El manuscrito carmesí (61 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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A mi amonestación de que echaba de ver algunas contradicciones, me replicó:

—Las contradicciones mías, señor, ayudarán a que ellos también se contradigan. Y, entre unas y otras, algo sacaremos en limpio.

La noche en que El Maleh fue por fin a entrevistarse con los reyes, yo madrugué mucho, y lo aguardé paseando entre zozobras.

Había amanecido un día gris y frío de octubre. No mucho después, llegó cojeando El Maleh.

—Sólo por ti lo he hecho. No hay favores, ni dádivas, ni premios que paguen estas cosas. Otra vez, que vaya Aben Comisa: él es más listo, él es más cultivado, él es más valeroso.

—Pues no es eso lo que le dices a Zafra. ¿Has corrido peligro?

—Si andar de noche cerrada, solo, entre enemigos, te parece poco... Me recogieron en la alquería de Churriana. Qué camino, señor. Los reyes me esperaban.

Los dos han envejecido. Se ve que vivir al raso con estos relentes no les prueba. Ella, sin embargo, y eso que está de luto, ha engordado.

—¿Qué fue lo que pasó?

—¿Que por qué ha engordado?

Comprenderás que no iba a preguntárselo.

—No me preocupa si ha engordado o no. Las condiciones, digo.

—Ah, creí. Leí las notas y memorias que habíamos redactado en favor de los ciudadanos, las exigencias del común, tus privilegios y los de tu familia.

—Y los tuyos, supongo.

—Sí, y los míos. Y los míos también: ya me dirás por qué no iba a leerlos. Bueno, pues bien. Muy bien. Asentían sin gran dificultad. Se miraban entre sí, y asentían. Zafra estaba en la gloria.

Sin regateos, decían que sí con la cabeza. Y, de repente, me interrumpieron los dos a la vez: querían saber la fecha en que se les entregaría Granada. Hubo una pausa. Hubo una larga pausa. A mí se me hizo eterna. Después dije:

’Lo antes posible’. ‘¿Cuándo será lo antes posible?’, preguntó ella, aunque es más listo él, que dejó que ella lo preguntase y que pasara por más lista. ‘Pronto’, contesté yo. Él golpeó el brazo de su asiento: ‘¿Pronto para vosotros, o para nosotros? ¿Cuándo?’, y golpeó otra vez. ‘Haciendo un gran esfuerzo, puede ser el último día de mayo venidero’, dije. Él se puso de pie, imagino que para dar con más firmeza la patada que dio en el suelo. Discutieron enojados muy de prisa entre ellos. Tanto discutieron y tan enojados estaban, que me atreví a rebajar tres meses del plazo porque pensé que, si no, allí mismo me cortaban el gañote. Volvieron a negarse con parecida irritación. Yo traté de seguir leyendo la memoria de las condiciones, pero me dijeron que habíamos terminado; que si no se entregaba la ciudad en un viernes (tiene que ser un viernes) dentro de los próximos treinta días, veintinueve ya, no seguiríamos con las conversaciones. Yo pensé: ‘Aquí me acabo yo’. Para defender mi vida, dije que te lo consultaría, y me retiré más corrido que un toro y más avergonzado que una abubilla sin moño. Y aquí estoy.

No pasaron dos días sin que escribieran los reyes y Zafra ratificando su propuesta a El Maleh y proponiendo otra entrevista personal. De nuevo era preciso ganar tiempo: hasta que el invierno no se asentara y se acentuase la escasez de alimentos, el pueblo granadino no estaría dispuesto; por otra parte, si accediésemos a acortar el plazo propuesto por nosotros, sería por la mejora de las condiciones de la entrega en pro de mis vasallos.

Le aseguré a El Maleh que ya contestaríamos a Zafra y a los reyes, que se desentendiese. Lo despedí; pero no había pasado mucho tiempo, aunque era ya de noche, cuando volvió a verme, demudado.

—Señor, he descubierto, por coincidencias que no vienen al caso, que el alfaquí Mohamed el Pequení se cartea con Zafra.

—Seguramente porque has interceptado a su mensajero, o porque le pagas más que él para que te enseñe sus cartas.

—No hace al caso, señor. Lo importante es que nos han vendido.

—Estoy al tanto —lo tranquilicé echándome a reír— de que Zafra se cartea con muchos que no sé, y con algunos que sé, pero no sé qué le escriben: mis amigos del Generalife van desapareciendo día a día...

Se me heló la risa; aquella misma tarde había estado casi solo.

Me entristecieron la hora y el lugar. Despedí a los tres amigos que me acompañaban, pedí a Farax que me aguardara en el camino de la Alhambra, y contemplé como a mi alrededor y sobre mí se desmoronaba la tarde. Sentí la infinita melancolía de las aguas que corren y se van, que cantan en surtidores y se van, siempre las mismas y otras siempre. ‘Igual que los amigos, si es que algún día los tuve.’

‘Aquí —me dije— amé y no me amaron, y luego amé y me amaron, inhibido del mundo y sus batallas, inhibido de las ruinas cuyos escombros hoy me ahogan... Ningún amor sustituye a otro amor. Lo de ahora no sé si es más o menos: es una identificación, una unión plena de amistad que, de vez en cuando, se expresa en una unión de cuerpos.

Es así con Farax, y es así con Moraima...’

Se ponía el sol entre la Alhambra y el Albayzín; entre la colina roja y la de enfrente, con sus huertos rampantes y armoniosos.

Cuando cayera el sol, habría acabado todo una vez más, como un juego de magia, cuyo truco sabemos.

En el mirador movía el aire mis ropas, acaso demasiado ligeras para la hora. Veía la Alhambra de torres esbeltas y amontonadas, pálidas con el sol tras ellas; la Sierra, blanca y muda. Se dejaba caer el sol sin resistirse, naufragado en su sangre más morada que roja. En el Albayzín surgió una música de unas manos y de una boca inhábiles. Detrás de mí el quejido de las acequias, que tan alegre me pareció otras tardes, era hoy igual que un llanto. Qué solo estaba.

‘Qué solo estoy.’ Me volví hacia la Quinta casi al alcance de mi mano, soberbia e inservible como yo mismo ahora...

La ciudadela había vuelto a su color porque se hundía el sol: roseaba y se doraba. ‘Quizá es bueno que el sol se ponga para que todo sea de veras como es. Ya no hay fieras en los bosques de la Alhambra, ni pájaros exóticos bajo la Torre de Comares; sólo queda la leyenda. El sol se ha ido. Aún veo la terca lozanía, a pesar de todo, de la Vega. Sin sol, todos somos iguales: todos hemos extraviado nuestra sombra.’ El olor de algunas trepadoras trasminaba los dedos remisos de la noche; cantaban los mirlos últimos. En su estremecimiento final, el cielo era amarillo y verde lo mismo que un limón. ‘Aquí yo amé y me amaron, y todo continúa lo mismo, menos yo...’

Me había distraído de El Maleh; él me acechaba. Volví a sonreírle.

—Que no te desazone El Pequení: tengo sus cartas.

—Señor, ¿por qué no lo dijiste?

—¿Cómo puedes hacerme tú, hijo de las tinieblas, esa pregunta a mí?

—¿Me las enseñarías?

Se las enseñé. Leyó en alto unos pasajes, y otros, para sí.

—”Lo que me parece a mí que aprovecha a sus altezas es que ablanden mucho al sultán, y que pongan miel, y asimismo con la gente, porque las ciudades grandes no se toman sino con buenas maneras y buenas blanduras... La reina nuestra señora debe escribir a la reina madre del sultán y a su mujer para ablandarlas... Los locos han menester quien los ablande”. Con tanto ablandarnos vamos a acabar deshechos —dijo despectivamente El Maleh—. “Yo os aconsejo que este negocio lo tengáis encubierto de los moros y de los cristianos hasta que se acabe de concluir”. Los moros debemos ser Aben Comisa y yo.

Tomó otra carta:

—”Menester es término que será de dos meses a lo menos” (qué puerco es este alfaquí), “y en este término se ablandará la gente y hará el sultán con la gente todo lo que quisiere, y el camino de soler, que es la sierra nevada, no se pasará, y entrará el tiempo de la sementera y se manifestará la gente... El sultán ha de hablar por fuerza, pero quiere alargar...” Señor, ¿qué es esto?

—Sigue —le dije.

—”Escriba vuestra merced a El Maleh sólo para apretarle que vaya a vosotros, y no recibáis de él más habla por carta, y que vaya con un alfaquí no nombrado por él”. Por fin cantó la gallina: él quiere meterse en el negocio. “No tengáis recelo en quitar el habla con ellos, porque en todo caso han de venir a vuestras manos.” Nos está desacreditando y desfavoreciendo.

—No: los está confiando a ellos. ¿O es que tú obras por caminos derechos? El Pequení les sugiere que, aunque hagan una pausa, que es lo que, en el fondo, deseamos, nada se habrá perdido.

Tú escribirás a Zafra abundando en lo mismo, que yo también escribiré a los reyes. Dile que yo me dolí de que no recibieran la fecha ofrecida por ti con la buena voluntad que se hizo; y que te dije: ‘Por ahora, basta. Ya veremos. A otra vuelta será’, dando por cancelada la cuestión.

Yo les escribí a los reyes que si El Maleh había rebajado el plazo tres meses fue por servirlos, sin comisión mía, pero que lo daba por bueno. “Os hago juramento ante el poderoso Dios que es como os digo, y no puedo certificaros cosas dudosas, y no querría prometer más de lo que pudiese cumplir... El plazo sería a primero día de marzo que es próximo de abril, y no alarguemos más las hablas y las cartas... Si no lo reciben así vuestras altezas, no será más en mi mano, y no podré hacer más, y quedará el negocio hasta que Dios quiera.” Para cerrar —y a la vez abrir—, los animaba: “Con la ayuda de Dios, hablaré con la gente y enviaré por los alguaciles de las Alpujarras y procuraré concluir antes del término”.

—No entiendo lo de primero de marzo más próximo de abril —dijo El Maleh frunciendo las cejas.

—A ese intento está escrito.

Mientras se aclara, ganaremos algo. Hay que agarrarse a la confusión de nuestro calendario y el suyo, y a las diferencias de la semana, y a los errores de la traducción. Cuanta más niebla, mejor avanzaremos. Escribe tú a los reyes.

Bajo mi orden, les comunicaba:

”En el término que piden es imposible hacerse, y no cabe en ningún seso que el hecho de Granada fuese tan de prisa, y juramos a vuestras altezas en nuestra ley que, si posible fuera hacerlo en aquel término, no quedaría por nosotros, que por Dios desde el día que nos lo dijisteis no podemos comer ni beber, sino pensar cómo podremos cumplir para que vuestras altezas alcanzaren su voluntad”.

—Muy bien. Despídete. Besa sus pies. Y ponle fecha en domingo.

—Hoy no es domingo, señor.

—Lo sé. Tú pon domingo. Cada día de sitio para ellos significa un sacrificio y muchísimo gasto. Y con los años se multiplican más, como si cada día fuesen mil. Si retrasamos, o levantan el sitio o dan lo que pidamos.

—O atacan.

—Mal ataque con el invierno en puertas. Hay que dar largas, hasta que todos los granadinos echen pie a tierra —y añadí, mientras él me miraba con pasmo—: Ser astuto no tiene tanto mérito.

Así fue. De tal modo urgía el asunto a los reyes, que Hernando de Zafra me pidió un salvoconducto para venir a Granada de incógnito.

Se lo di. El Maleh lo hospedó en la misma casa en que estuvo Juan de Bazán.

Pasada la medianoche, bajé a verlo desde el Generalife. Era como me lo había imaginado: con cara de ratón y manos de ratón y ojos de ratón. Estaba inmóvil, y todo él se movía: se le mordisqueaban los labios, le vibraban las aletas de la nariz, le parpadeaban los bigotes, le tabaleaban unos dedos sobre otros, y se le meneaban los ojos de acá para allá. Todo a pesar suyo, porque él seguía, de pie o sentado, lo mismo que una estatua.

La cuestión batallona era el plazo de la entrega. Zafra no traía poderes para negociar; sólo una propuesta: treinta días. Yo le pregunté:

—¿Tan mal se hallan sus altezas, tan rebeldes sus súbditos, tan agotadas sus arcas, que no pueden aguardar a que madure el fruto? ¿No escribisteis que no tenían ni la menor necesidad?

—La única que tienen es concluir este negocio, que está ya concluido. Porque deben realizar muchas más cosas: bodas, navegaciones, pactos y conquistas en Europa, y esta arenilla de Granada les molesta los ojos.

Los suyos se movían como si la arenilla le molestase a él.

—Esta arenilla de Granada la han tenido Aragón y Castilla metida en sus ojos desde hace siglos —le repliqué—. No pienso que por llevarla tres meses más los ciegue.

—Precisamente porque llevan así varios siglos, cuanto antes se resuelva, mejor. Sobre todo, porque es un asunto terminado. Como cuando hay un muerto (perdonadme la comparación) en una casa: cuanto antes diga el físico que es muerto y se saque el cadáver, antes descansará la familia.

—La familia, primero, habrá de convencerse de la muerte, y llorarla, y hacer el duelo, y velar el cadáver. Pero si la familia desconoce hasta la gravedad del enfermo, no ya su muerte, ¿quién la convencerá de que debe enterrarlo?

—Se os pudrirá el difunto entre las manos.

—Consentid que sigamos nuestras costumbres, y lo lavemos y lo perfumemos y lo embalsamemos para evitar que se nos pudra. Nada se adelanta si matamos, por las prisas, al agonizante, salvo que nos señalen como asesinos. Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena. Dispuestas están ya las jofainas y las toallas. Y el llanto, señor, también está dispuesto; que si vuestros reyes tienen arenilla en los ojos, en los nuestros hay lágrimas. Pero no queráis meter vuestras caballerías por la fuerza en un alfar, porque no quedará cacharro sano.

—Por eso, alteza, os damos treinta fechas para colocarlos en las estanterías y anaqueles; si quisierais, de sobra tendríais. Y nuestra ayuda también, para poner cada cacharro donde le corresponde —su intención se afilaba—, y hasta para romper los que convenga.

Comprendí que los argumentos que uno usara los retorcería el otro a su favor. Por eso le hablé más o menos así:

—Si se os ha permitido entrar en nuestra casa no es para que olisquéis ni para que fisguéis, señor Zafra, sino para que atendáis mis razones, que las tengo y son muchas, y las conozco yo mejor que nadie, como vos conocéis mejor las vuestras. Con El Maleh remití a vuestros reyes las condiciones que exijo para que en todo se respeten la religión, las haciendas, las leyes y la independencia de mis súbditos. Punto por punto quise que fueran leídas y confirmadas, que más me atañe eso que todos los privilegios y títulos y tierras que a mí se me concedan.

Mío es este Reino y de él soy responsable. Vuestros reyes no tratan sino de lo que a mí personalmente me ofrecen y del plazo en que debo aceptarlo. Ignoro si sus súbditos son muy diferentes de los míos, y si los quitan y los ponen los reyes como peones de ajedrez.

Los míos, lo crean ellos mismos o no, tienen en mí su salvaguardia.

Yo soy el que ha de velar para que, faltando yo (que yo, y no mi pueblo, soy aquí el cadáver de que hablaba), quede el pueblo bien guarnecido. Y también soy yo el que sabe cuándo ha de decirle que ya no soy su dueño, que tiene ya otro que lo respetará igual que yo lo respeté. Si no es así, señor Zafra, nada se ha dicho. Llevad al ánimo de vuestros reyes esta misericordia: antes de tratar de las fechas, tratemos de cuanto debe hacerse y debemos firmar en tanto llegan. Lo otro es poner los caballos detrás del carro, y pedir que lo empujen.

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