Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Algunos capitanes renunciaron al viaje que sabían de ida y vuelta. Después de haber visto tan de cerca Granada, optaron por quedarse en alguna ciudad de la frontera ejercitándose mientras duraran los hielos del invierno. Entre esos nobles y los míos se tramó una contienda de encuentros personales, de retos y desafíos con más de torneo que de guerra, con más de emulación que de eficacia. Se produjeron hazañas individuales, creo que en muchos casos exageradas o inventadas por poetas desocupados y anhelantes. Una de ellas fue la de Hernando del Pulgar, que, según cuentan, clavó un pergamino con una oración cristiana en la puerta de nuestra mezquita mayor. Yo no vi el pergamino, ni el puñal, ni la oración cristiana; no creo que nadie de Granada los viera. De todas formas, prohibí malgastar fuerzas, que tanto íbamos a necesitar, en galanteos y fachendas. Una vez más tenía razón Gonzalo Fernández de Córdoba: las guerras de romance habían concluido.
Y llegó el mes de marzo. Un atardecer, en el que el día que había sido muy claro comenzaba a nublarse, ataqué de improviso la alquería del Padul. Era la última conquistada por Fernando. Tomé su castillo por asalto, y pasé a cuchillo a la guarnición y a los mortadíes que la acompañaban. Mi odio por los mortadíes, esos renegados que aconsejaban y guiaban a los cristianos orientándolos a los lugares más desguarnecidos, se había redoblado. Cuando regresé a Granada me entregaron muchos mensajes de aldeas de las Alpujarras en demanda de socorro para sacudir su yugo; lo prometí sin la menor idea de cómo lo proporcionaría. Al día siguiente salí con mis tropas camino de Lanjarón. Íbamos tan seguros sobre nuestros caballos —pienso que fue eso sólo— que pusimos en fuga varios presidios cristianos con los que tropezamos en algunos lugares. Nuestra expedición no parecía tener un fin concreto; yo, sin embargo, sabía a la perfección adónde iba. Iba al castillo de Andarax, donde supe que se encontraba “el Zagal” con muchos de los suyos. Mandé con antelación un grupo de soldados que interceptara el camino de Almería por donde yo estaba seguro de que “el Zagal”, sin combatir, se alejaría. Advertí a los míos que vigilaran como linces, porque temía que huyera disfrazado. Mis hombres, ante el placer de la venganza, me obedecerían; ya previamente se frotaban las manos.
No le era necesario disfrazarse. Cuando me lo trajeron, entre unos mortadíes, me costó mucho trabajo reconocerlo. Sólo sus ojos lo denunciaron, porque huían demasiado de los míos. Lo acompañaba, ese sí disfrazado, Husayn. La noche era muy clara. Se escuchaba un mochuelo y algún perro montaraz que respondía a otro. Las gozosas fogatas del campamento salpicaban la ladera. Yo me propuse recordarlo todo como lo veía, grabarlo todo en mí para después; creo que no lo logré. “El Zagal” se apeó de su caballo, seguido de Husayn. Todavía guardaba un leve resto de prestancia. El primer indicio me lo dio su forma de andar un poco rígida. Pero había engordado y había envejecido. Un albornoz pardo lo envolvía sin gracia. Avanzó hacía mí con las manos tendidas; Husayn imitó su gesto de sumisión.
A unos soldados que iban a maniatarlos, los detuve. Cogí las manos del “Zagal” entre las mías.
Nos miramos muy largamente. Yo murmuré:
—Abu Abdalá. Abu Abdalá...
Sin dejar de mirarlo, señale con la cabeza a su acompañante y les dije a mis hombres:
—A ése no quiero verlo. Cortadle la cabeza.
—¡Señor! —gritó Husayn arrodillándose.
Cuando se lo llevaban a rastras los soldados, sin volverme, mirando al “Zagal” todavía, dije en un alarido:
—Acuérdate de mi hermano. Yo no lo he olvidado.
No había olvidado nada: ni el anochecer lluvioso en que lo conocí, ni a mi perro “Din”, ni a Jalib, nada. Porque nada se olvida. Pero no era el momento de recordar.
Con las manos del “Zagal” aún entre mis manos, susurré:
Tengo graves reproches que hacerte. Hace mucho tiempo que nos deberíamos haber encontrado.
—Ahora es ya tarde para todo —me contestó.
—¿Me entiendes tú? ¡Necesito que me entiendas!
—Ya es tarde para todo. También para entenderte. Y además, daría igual: es como si ya estuviera muerto.
—Únete a mí. Juntos recomenzaremos.
—No. Ahora “el Zagal” eres tú, y yo soy “el Zogoibi”. No le hago falta a nadie. Apréndelo, Boabdil. Ésta es tu hora; aprende en mí.
Con una torsión, desasió sus manos de las mías.
—Déjame ir —dijo, y era más un mandato que una súplica—. Nuestros destinos se separaron hace mucho.
Yo no recuerdo nada. Ni recordaré nada: esta noche no existe... Yo no existo. Lo que dejé caer está ahí, en esas manos tuyas. Déjame ir.
—Aún podemos triunfar, juntos tú y yo, como lo soñé siempre. Aún podemos hacer tú y yo que nuestro pueblo triunfe. Mírame, Abu Abdalá: aunque tengamos que refugiarnos en los riscos de la Alpujarra. Quédate. ¡Quédate!
—En mí se personifica la derrota. “El Zogoibi” no te traería suerte. Adiós, Boabdil. Mátame a mí también y enseña mi cabeza, en lo alto de una pica, a tus soldados. Quizá ésa fuese mi única manera de serte útil.
Volví a oprimir sus manos; volvió a soltarlas de las mías.
—Si no quieres mi vida, como la de Husayn, deja que me vaya.
Que Dios te conceda la victoria.
Pero aprende de mí.
Le sostuve la brida del caballo mientras montaba. No montó con la misma agilidad de antes. Puso su mano abierta sobre mi cabeza.
—Adiós, Boabdil —ladeó un poco su rostro, como si fuese a sonreír—. Adiós otra vez, esperanza.
—¡No te olvidaré nunca! —le grité.
Pero ya no me oyó. El galope de los caballos se hundió en la noche. Y yo me hundí en la noche también. Miré a mi alrededor. Estaba solo. De pronto sentí miedo.
A la grupa de su caballo él se llevaba demasiadas cosas; sin darse cuenta, se llevaba mi vida. Me pareció mentira que cuanto hubo entre él y yo, y cuanto pudo haber, se terminara así: como un galope que se pierde entre la oscuridad.
En los siguientes días retornaron a mi obediencia las Alpujarras y Dalías y Berja. Nombré alcaides en sus fortalezas y regresé a Granada. pero ya no era el mismo que había salido de ella.
En el mes de abril sufrí un decaimiento. Me agotaba el cansancio de tener que tomar tantas y tan urgentes decisiones diarias; me encontraba solo, porque, a fuerza de no querer preocupar a Moraima, dejé de contar con ella; y, sobre todo, comprendí lo que “el Zagal” me sugirió: la imposibilidad absoluta, contra la que enfrentarse es vano y torpe. El rey Fernando, ocupado con las tensiones de Francia, postergó la campaña. Yo comencé a dejar transcurrir los días entre la inactividad y los libros.
La primavera ganaba sus batallas, tan distintas de las nuestras, en los jardines del Generalife. Me distraían el rumor de las abejas y el olor de las rosas. Procuraba no pensar sino en lo que tenía al alcance de la mano. Y suspiraba. Mi corazón reclamaba sus derechos: echaba de menos, en contra de mi propia voluntad, los hermosos e inaplazables cataclismos del amor.
Yo me censuraba y me reconvenía; porque no era el momento oportuno, ni lo que mi pueblo me exigía, ni lo que me exigía yo. Pero, en medio de estas contradicciones, naufragaba. Hasta mis paseos por la Alhambra se ensombrecían.
La Alhambra es como un cuerpo.
igual que todos, tiene su música y su aroma que, con el clima y con las horas, cambian. En ella hay —y nunca lo había percibido como entonces— la perenne palpitación que es señal de vida. Con el parpadeo de un par de mariposas, la luz y el agua se persiguen. Las incesantes atarjeas, dentro de las paredes, como venas de barro, reparten su rumorosa y limpia sangre, y las arterias en las acequias. En la aparente quietud todo es movilidad.
El agua, por doquiera, entona su canto que subraya el cristalino sonido de lo visible. Los muros, con sus versos reiterados hasta el infinito, jamás callan. Los estucos y los artesones, coloreados para dar la impresión de ligereza, contagian su vibración a los paramentos y a las techumbres de marfil y de cedro. Las cristaleras de colores, al incidir sobre los colores de los muros, los agitan aún más. El mutátil resplandor de día, y de noche las mechas temblorosas, provocan inquietas sombras que conmueven de arriba abajo los palacios. En el Cuarto de los Leones los dobles atauriques, con un vano por medio donde anidan los pájaros, tiritan de vida, y a su través se escucha el fragor de las aguas como en el seno de las caracolas. Todo allí es traslúcido, minucioso y significativo a la manera de un tatuaje beduino... Desde los altos artesonados profundos, casi sumidos en la oscuridad, del Salón de Comares he escuchado a menudo el nombre de las constelaciones. Y los he visto dudar, estremecerse, balbucir arriba cuando la luz trepa, escurriéndose por los arabescos, hasta ellos, y los lame y los hace gozar un instante... Qué confusas las vislumbres de la realidad que nos ofrece la Alhambra. ¿Dios es la luz en ella? La luz acaso es Dios. ‘Pero aquí está la vida’, me decía. Todos los moradores de la Alhambra, cualquiera que sea la época en que vivieron, en que vivimos, hemos compartido la convicción de que habíamos cesado; era cuestión de tiempo. Por eso sus constructores eligieron no tener que elegir entre la verdad y la ilusión. Laten las murallas, contempladas desde abajo, rezumando por sus huecos un vacilante resplandor, y, por si fuera poco, al dibujarse en el temblor de las albercas o en la rizada serenidad de los estanques, le dan más vida al sueño que a la vigilia. Los grandes y variados intradoses, cuando se contemplan en el agua, se ven como hay que verlos: de arriba abajo, no al revés. Quizá ahí resida el secreto de esta ciudad corporal y sumergida, llamada a desaparecer desde antes de existir, como el amor. Como el amor, algo delicado y efímero donde jamás se sabe qué escoger: si la frágil materia o su remedo. ¿Cuál es la torre real: la que construyó el hombre, o su imagen que se hunde dentro del aljibe? ¿Qué perdurará más: la materia, o su representación? ¿Qué es lo que nos sostiene: el sentimiento, o el presentimiento? O quizá su recuerdo... Porque, en mi vida y en la Alhambra, lo real se ha hallado siempre más distante que el reflejo de lo real.
La vida y el amor son sólo acaso el agua que espejea, la luz que tiembla; y ese espejeo y ese temblor son menos inasibles que lo que está al alcance de la mano...
Así me despedía, en aquel mes de abril, de cuanto había amado.
Quizá también de cuanto podía amar. Y, a mi pesar, releía, sentado en un ajimez, frente a la colina del Albayzín, como antes de que todo empezara a enlutarse, ardientes versos de Yalal al Din Rumi:
“El consejo de cualquiera no es provechoso para los amantes; no es el amor un torrente que cualquier mano pueda detener...
Los reyes menospreciarían su monarquía si oliesen una vaharada de los vinos que los amantes beben en la asamblea de su corazón.
Helada está la vida que transcurre sin este dulce espíritu; podrida está la almendra que no se funde y no se pierde en este almendrado misterioso...”
Mirando a mi alrededor, me sentía mezclado con la muerte.
Mientras paseaba por la rauda, entre tumbas, me sentía mezclado con la vida y la muerte. Me asaltaba la tentación de huir; el deseo voraz y la desgana de todo al mismo tiempo. Como un convaleciente, que se exalta y se desanima; como un fantasma ciego, vuelto del otro mundo, que recorre a tientas las salas y el jardín en que fue feliz vivo, y solloza de amor. Aquel fantasma, que era yo, lloraba con unos ojos que ya sólo para llorar servían, como los de Egas Benegas en Lucena. Porque la vida entera se había convertido en un inaccesible día siguiente. Porque a todas horas comprendía lo que mi tío Abu Abdalá me dio a entender, y hasta lo que ni siquiera él había entendido. ¿De qué me serviría entonces el ardor de los versos?
“Cuando la espada del amor conquista el alma de un amante, un millar de amantes deponen sus vidas sagradas en agradecimiento.
Qué es esto? ¿Deseas el amor y después temes la ruina?
¿Aprietas la bolsa y persigues el amor a través de unos labios de azúcar?
No, no: aparta tu cabeza; siéntate en el rincón de la seguridad: una mano tan corta no ha de aspirar al ciprés alto...
Amante, no seas tú menos que la mariposa nocturna, ¿y qué mariposa nocturna se libró de la llama?
‘No se le puede encontrar’, me dijeron. ‘Nosotros también lo hemos buscado.’ Algo que no se puede encontrar: ése es precisamente mi deseo...
El jardín está desconcertado, porque no sabe qué es la hoja y qué la flor; los pájaros, turbados, porque no saben distinguir qué es la trampa y qué el cebo...
Guarda silencio, no rasgues el velo; consume el jarro de los taciturnos; ciégalo todo, vélalo todo, habitúate a la impenetrable clemencia de Dios.”
Afligida por mi mudez, me acompañaba Moraima, pero hasta su compañía me hastiaba. Porque yo no podía explicarle sin rubor lo que me estaba anonadando el alma, pero tampoco podía hablarle de otra cosa.
Ella, incapaz de ayudarme, cedió su sitio a unos hombres evidentes y herméticos, que yo ignoraba de dónde habían salido. No parecían ni musulmanes, ni judíos, ni cristianos. No eran ni jóvenes, ni viejos. Miraban el mundo con ojos transparentes que en nada se posaban, y sonreían siempre. Daban la impresión de conocer el secreto de enigmas que nosotros ni siquiera nos habíamos planteado, o mejor, de estar de vuelta de todos los enigmas, como si la solución fuese no planteárselos más una vez conocidos. En los días que me frecuentaron no logré adivinar qué querían de mí. Quizá no querían nada, y es eso lo que los volvía misteriosos.
Me trataban con el mismo respeto fraternal con que trataban a “Hernán”, mi perro, o a los árboles.
—Somos criaturas —respondían a todo lo que yo les preguntaba—.
Estamos aquí para ayudarte; para ayudarnos mientras te ayudamos.
Y seguían sonriendo. Vivían, por lo visto, en una ermita —o en varias, no lo sé— por las vertientes de Sierra Solera. Habían bajado a la llamada de alguien. O quizá nadie les dijo que viniesen.
Moraima no había sido. Y ellos no parecían haberse enterado de que yo era el sultán. Sus cuerpos eran como algo que su alma hubiere olvidado hacía ya tiempo, pero eran también alma: no sé cómo decirlo.
No hablaban; se quedaban mirando al frente y sonriendo —el tiempo no contaba—, y crecía en torno suyo como una diáfana campana de imperturbabilidad, que a su vez los aislaba y los aproximaba. Un mediodía, a la sombra de un árbol, bordoneaba una mosca; su vuelo sonoro me distraía de la sonrisa de los hombres aquellos. Y, de pronto, vi cómo la mosca se posaba en el aire. No, no en el aire, sino en el limpio cristal de la campana de que hablo. Y allí permaneció, con sus patas apoyadas a un palmo de cualquier superficie, tranquila y satisfecha al sol de mayo.