El manuscrito carmesí (53 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Hasta esa noche del regreso no habíamos tenido ningún contacto fuera de los combates. Ya en Granada, él iba a su cuartel y yo al palacio. Pero tanta amargura provocó en mí el desapego de los granadinos, que invité a Farax a una fiesta en mi casa. Era como si tirase de mí, repentina y ávidamente, la vida, después de un roce con la muerte y sus helados hálitos. Celebramos la fiesta los dos solos. Desde el baño, que tomamos juntos, hasta muy entrada la mañana, charlamos y bebimos. Escuchamos a dos hermanas cantoras de Alcalá, cuya alegre picardía nos alegraba; nos pareció mentira que aún hubiese en el mundo músicas y delicadas bailarinas, y la intacta insinuación del nuevo día, a la que nos abandonábamos tendidos en mitad del jardín, nos inundó el cuerpo y el espíritu. Luego atravesamos de puntillas la zona de la guardia y subimos, para ver el amanecer, con un par de coperos, a la Torre del Homenaje. No sé por qué puedo evocar, con tanta precisión como si los estuviese viendo, a la vez el panorama que se brindaba a nuestros ojos y el perfil de Farax, un paisaje también mudable y tan sutil. Remontaba hasta nosotros el aroma casi empalagoso de los jardines, tangible y denso igual que una caricia. La sombra identificaba aún las torres y las casas de la Alhambra, cuando comenzó el cielo a verdear, y se oscureció por contraste el palacio de la Quinta, que vigila, más arriba del Generalife, la Acequia Grande. Estábamos bajo una cúpula azul, que negreaba hacia poniente. Los pájaros iniciales piaban en un presentimiento balbuceante del día, y un ruido confuso e incipiente ascendía de la ciudad. Allí la luz se aposentó antes que en parte alguna, mientras el caserío y las huertas del Albayzín apenas si vibraban y latían, aún entre oscuros azules. Ladraban perros, comenzaba a individualizarse una voz u otra voz, de las que no nos habían aclamado al llegar. La Vega flotaba todavía entre brumas.

Detrás de las primeras estribaciones mudas, clareaban las nevadas cumbres de Sierra Solera, señaladas, como por un índice, por el minarete de la mezquita de la Alhambra. Los pájaros más osados se llamaban y reclamaban ya unos a otros, y a la izquierda del Palacio de Vigilancia se abrió un rosicler casi malva, mientras el primer término del poniente se iluminaba ya por el sol, que aún no había brotado desde el Cerro que lleva su nombre.

—La luz del sol nos llega antes que el sol —murmuré, como si estuviésemos en un templo.

Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas. Alargué la mano y estreché la suya. Con un sollozo que parecía un ronquido de tan hondo, apretó mi mano; tanto, que me hizo daño. Sentí el dolor con una alegría inexplicable.

Comenzaba a encenderse la izquierda de la Quinta y a blanquear el Generalife. El Albayzín aparecía muy claro, y se concretaban las distancias que las sombras confunden. Enfrente, el horizonte era verde igual que una manzana. Y, debajo de la torre, las casas de la tropa se entreabrían. A un toque de timbal arreciaron los ruidos, las carreras, las risotadas; la torpeza novicia de los jóvenes soldados tropezaba y jugueteaba, aún soñolienta, entre las abluciones.

—Todavía no saben que han sido ya vencidos —susurré.

La mano de Farax volvió a oprimir la mía.

—No vuelvas a decir eso, señor. Confía en Dios, Único y Altísimo.

Como una aquiescencia, Montevive, entre Poniente y Mediodía, se convirtió en una llamarada en medio de la plomiza bruma de los montes que circundan la Vega. Más allá del Cerro del Sol no quedaban colores en el cielo: sólo luz.

Era el mundo, que se revestía de sus diarios tonos como quien, al madrugar, toma la ropa acostumbrada. Todos los pájaros cantaban al día nuevo, confundidos y juntos.

Frente a nosotros, una perspectiva de nácar, y el Albayzín, bajo una luminosidad mate y precisa. El Sol se alzó entonando su himno de oro. Y Farax, sin embargo, rompió a llorar. Lo abracé. Su llanto, entre hipos y sollozos, era estremecido como el de un niño. Palmeé su hombro; le hablé en voz baja de cosas sin sentido; traté de sosegarlo. Él, con los labios hinchados por el vino y la pena me besó la mejilla. Descendimos abrazados por las estrechas escaleras de la torre. Abrazados y un poco tambaleantes llegamos al palacio de Yusuf, y abrazados dormimos, como si estuviésemos bajo la misma tienda o la misma intemperie en las dilatadas y trémulas noches de la guerra.

El enemigo —los espías me lo habían anunciado— no tardó. Aquella tarde se mostró en la Vega.

Lo acompañaban muchos mudéjares que le servían de asesores. Durante ocho días quemó o taló sembrados, panes y viñedos, y arrasó torres, como la Malahá. No cercó Granada, según supe, porque la reina había sido atacada de fiebres; pero ordenó al marqués de Villena, al conde de Tendilla, a Alonso de Aguilar y a Portocarrero que pusiesen, sin dilación ni contemplaciones, freno a nuestras correrías, y no se dejasen arrebatar ni una de sus posiciones conquistadas. Luego el rey Fernando, desmantelando castillos, se dirigió a Guadix y, en represalia, expulsó a sus mudéjares. Ni en ella ni en sus arrabales quedó un solo creyente. En seguida ordenó la destrucción del castillo de Andarax y la evacuación de los renegados que lo habitaban. La orden también se aplicó a mi tío “el Zagal”, al que retiró, sin explicaciones, su estima y su rango. Una vez utilizado, ¿para qué respetarlo?

Recogido en la Torre de Comares, donde de niño temblé de miedo, pensaba en las tribulaciones del “Zagal”: asaetado por el infortunio, incapaz de sujetar a los pocos vasallos que le quedaban, avergonzado por su defección, debilitada y acongojada su alma, inhábil para ser súbdito donde había sido rey... No me extrañó lo que vinieron a decirme: dando por perdidos su vida y su esfuerzo penúltimo, pidió a Fernando que lo dejara pasar a África en las condiciones establecidas. El día en que él, el invencible, se encomendó a la benevolencia de su vencedor, partió en dos el escudo en que se leía el lema que rigió su destino hasta su peor hora: ‘Querer es poder.’ “El Zagal”, que personificó el coraje de todos, no tuvo más coraje; sólo aspiró a vivir, apartado e ignorado de todos, en un lugar donde nadie supiese cuánto había sido el que ya nada era. En la Torre de Comares, erguida sobre el trono nazarí, llegué a la conclusión de que vive mejor el que mejor se esconde y de que nacer junto a un trono es igual que nacer junto a un abismo.

Otorgado el permiso de expatriación, como si para morir hubiese que pedirlo, vendió “el Zagal” sus propiedades a los reyes de Castilla. Antes de que se fraguaran las tempestades del Estrecho, a principios de otoño, se alejó de Andalucía el que pudo ser su más cumplido rey. ¿Quién imaginará lo que eso significa?

Empezar una vida nueva cuando la verdadera vida nos ha vuelto la espalda; cuando se ha llegado a la certeza de que lo más firme, rutilante y apasionado de un destino ha sucedido ya, y sólo resta la rutinaria monotonía a la que los mediocres llaman vida. Qué inicuo que no mueran los héroes en el ápice de su heroicidad. La grandeza, una vez consumada, debería devorar a su dueño; porque luego éste se quebranta y se gasta y se achica, y de ella sólo queda un recuerdo mortificante y homicida.

Quien había sido una leyenda y un modelo embarcó, despojado de sí mismo, en Almería con unos pocos de los suyos que pidieron seguirlo.

Camino de Orán fue, para ocultarse y aguardar con ansiedad la muerte; una muerte que su sino de guerrero y de rey se olvidó de proporcionarle en el momento justo.

Asegurado por tales sucesos, Fernando se desplazó a la frontera Norte de su reino, donde los franceses lo aguijaban. En su ausencia, yo, que llevaba al “Zagal” siempre en mi corazón, fui con mis soldados, por él mismo y por mí, como en una peregrinación, a Andarax. Estoy convencido de que, en la paz y en la guerra, hay instantes en que cualquier hombre es indomable; si aplica su absoluta voluntad a un fin, lo consigue, sin que valgan interposiciones ni obstáculos que traten de arredrarlo.

Notaba yo la admiración y el fervor de Farax reflejados en sus ojos cuando, a la cabeza de un desmedrado ejército, ataqué con fiera decisión, sin arengas y sin vacilaciones, aquel castillo. Él había albergado la penúltima aflicción y la derrota interna del hombre que había sido para mí, desde niño, el blanco de mis veneraciones. Por él nada podía hacer ya sino vencer en donde fue vencido. A fines de septiembre tomé posesión de Andarax, y entraron de nuevo en mi obediencia los lugares de aquella taha; al ocuparlos, sentí que mi poder y mis manos eran los delegados del “Zagal”. ‘Mejor —me dije—, porque él ya me advirtió, en su postrer mensaje, que sus manos conservarían esta tierra con más firmeza que las mías.’

Mientras así reflexionaba, puso Farax una mano oportuna sobre mi hombro.

—Tú tienes que seguir tu propia estrella, señor. Que su luz te conduzca, y que yo te acompañe.

Lleno de gratitud le repliqué:

—Si todos mis hombres fueran como tú, obedecer a mi estrella sería mucho más fácil.

A la reconquista de Andarax prosiguió la de Purchena, donde tomé venganza en nombre del altivo jeque que se negó a venderse. Cayó su guarnición prisionera mía y, en vista de mi superioridad, tornaron a nuestra religión y acatamiento los habitantes que habían renegado.

Animada por su ejemplo, la gente de Fiñana se alzó contra los ocupantes de su alcazaba; pero, advertido el alcaide de Guadix, se echó sobre ella de improviso y, ayudado por los que descendían espada en mano del castillo, degolló a cuantos moradores pudo, cautivó a los supervivientes y se llevó consigo todo lo que encontró. Alarmados los habitantes de las otras aldeas del Cenete, me suplicaron que los auxiliase con soldados y con acémilas en que transportar sus ajuares y sus mantenimientos; lo hice así. Terminaba septiembre, y aún no habían comenzado a dorarse los bosques. Ordené la búsqueda de caballerías que portaran los cereales de aquella feraz tierra, y dispuse que sus habitantes se refugiasen en Granada, meta ya de cuantos se oponían en su intimidad a los infieles. Ante la inseguridad de lo que nos aguardara en el invierno próximo, me congratulé de que la cantidad de trigo, de cebada y de mijo fuese tan difícil de acarrear por incontable. En Jerez me llegaron noticias de que los cristianos se disponían a invadirnos, y regresé a Granada. El mismo día en que cumplí veintiocho años supe que los cristianos, al ver abandonadas las alquerías del Cenete, ofrecieron seguro a cuantos retornaran a ellas. Fiados en su palabra, muchos lo hicieron en seguida; pasada una semana, casi todos. Sólo unos cuantos quedaron en tierra musulmana. Fue un rumboso regalo de cumpleaños comprobar qué volubles son las promesas y los deseos de los hombres.

Hasta la primavera la Providencia fue piadosa. Nos consintió recrearnos en la ficción de que constituíamos entre todos un reino reducido; nos adormeció con una quebradiza y desmemoriada felicidad, esa felicidad de que a menudo se disfraza la interrupción de la desdicha. Transcurrían los días —eran los primeros y los últimos en los que yo disfruté de una paz relativa— con una gustosa uniformidad. Administraba justicia, muy vulnerada siempre en épocas de guerra, porque, al ser la guerra el mal y el desorden mayores, parece disculpar con su presencia los otros menores; me esforzaba en juzgar los delitos, las violaciones, los robos, con gran serenidad, para convencer a mis súbditos de que el orden —un orden que todos sabíamos artificial y efímero— era el supremo bien, y entre todos debíamos precaverlo. Asistía con devoción y puntualidad a las oraciones, que se elevaban en mi nombre. Daba, en los palacios, fiestas a los altos dignatarios de la corte, tan exigua que todos sus miembros nos conocíamos, incluso demasiado. Recibía con júbilo, más o menos sincero, a quienes venían a asilarse en Granada desde tierras donde el yugo del vencedor era cada vez más pesado, y los recibía intentando borrar de sus ojos y de sus corazones el zarpazo de la pérdida. Después de mi trabajo, descansaba en Farax y en Moraima; cada uno de nosotros procuraba que los otros dos olvidaran lo inolvidable, con la buena e inservible intención con que a un moribundo puede dársele a oler un frasco de perfume. Y me distraía confirmar, cada tarde con mayor evidencia, cómo “Hernán”, mi perro, después de un tiempo en que se había ido familiarizando con mi hijo Yusuf, lo prefería descaradamente a mí, y era correspondido con el mismo descaro. Trataba, pues, de dar a todos —y a mí mismo— la impresión de que nada extraordinario sucedía; de encubrir la amenaza que, pendiente de un pelo como la espada de Damocles, se balanceaba sobre nuestras cabezas.

Lo irremediable estaba sentado a las puertas de nuestras casas; no era preciso verlo. Pero el hombre, ya acostumbrado a vivir con la certeza de su propia muerte, es el animal más adaptable de la creación. El pueblo correspondía con docilidad a mis mentidos desentendimientos; se divertía mirando hacia otro lado; exageraba su preocupación por las menudencias que suelen colmar los días de quienes los infortunados consideran felices: como si alguien lo fuese por entero. Convive el doliente con su dolor, y se familiariza con él hasta tal punto que lo echará de menos si desaparece; el que reside en una ciudad de mal clima, o devastada por los vientos, de tal manera la tiene por suya que se negaría a abandonarla aunque se le proporcionase la ocasión. Y así, los granadinos, comparándose con otros musulmanes más infelices —los procedentes de tierras ocupadas, y aún más, los que ni siquiera se atrevían a dejarlas—, se reputaban privilegiados, y se engañaban unos a otros viéndose rodeados de sus casas, de sus hijos y de sus mujeres. Cantaban cuando salían a trabajar la tierra, que, ajena a las malignidades de los hombres, se entreabría a las nuevas siembras, y cantaban al volver del trabajo.

Durante seis meses se desprendió sobre nosotros y sobre el territorio, desde el cielo, un manto de misericordia y conmiseración: la imprescindible insensibilidad con que el ser humano, para no morir, embota los filos de sus desvelos y de sus obsesiones.

No obstante, no enmudecieron del todo los cristianos. El conde de Tendilla en Alcalá y los otros en sus correspondientes lugares fronterizos, ponían a contribución a sus espías y a sus prácticos del terreno. Cada uno, movido por un vano afán de gloria, trataba de inferir el mayor daño posible a quienes, entre nosotros, se sentían asimismo movidos por un más vano aún afán de gloria. Fue ya en invierno, por ejemplo, cuando apresaron a ciento veinte jinetes que, con dubitativa autorización, dejé ir a regañadientes para caer sobre los cristianos más desprevenidos.

Un musulmán tránsfuga los puso sobre aviso. Y a medianoche, con el frío en los huesos, en un paraje boscoso, los sorprendieron descuidados don Gonzalo de Córdoba y el que ya era su íntimo amigo, don Martín de Alarcón. Saliendo de las acechanzas tendidas en los pasos precisos, con gran vocerío, se lanzaron contra ellos de frente y por detrás, y los derribaron y prendieron, y los condujeron a Alcalá la Real.

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