir de mi marasmo, una gozosa espuela me impulsó a escapar de él. “El Zagal” me había arrebatado Andarax, y me mandó un mensajero: ‘Dile al sultán mi sobrino que Andarax, gracias a él (él te comprenderá), va a estar más seguro en mis manos que en las suyas. Él tiene victorias más refulgentes que ganar.’

Aquel mismo día llamé al arma a mi reducido ejército. En busca de un camino al mar, galopé hacia Adra y, con una escasa ayuda de voluntarios africanos, la tomé.

Qué importaba que unas semanas después volviera al poder de los cristianos? Yo ya estaba otra vez a caballo, que era donde debía.

Sin embargo, todavía algún rincón de mí permanecía a oscuras.

Fue entonces cuando aparecieron las primeras pesadillas con los pájaros negros. Ellos habían entrado en mis sueños a menudo; pero se conformaban con planear a mi alrededor, o cernerse sobre mí; en esos sueños yo no existía, sólo miraba. Quiero decir que no me veía yo a mí mismo, sino un paisaje donde habitaban esas aves siniestras, o, en algún caso, la misma habitación en que dormía, por cuyas ventanas penetraban aleteando ruidosa y rudamente. No obstante, a medida que la pesadilla se reiteraba, fueron haciéndose las noches más y más trabajosas. Quizá yo, durante el día, trataba de eliminar o de apartar de mi mente muchos motivos graves de temor y de preocupación; ellos, olvidados y no muertos, comparecían por su cuenta de noche en figura de esos pájaros grandes, negros, que se lanzaban contra mí en son de guerra, me golpeaban con sus alas, rasgaban el aire con violencia en torno a mi cabeza, se desplomaban para picotear mis oídos o mis ojos, chocaban con mi cuerpo, y me herían, me herían... Hasta que despertaba jadeante como si hubiese corrido, para huir de ellos, un trecho interminable.

El mes de junio, que fue muy caluroso, pasó sin más incidentes que un par de escaramuzas iniciadas por nosotros contra un ejército que, fatigado por las campañas anteriores, intentaba tan sólo un acto de presencia. A su frente se hallaban capitanes valientes, que ardían en deseos de reemprender la guerra verdadera, cansados de lucirse, delante de sus soldados o de alguna dama, con armas relucientes y relampagueantes airones. Quiso marcar el rey Fernando aquellos días con una solemne ceremonia, que se realizó una dulce mañana al aire libre. Fue la de armar caballero, ante nuestros ojos, a su hijo el príncipe don Juan, que contaba a la sazón doce años. Mis súbditos asistieron, fingiendo burlarse, pero impresionados, a los ritos aparatosos. Los padrinos del novicio eran dos irreconciliables rivales: el duque—marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia.

Desde la torre de Armas, Moraima y yo contemplamos el soleado y vistoso espectáculo, considerando sin decirlo qué distintas a aquéllas eran las circunstancias en que vivía nuestro hijo, no muy alejado ya de la edad del muchacho cristiano.

Tratando de desatender los desafíos, tácitos o expresos, y las exhibiciones envenenadas, nosotros emprendimos las labores de la tierra que las anteriores talas nos permitían; introdujimos en la ciudad no muchos bastimentos, ante la duda de cuánto duraría tal quietud, y continuamos las relaciones con los campesinos de las Alpujarras, bravíos por su geografía, enardecidos por su fe, y apesadumbrados por su subordinación y expolio. Supimos entonces un percance en la cercana Torre Román, donde se refugiaban los cultivadores de la Vega. A ella se dirigió una noche un grupo de granadinos en solicitud de abrigo contra los cristianos que los perseguían. Se les franqueó la entrada con fraternal alegría, y, un instante después, desnudos los alfanjes, se apoderaron de la Torre.

El que venía al frente del grupo era el príncipe Yaya. Así quería confirmar su fidelidad —como si en él cupiese— al rey Fernando. La ciudad entera se estremeció de ira al conocer la hazaña, y yo mismo pensé que la venganza es a veces el mayor de los placeres.

Fue en ese mes en el que yo, sobre un mapa, tracé la táctica para acercarme al mar. Necesitaba un punto de desembarque, porque la excusa para negarme sus auxilios que daba el sultán marroquí era que no se arriesgaba a enviármelos a una costa enemiga. Planeé acercarme hacia los puertos tradicionales de mi monarquía, Almuñécar y Salobreña, a través de Alhendín.

Sin su conquista, la vía hacia el mar era imposible.

La noticia de la empresa, aunque la llevé con la mayor reserva, corrió como la pólvora. Por las vertientes de Sierra Solera, que conservaba aún la nieve a pesar del calor en aumento, se derramó un pueblo ansioso de batirse, más ansioso cuanto más humillado. Lo componían una juventud alterada, que se responsabilizaba de su propio futuro; unos pastores de aspecto desconocido y fiero, que forcejeaban por no doblegarse, y unos creyentes forjados en el retiro de las nieves perpetuas, que no se habían enterado hasta entonces de que el único reducto del Islam que quedaba en España era Granada ya.

Y todo este gentío, seguidor de sus caudillos y de sus alfaquíes, vino a engrosar el no muy lucido ejército que salió una vez más por la Puerta de Elvira. Era el atardecer del día más largo del año. Alzado sobre mis estribos, les dije solamente:

—En nuestras manos está la gloria de Dios. Los que caigamos muertos esta noche sobre la tierra que pisamos y que nos ha sido arrebatada, presenciaremos mañana el amanecer en el Paraíso.

Alhendín estaba defendida por un castillo fuerte, y abastecida de hombres y artillería. Le puse sitio pese a que, ante su solidez y elevación, la juzgué inexpugnable, pero el juicio nada tenía que hacer allí. Sabiendo a lo que me exponía, o precisamente por eso, di las órdenes. Batimos sus muros; abrimos en ellos brechas con nuestros modestos medios, nuestros asaltos a oleadas se hacían incontenibles, aunque en ellos perecieran bastantes de los míos. La noche era infinita, quizá porque el tiempo se había detenido. El sudor y la sangre nos empapaban y nos cegaban cuando logramos apoderarnos de los tres primeros recintos y demoler las torres que los protegían. Los defensores se retrajeron a la más grande y principal, que era la ciudadela. Los míos, para cubrirse de los proyectiles arrojados desde las almenas, se acercaban hasta su mismo pie bajo caparazones de madera y cuero fresco. La minaban y la debilitaban. Y, por fin —luego comprobé que era el quinto día de lucha—, horadada y a punto de hundirse la torre y sepultar en ella a lo que restaba de la guarnición, el alcaide don Mendo de Quijada se entregó con sus hombres, sus víveres, sus armas y bagajes. Tras Alhendín, cayeron en nuestro poder varios castillos de las Alpujarras y del valle de Lecrín, el que nosotros llamamos Valle de la Alegría.

Mi regreso a Granada se celebró como si se tratase de otra fiesta de la coronación. Las prevenciones y la animadversión de los granadinos contra mí se tornaron en fervor y en agradecimiento. Al día siguiente mandé pregonar por todas las plazas una gran leva: altos y bajos, nobles y plebeyos, ricos y pobres eran invitados a acompañarme contra Almuñécar. Y se alistaron, orgullosos y optimistas como estaban, dispuestos a seguirme.

Mediaba el Ramadán, cuando, después de la oración del segundo viernes, vino a despedirse de mí Moraima con el niño Yusuf de la mano. Tenía los ojos pardos y dorados, muy distintos de los de su hermano Ahmad, que yo no olvidaba, y los labios como los pétalos redondos de una flor. Lo tomé en brazos y, mientras el niño acariciaba mi barba, di ánimos a su madre.

—Yo era un cachorro como éste, y he crecido. Ahora estoy seguro de que el león recobrará su reino.

Besé a los dos. Yusuf lloraba porque no consentía en separarse de mí y se agarraba con sus manitas a mis ropas. Con un nudo en la garganta, volví bruscamente la espalda.

Monté a caballo y galopé delante del ejército, que cantaba y alborotaba. Por el camino arrasamos la torre del Padul, que habían reconquistado los cristianos. Con igual ímpetu tomamos por asalto Salobreña con excepción de la alcazaba, donde tantos príncipes granadinos habían sufrido prisión o muerte, y algún destronado convivió con sus cuitas. Su guarnición había sido reforzada con tropas arribadas por mar desde Málaga, y por tierra a las órdenes de Hernando del Pulgar. Era evidente que la alcazaba ofrecería una desesperada resistencia. La cercamos por todas sus partes y cortamos el suministro de agua. El calor era muy riguroso. Bandadas de aves carroñeras nos indicaron cuándo habían muerto de sed sus acémilas y caballerías.

Después de quince días que semejaron años, cuando tocaba ya su rendición con los dedos, recibí dos noticias: la inminente llegada de socorros cristianos, y la de que el rey Fernando se dirigía con rapidez hacia Granada, a la que yo había dejado casi desguarnecida.

Tal era mi agotamiento, que no sé si odié o agradecí unas noticias que me permitían —e incluso me imponían— abandonar con dignidad aquel suplicio insoportable, aquel aire espeso por el polvo, aquel barro en la boca y en los ojos.

Levanté el cerco, y marché velozmente a la capital, que era lo que más me importaba.

La divisamos al atardecer.

Entramos en ella en las primeras horas de la noche. Había un silencio de ciudad abandonada. Contra las piedras se dejaban oír los cascos de cada caballo. Impresionaban las puertas atrancadas, las cortinas corridas, los miradores vacíos, las azoteas sin espectadores, las calles solitarias. La ciudad, desentendida de sus soldados, se había vuelto sobre sí misma. Era la opuesta a la ciudad ferviente que nos recibió después de la victoria de Lecrín. Mis hombres, cabizbajos y sin fuerzas, fueron apeándose de sus monturas, y no encontraban manos amigas o enamoradas que los ayudasen. Aún hecho a los cambios de humor de mis vasallos, me pareció injusta esa acogida después de un mes terrible de interrumpidos sueños al raso, de riesgos, de tormentos, de privaciones y de angustias. Era la última semana de agosto. Los grillos y las flores revestían la noche en los jardines. Entré en la Alhambra como quien entra en el olvido.

En las últimas expediciones había trabado amistad con un joven arráez. Era un refugiado de Baza que contaba muy poco más de veinte años. Le llamábamos Farax el Bastí. Nuestra amistad surgió, como el amor a veces, de un modo repentino. Al pie de la torre de la Guardia, en Alhendín, me había empujado con violencia, tirándome al suelo y cayendo sobre mí. Pensé en un atentado hasta que vi caer, en el preciso lugar que antes ocupaba, la gruesa piedra que me estaba dirigida. Le di las gracias y continuamos la lucha juntos; desde ese momento no se apartó de mí.

Crecía nuestra amistad y daba frutos continuos de desvelo y cuidados.

Él —me fue contando con timidez y no sin reticencias— tenía que haberse casado con una muchacha de holgada posición. Por un torvo azar del destino, en la pérdida de Málaga, donde ella se encontraba visitando a su familia, fue hecha esclava. De la muchacha, que se llamaba Widad, que quiere decir “cariño”, no se había sabido ni una palabra más. No valieron pesquisas ni influencias; no valieron intentos de rescate ni indagaciones; su Widad, su cariño, había desaparecido del todo y para siempre. En el corazón de Farax se levantaron dos sentimientos contradictorios: uno, activo, de aborrecimiento hacia los infieles que habían destruido el objeto de su amor; otro, pasivo, de un dolor que le cuajaba de lágrimas los ojos apenas salía del combate. Fue este segundo sentimiento, más aún que el primero —que lo empujaba siempre a los lugares de más recio peligro—, el que despertó mi curiosidad. La tristeza de Farax me recordaba otras tristezas, a cuyo sinvivir yo había sobrevivido. En las prolongadas noches de la guerra, en las que el sueño es sustituido por la alarma, y el peligro aligera la coraza de suspicacia que aisla a unos hombres de otros, Farax y yo habíamos intercambiado pareceres y opinado sobre asuntos no siempre referidos a los desastres o a las victorias.

Nos habíamos descubierto fraternalmente afines. Él era un joven esbelto y de tez clara, cuya sonrisa, cuando por distracción de su dolor aparecía en sus labios, no era distinta de la vital y luminosa de mi hermano Yusuf. Muy despacito, de manera insensible, me fui adentrando en él, y él en mí.

Cuando nos dimos cuenta, hacía semanas que él no se separaba de mi mano derecha; no por nombramiento ninguno, sino de hecho, se había convertido en mi arráez de órdenes, con el que consultaba el cariz del combate, y que transmitía las decisiones que él mismo me ayudaba a tomar. Ignoro —tampoco me lo había preguntado— si mi insistencia en que permaneciera sin apartarse de mi lado se debía a su utilidad, o a mi afán de impedir que arriesgara su vida en la primera fila. Porque su principal empeño parecía, más que vengarse de los cristianos, morir a manos suyas.

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