El manuscrito carmesí (58 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Muy ingenioso —contestó con los dientes apretados—. Este pueblo está convencido de que el señor de la Alhambra es el señor del Reino. Tu desidia y tu falta de respeto por los símbolos me obligan a vivir en el palacio que ocupó tu padre y su favorita, lo que no es para mí un plato de gusto.

Yo sabía que eso no era verdad, pero no la contradije: preferí aplicar mis esfuerzos en otras direcciones.

—Me temo que, por lo que he alcanzado a saber de gestiones demasiado particulares —subrayé la expresión—, la violencia con que Aben Comisa y tú habéis sancionado los motines, muy exagerados en buena parte por intereses bastardos, ha sido contraproducente.

Habéis conseguido dejarme sin ciudadanos de alcurnia y de fortuna; sin ciudadanos cuya honradez y cuyo valor eran los que los animaban a decir la verdad a cara descubierta; sin ciudadanos que me habrían ayudado mucho en la hora de la sacudida, tan cercana: los únicos que habrían de ayudarme. ¿Y con quién cuento ahora? ¿Con un pueblo, cuyas iras alguien se ha ocupado en desatar, que ha acuchillado a los notables y desvalijado a los poderosos? ¿Con los nobles supervivientes, que se han ido de la ciudad, disfrazados de campesinos, para salvar la vida en aldeas y cortijos? ¿Con quienes están ansiando que entren aquí los cristianos para implantar un orden y una seguridad que se han hundido?

¿Con los comprados y los compradores que, con el pretexto de actuar en mi favor, me han aislado, para conseguir de ese modo no ser desenmascarados, de quienes me ofrecían su honestidad, su apoyo y su consejo? ¿Con quién cuento?

Dímelo, madre, porque yo no lo sé.

Era verdad: no contaba con nadie. Yo había llegado a recelar de todos, y el pueblo recelaba de mí. Cada vez más a solas conmigo mismo, reduje al máximo el número de mis servidores: había días en que Moraima guisaba nuestra comida. Y nunca dormíamos más de tres o cuatro noches en el mismo lugar, temeroso yo de ser asesinado, y sin saber ni remotamente cuál sería la mano que iba a asestar el golpe.

—Deja de hablarme, madre, de la esencia filosófica del pollo.

Porque de desplumes y de desmembraciones tengo más experiencia que tú. En la Casa de los Amigos del Generalife recibía hace meses a un par de docenas de granadinos, cuyas familias son tan de Granada y tan Granada como puedo yo serlo: ministros, primos lejanos, alcaides de las torres, jefes de barrio, o jeques, o caídes, o wasides. Me asombraba que, de uno en uno, fuesen faltando a mis reuniones.

Debí de adivinar que los que no habían sido expulsados o asesinados o condenados por ti, empezaban sencillamente a visitar otra casa de otros amigos: la regentada por Fernando de Aragón. Pluma a pluma y miembro a miembro, me he quedado sin pollo. ‘Está indispuesto’, me decían los otros, o ‘tenía que hacer’, o ‘ha ido a firmar una compraventa’, o ‘su mujer está de parto’. Hasta que caí en cuál era el enredo, y ya pensaba oyendo al excusador: ‘Mañana serás tú el que no venga.’ Y no venía, en efecto. Ahora estoy solo, madre. Va a naufragar el barco; a la tripulación me la habéis tirado por la borda; a mi alrededor, sólo hay ratas, y ya se sabe lo que las ratas hacen cuando peligra la nave.

¿Te gustaría que habláramos también de la esencia filosófica de las ratas? ¿Dónde empieza y acaba una rata, quién la mantiene; qué se necesita arrancar de una rata para que deje de serlo?

—No me hacen gracia tus ironías. Ni te las consiento. Si quieres conocer mi opinión, cosa que dudo, te aconsejo que convoques una reunión de notables y consejeros, y los oigas. Sé que ellos piensan como yo, pero tú preferirás escucharlos a ellos antes que a mí, igual que has hecho siempre.

—Así se hará —corté.

Y convoqué, para dos días después, una asamblea de alcaides, adelantados, alfaquíes, dignatarios y comerciantes representativos de los gremios. En el Salón de Comares, por supuesto, testigo de los esplendores de la Dinastía. Fue en él donde coincidieron por fin definitivamente las tres vías de las que escribí hace unas páginas.

No sé si por desgracia o por fortuna, todos los asistentes estuvieron de perfecto acuerdo. En aquel salón y en aquel día aparecieron, aflorando las ocultas, las líneas fundamentales que dibujaban con los trazos más negros la triste realidad.

Detrás de un plato con membrillos y granadas veía dorarse el atardecer de fines de septiembre.

Abstraído, había dejado transcurrir el tiempo. Nasim me avisó de que era ya la hora.

—Refrescará, señor.

Me puso sobre los hombros un manto oscuro. Al pasar cerca de un espejo, miré de refilón involuntariamente; me encontré con un rostro ojeroso y delgado. Me costó reconocerlo como mío.

Fuera del Palacio de Yusuf III jugaba Farax con mi hijo y el perro “Hernán”. El niño, manoteando, montaba sobre el paciente perro, auxiliado por las recias manos de Farax. Yo había encargado a un sillero —por precaución, no de la familia abencerraje, a la que según su apellido le correspondía— una minúscula silla para Yusuf. Se mantenía sobre ella con garbo y con donaire. Me detuve un momento. Mi hijo llamó mi atención gritando. ‘El bienestar desafecto y ruidoso de los niños’, pensé.

—Vamos, Farax.

¿Sabía él dónde íbamos? Daba igual: me habría seguido a cualquier parte. Puso al niño en el suelo, tomó su albornoz y se dispuso a seguirme. La tarde era vulnerable e íntima: demasiado, para lo que yo tenía que hacer. Me hubiese agradado más pasear con Farax por los jardines, en silencio, presenciando la caída de las primeras hojas, la huida de la luz, los misteriosos cambios del cielo hasta acabar en el azul profundo de los anocheceres que eran por aquellos días especialmente bellos.

Caminé hacia la salida. Dudaba el perro si seguirme o quedarse con el niño. A un perro le perturba siempre una separación; quizá ellos piensan —y, piensen o no, aciertanque cualquier separación puede ser la última. “Hernán” volvía la dorada cabeza de uno a otro, indeciso y acaso desgarrado. Quise ayudarlo:

—Quédate, “Hernán”; guarda al niño. Volveré pronto. En el Salón de Comares habrá bastantes perros. —Supe, sin mirarlo, que Farax había sonreído—. Mucho peores que tú.

Al entrar en el patio, el sol resplandecía aún sobre uno de sus costados; al otro lo amortiguaban ya las sombras; la alberca, inmóvil, parecía mucho más profunda de lo que es. Por sus canales de mármol entraba en ella el agua susurrante. Su color verde oscuro me entristeció. ‘Una fatal serenidad.’ Se olían los perfumes quemados en los pebeteros; avanzaban hasta nosotros por el aire quieto. Mi madre, saliendo de sus habitaciones, se situó a mi lado.

Entramos. Los convocados me saludaron con un inesperado calor.

Junto al habitáculo central me aguardaban el alguacil mayor y el visir de Granada. Se inclinaron.

Me senté sobre los almohadones e invité a todos a sentarse. Debió de sorprenderles, porque tardaron en hacerlo. Estaban expectantes.

Yo había decidido no darles facilidad ninguna; no haría más que escucharlos.

—Hablad —dije.

Nada más. No aludí al motivo de la convocatoria; no señalé un orden de intervenciones; no le concedí a nadie la palabra. Todos sabíamos qué hacíamos allí. Y ellos, mucho más que yo, sabían lo que se morían por decirme. Después de una vacilación, supongo que fingida, en que se consultaron unos a otros con un apagado murmullo, se levantó uno, al que creí identificar como alguien con un puesto importante en el mercado de la ciudad, quizá el zabazoque mismo, pero no recordé de momento su nombre. Comenzó a perorar. Supuse que iba a perorar durante mucho tiempo. Vi cómo el atardecer abría sus alas despacio entre la Sabica y el Albayzín. ‘Quizá no me queden tantos atardeceres en la Alhambra como para desperdiciar uno en algo presupuesto.’ Mi madre, con una túnica ocre, se hallaba a mi derecha. ‘El Chorrut.’

El que había comenzado a hablar se llamaba Mohamed Ibn Halimet el Chorrut. Quizá fuese cadí; no estaba seguro; no importaba. Con el pulgar derecho me acaricié los dedos de la mano izquierda. Respiré hondo, o suspiré quizá. Busqué con los ojos a Farax; estaba pendiente de mí. No cambió de expresión, como si, pese a que nuestras miradas se encontraron, no hubiera notado que lo miraba. Consentí que mis ojos lo dejasen. Amainaba la luz del patio. En el interior nos envolvía un delicado lubricán: ¿se iba la luz, o, sin irse, accedía a compartir el salón con la penumbra, que brotaba desde los rincones?

Prendieron los hacheros. La luz del día iba a hacer frente a la del fuego. La primera, suave y carnal, ganó al principio; luego se rindió a la otra, menos uniforme y menos cambiante a la vez, a la vez temblorosa y estática. ‘Ya será visible, en el cielo de Dios, sobre este cielo del artesonado, encima del centro exacto de la torre, más alta que todo, convergiendo en ella los vericuetos de todas las simetrías, amiga o enemiga según el que la mire, ya será visible, orientadora y desdeñosa, la estrella Polar.’

—Ellos —el orador persistíaviven en las mismas condiciones en que podrían vivir aunque el cerco durase años. Sus soldados son innumerables. Han levantado como por arte de magia la ciudad que vemos desde la nuestra: con muros, con defensas inasequibles, con calles rectas y lisas, con hospitales, con establos. Tienen mercados donde abundan los alimentos, las ropas finas y las de abrigo; no carecen de cuanto Granada, en sus mejores tiempos, disfrutaba; celebran fiestas y organizan torneos; acuden sus damas a distraerlos y animarlos desde las poblaciones más o menos vecinas; están instalados, por tanto, en la seguridad y en la esperanza.

—Da la impresión de que has estado allí —le interrumpí.

Él enrojeció, o pensé yo que enrojecía.

—No es necesario ir. Por desdicha, se ve desde nuestras murallas —continuó—. Y, además de lo dicho —subrayaba—, tienen en su poder a unos cuantos mancebos, hijos nuestros, que fueron el precio de tu libertad. En cambio, nuestro pueblo, famélico y desmoralizado, ve cómo sus adversarios se satisfacen con aguardar, al pie del árbol, la caída del fruto que no ha de tardar en madurarse. Igual que el niño que tiene un pájaro atado de una pata se portan con nosotros.

¿Nos sentiremos libres porque podamos reunirnos hoy aquí? ¿Nos juzgaremos libres porque no nos juzguemos aún esclavos; porque se nos permita alzar un poco el vuelo, sólo un poco, lo que la cuerda dé de sí, lo que al niño se le antoje?

—Pensé en mi hijo, en mis hijos—.

Quién sabe si, aburrido un día o harto, nos pinchará los ojos con un alfiler, o nos estrangulará con una sola mano.

—Sí, todo eso es posible —murmuré—. Los niños son crueles, quizá también los pájaros. Todo depende del tamaño de sus enemigos.

—No hay posibilidad de resistir. Con los abastecimientos de los silos y de los almacenes, en cuanto desaparezcan bajo la nieve los caminos, no contamos ni para dos meses; para cincuenta días como máximo. Ahora se distribuye harina a los hornos para que la gente recoja el pan que quiera; pronto sólo recogerá el pan que pueda dársele.

Me distraje otra vez. La luz de un candelabro, en un extremo del salón, incidía sobre una sola túnica galoneada en oro, y la hacía vibrar, destelleante y marchita, en la sombra. No, no me distraía por despreocupación de lo que exponía el cadí, o quien fuera: es que eso lo había oído decir cientos de veces; me lo había repetido yo a mí mismo hace cientos de días.

El orador, quizá desalentado por mi displicencia, concluyó antes de lo previsible. Sin poder evitarlo, aunque nada más contrario a mi deseo, pensé en el camino recorrido para llegar aquí; no en el recorrido por mi, sino por mis antecesores. Épocas gloriosas según nuestros poetas, victorias que estremecieron de alegría los eslabones de una cadena que, lo mismo que un puente, nos condujo vinculados hasta este momento; sonoros triunfos. ‘Sólo Dios vencedor...’ La fatua y ofuscada presunción en el respaldo de la Divinidad. ¿Ninguno de mis predecesores había presentido que llegaríamos a esto?

¿Se engañaron todos hasta el punto de creer que esto se mantendría en un persistente equilibrio? ¿No sería que yo aspiraba a sacudirme la responsabilidad, culpando de obcecación a los que, antes, se habían sentado en donde yo ahora?

¿Está verdaderamente todo escrito?

¿Era reo yo de que este hatajo de vientres egoístas me estuviera dando hoy la monserga con sus quejas?

Qué habían hecho de meritorio ellos? ¿Defenderme —¡defenderme!frente al “Zagal”, o defender sus intereses radicados en Granada, yendo y viniendo a su conveniencia, mudando de opinión según el que reinara en la Alhambra? ¿Y qué pretendían ahora? Cambiar de dueño nuevamente, echar al dueño de siglos y sustituirlo por otro más rico, más potente, más estable, con cuyo orden prosperarían sus negocios. ¿Yo era el traidor? ¿Yo era el indiferente? Ellos, que van con su tahelí portador del Corán fingiendo que en algo esencial les afecta; ellos, cuyo corazón está donde su tesoro, y su fe, donde su tesoro, y su Dios y su todo. Los miré casi de uno en uno. Resbalé los ojos por sus vestidos, que habían despojado de recamados y bordaduras para no provocar al pueblo; por sus relucientes mejillas; por sus gruesas tripas insaciables. Habría preferido tener ante mí a un pueblo vociferador y gesticulante, desharrapado y hambriento. Ése sí que me hubiese dicho con exactitud y brevedad qué era lo que quería: vivir, vivir a costa de lo que fuese. ‘Dios no conduce a las gentes infieles.

Dios no conduce a las gentes injustas’, dice el Libro que llevan colgado de sus cuellos o de sus cinturas. ‘¿Es que Dios y su Enviado sólo nos prometieron un engaño —le preguntaría a ese pueblo—, o es que no nos merecemos el apoyo de Dios? ¿Qué hemos hecho? Guerrear entre hermanos, matarnos entre hermanos, mordernos y desangrarnos como fieras. Y ahora esperamos que el Todopoderoso nos proteja.’ ‘Vivir —diría el pueblo—. Eso es lo que queremos. Si hasta la doblez religiosa la admite el Profeta porque la vida es el mayor bien que nos otorga Dios, y es lícito salvarla aun renegando en apariencia de la fe, ¿cómo se nos va a prohibir rendirnos y entregarnos por vivir?’ Eso me diría el pueblo. Pero ¿no me bastaría hablarle con calor y a voces de su Dios y de su Paraíso, de su honra y de sus abuelos, para conseguir encenderlo otra vez? Al pueblo, quizá sí; a éstos les dije:

—Estamos en un lugar donde la gloria del Islam resplandeció como el ornato más brillante del mundo.

Leed los versos de vuestro alrededor. Los sultanes de mi dinastía construyeron y decoraron los muros que nos acogen para que entre ellos se desplegase el orgullo de nuestra religión, la sabiduría de nuestro pueblo y la gracilidad de nuestras artes. Habéis venido desde vuestras casas a este palacio con el que unos hombres que ya no viven, pero que es imposible que mueran, nos hicieron el legado de lo mejor que poseían para que nosotros lo enriqueciéramos. Granada es mucho más que una ciudad y mucho más que un reino: es una forma de haber sido, una forma de estar siendo, una forma de llegar a ser. Y hoy, en este mismo sitio, en el corazón de la granada, sólo tenéis ideas pesimistas.

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