Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Y salió de Granada, donde dejó una escasa guarnición, el día 19 de abril. Cuando avistó Vélez, el sitio cristiano se había afirmado por tierra y mar. Acampó en el castillo de Ben Tomiz. Le urgía despachar el combate y regresar; en consecuencia, atacó sin dilación al enemigo. Por entre los viñedos, verdes todavía, clamorearon sus gritos de guerra.
Entretanto yo, sin apenas verter sangre, me adueñé de Granada.
Fue la mañana del 29 de abril.
Un moro viejo, escrofuloso y pordiosero, que vendía perfumes a las mujeres en la entrada de los baños públicos de arriba, se subió a la torre de la cercana Puerta Mazdal, y se encerró en ella. Puede que estuviera pagado por uno de los míos: he dejado de creer en la gratuidad de los gestos. Ya en lo alto, el viejo se quitó la toca de la cabeza, la desenrolló, la ató en el bastón en que se apoyaba, y comenzó a vocear:
—¡Dios salve a Boabdil!
¡Dios Salve al hijo de Muley Hasán! Él es quien mirará por nosotros. No le seamos desleales.
¡Dios nos lo salve!
A sus voces respondieron otras, y surgieron llamadas y reproches de azoteas y de murallas, hasta alcanzar mis propios oídos en el Albayzín. No me costó mucho persuadir a los ciudadanos granadinos, que estaban indefensos, de que abrazaran mi causa. Me apoderé del talismán que es la Alhambra, y me convertí en el único sultán de Granada. Fue una mañana triste, a pesar de las albórbolas con que mis fieles quebraban y estremecían la purísima luz de los jardines. A las puertas del palacio de Yusuf me aguardaba, como si lo hubiese convocado, el eunuco Nasim; me saludó con la misma sonrisa con que lo vi la madrugada en que salí para Lucena. Se interesó por Moraima y mis hijos. Me mostró las alcobas aderezadas, las albercas limpias, los baños impacientes por ser usados. No era preciso aludir a sus opiniones, ni a su pertenencia a bando alguno. Él, entre mi tío y yo, no había elegido; no tenía por qué: su puesto era la Alhambra; su fidelidad, hacia ella; sus desvelos, para quien la ocupara.
Cuando la nueva lo alcanzó, el ejército del “Zagal” aflojó en el combate y, antes de que la acción se generalizase, retrocedió en desorden. Los cristianos, que habían levantado el asedio para ir contra él, lo reanudaron con más ímpetu y, después de tomar por asalto el arrabal, lo estrecharon definitivamente. El ejército de mi tío fue disuelto; los soldados regresaron a sus casas, dando a Vélez por perdido. Los sitiados, ante la resolución del enemigo de entrarles por la fuerza de las armas, y ya sin esperanzas de socorro, solicitaron la capitulación.
La plaza fue evacuada el 3 de mayo.
“El Zagal” se retiró a Almería, donde aún gobernaba Yaya al Nagar. Derrotado, según él, por un traidor, se refugió junto a un dechado de traidores. Su destino no fue indulgente con semejante yerro.
Tras la rendición de Vélez, se entregaron sus alquerías y las poblaciones al Oriente de Málaga, incluso la fortaleza de Comares.
De este modo, con mi tío como instrumento, vengaron los cristianos su desastre de la Ajarquía, donde precisamente él recibió el apodo del “Valiente”; y ahí fue donde mi aprehensor en Lucena, el alcaide de los Donceles, si es que fue él, ganó su título de Marqués de Comares. La Historia, como suele, cubre o descubre a su antojo los naipes de su baraja.
Yo, en Granada, tomé tres decisiones. La primera, llevarme a la Alhambra de nuevo a mi familia; mi madre, que no cabía en sí de gozo, se aposentó en los palacios de mi padre. Nasim se encargó de que, desde la Ajarquía, me trajeran a “Hernán”. Lo vi llegar atado una mañana. Debió de haber soñado muchas veces que me reencontraba, y despertado en vano muchas veces; porque me miró con tristeza, incrédulo e inmóvil.
Sólo cuando escuchó mi voz que decía su nombre rompió la cuerda y saltó sobre mí. El criado que lo llevaba, creyendo que iba a atacarme, le asestó un golpe con un palo; yo interpuse mi brazo, y me hirió en él. Más tarde descubrí que “Hernán” se había orinado de dicha sobre mis vestidos.
La segunda decisión fue la de firmar nuevas capitulaciones con Fernando, por ver cómo evolucionaban sus pretensiones ahora, y en qué habían mudado. Para ello volví a enviar a Alcaudete al mudéjar Bobadilla, con el fin de que, garantizada como estaba la paz interior de la ciudad (aunque sólo relativamente, como se vio en seguida), trajera consigo a Hernando de Baeza, hombre de poca guerra, como yo. En las nuevas capitulaciones se estipuló que yo entregaría Granada cuando se diesen ‘las circunstancias propicias’ —que yo no estaba dispuesto a admitir nunca—, y en compensación recibiría un principado constituido por las ciudades ya indicadas en Loja, más todo el Cenete, el Valle del Almanzora y la parte oriental de la Alpujarra. La adhesión de mi nuevo visir El Maleh, con el que trataba en vano de sustituir al sinuoso Aben Comisa, se gratificaba con el distrito de Andarax, y a otros nobles se atribuían otros bienes. A los albayzineros se les permitía habitar en el área de Granada con toda libertad, y una exención de impuestos por diez años. En contraprestación, nosotros nos obligábamos a combatir al “Zagal” junto a los cristianos.
La tercera decisión que tomé, contradictoria en principio de la segunda, fue despachar un embajador al sultán mameluco Qait Bey de Egipto, implorándole socorro contra los adversarios de nuestra religión. El sultán escribió al clero de la iglesia de la Resurrección en Jerusalén, bajo su dominio; le instaba a escribir al rey de Nápoles para que a su vez éste escribiera al de Castilla con la petición de que no se mezclase en los asuntos andaluces y abandonase nuestro territorio. [Palabras nada más. Los efectos de mi solicitud se concretaron dos años después —cuando los reyes sitiaban ya Baza— en forma de dos franciscanos del Santo Sepulcro, que traían cartas del rey de Nápoles y del Papa Inocencio VIII aconsejando el fin de la guerra de Granada. La expresión era equívoca: no se sabía con exactitud si aconsejaban que los reyes desistiesen de la guerra, o que se apresurasen a ganarla. Luego supe que la reina otorgó a los franciscanos una pensión de mil ducados anuales a título perpetuo y un velo muy rico, que ella misma bordó, para cubrir la tumba del profeta Jesús.
Además, las amenazas de represalia de Qait Bey, aparte de escasas, eran sólo verbales. Igual que las advertencias pontificias, porque en 1488, Fernando pidió permiso al Papa, que se lo concedió, para venderle al mameluco trigo con que remediar la hambruna Siria. Con el precio de ese trigo, Fernando subvino a los gastos de la guerra de Granada. Esta venta —decía el raposo en su petición de permisofavorecería a Egipto contra Turquía, ‘cuya potencia creciente es la que en verdad nos amenaza’.
Como se ve, había demasiados intereses, y todos particulares y encontrados, como para que nadie nos ayudase a los andaluces.]
A Fernando no le importaba que lloviera sobre mojado en sus traiciones. Endiosado por la facilidad de la campaña de Vélez, creyó llegado el día de adueñarse de Málaga. Pero, por habérseme sometido, Málaga estaba exenta de su órbita e incluida en mi paz; me quejé por medio de Aben Comisa —que la gobernaba en mi nombre— y del alcaide castellano de Jerez, en poder nuestro desde lo de la Ajarquía. Fernando, hecho de recovecos, me respondió que, si bien la alcazaba estaba de mi parte, la fortaleza de Gibralfaro estaba de parte del “Zagal”, y mandaba por Agmad “el Zegrí”. Y añadía, como una burla, que en virtud de las últimas capitulaciones, me hallaba obligado a enviarle tropas que colaborasen con las suyas; su estrategia era responder a una reclamación con una exigencia. Le mandé cincuenta cautivos cristianos y la excusa de que sobrada tarea tenía yo con mantenerme en Granada. Inmediatamente di órdenes a Aben Comisa de que uniera sus fuerzas a las del “Zegrí” —que, con muchísimo menor número de soldados, era mucho mejor general— fingiendo que, por un golpe de mano, éste se había apoderado de la ciudad y de su guarnición.
Málaga era nuestra ciudad del gozo. Los que nos precedieron habían elegido bien su asiento: las vertientes costeras de una sierra llenas de vides, de almendros, higueras y olivos, y una llanura fértil, resguardada por ella, al borde mismo de la mar. Sus dos alcázares, muy anteriores a nosotros, se alzaban dominando el caserío, confiados y señeros; se comunicaban entre sí por pasadizos subterráneos, y ostentaban su faro y sus banderas ante las admiradas marinerías. La importancia de su comercio y la firmeza de sus baluartes la habían convertido en una ciudad orgullosa y despreocupada, entre la hoya que riega el Guadalhorce y la montuosa Ajarquía.
Durante aquel caluroso verano, yo la recordaba azul y blanca como la vi en mi adolescencia, prolongada en sus dos arrabales, ceñida por un cinturón de huertos y vergeles, bajo un cielo transparente y templado. Recordaba los torreones rampantes que salvaguardan el barrio de los Genoveses, sus murallas anchas, su coracha, las espigadas torres de las atarazanas cuyos pies lamen las olas, sus barrios trepadores y pacíficos, sus colinas suaves y su vega cuajadas de naranjos, su invariable primavera, la deleitosa vida de sus gentes... Ella sola es un reino: ¿cómo no iba a provocar la avidez?
A lo largo de su historia, siempre sucedió así.
Los malagueños más ricos entraron —el dinero no tiene religión ni otro ideal que él mismo— en clandestinas conversaciones con Fernando; pero el Gobernador mandó decapitar a quienes pactaban la entrega, entre ellos a un hermano de Aben Comisa. Y a un nuevo ofrecimiento del rey, respondió:
’En Aragón y Castilla no hay suficientes tesoros para comprar nuestra fidelidad.’ Ante tal negativa, Fernando levantó sus reales de Vélez y se dirigió a Málaga. Era el 7 de mayo de 1487. Traía 12 mil caballeros y 50 mil peones. Avanzó por las ventas de Bezmiliana, mientras cerraba el puerto una escuadra al mando del catalán Galcerán de Requesséns. [Tiempo después me remitió con Martín de Alarcón estos antecedentes, con el fin de que me aleccionaran.] Con esas fuerzas habría bastado para rodear toda la ciudad, pero Fernando buscaba un triunfo rápido y sin dudas: temía la tradición de rebeldía y entereza de Málaga. Aumentó, por lo tanto, el tren del asedio: desembarcaron de las naves las piezas menores; la artillería gruesa se acercó desde Antequera; de Flandes llegaron, despertando las soñolientas playas, dos barcos en que el Rey de Romanos [que iba a ser su consuegro] enviaba piezas de distintos calibres, gran cantidad de pólvora, y experimentados lombarderos y artilleros. Allí concurrieron los alemanes Maestro Pedro y Sanceo Manse, y Nicolás de Berna, y el portugués Álvaro de Braganza, y muchos fundidores franceses, y un sinfín de mercenarios de otros sitios de Europa.
El valle del paso estaba vigilado por Gibralfaro de una parte, y de otra por los últimos cerros de la sierra del Norte. Sin embargo, a pesar de sus abundantes pérdidas, aquel enorme ejército logró avistar la ciudad y cerrar el cerco por el mar y la tierra. Los malagueños reaccionaron con coraje; se propusieron como blanco de sus tiros la tienda real, y Fernando hubo de retirarla detrás de una colina. Los primeros días fueron de prueba para los sitiadores; como una argamasa no bien mezclada, se descomponían sus tropas. El rey, recurriendo a un procedimiento ya habitual, solicitó la presencia de la reina, que estaba en Córdoba.
El séquito de Isabel, hábilmente suntuoso, insufló brío a las huestes. Presionado por su esposa, el rey, que sólo había empleado hasta entonces artillería menor para conquistar la ciudad sin excesivo daño, resolvió utilizar los cañones de calibre más grueso, el estrago y la mortandad fueron incontables. Y el estrechamiento del cerco permitió además a los sitiadores afinar su puntería y ocupar uno de los arrabales altos de la ciudad, desde el que su capacidad de destrucción se acrecentó.
Mi tío mandó de Adra un grupo de voluntarios, que intentó en Vélez una maniobra de diversión, y un cuerpo de morabitos, que burló la vigilancia y penetró en la plaza, ayudando a hacer nuevas, aunque cada vez más dificultosas, salidas.
No fueron de ninguna utilidad. El hambre se agravaba por momentos; se acabó el trigo y se sustituyó por la cebada. Hubo que tomar medidas radicales; todos los alimentos se requisaron y se almacenaron; se daban a quienes combatían cuatro onzas de pan por la mañana y dos por la noche; las raciones disminuyeron hasta su inexistencia. Los malagueños entonces devoraron sus asnos y acémilas; después, sus caballos; luego, perros, gatos, ratones y toda suerte de animales inmundos. Con ello sólo intentaban retrasar la muerte. Recurrieron a los cogollos de palmera cocidos y molidos, a las cortezas de árboles, a las hojas de vid y de parra picadas y aliñadas con aceite. Nada quedaba en la ciudad que, aun sin ser comestible, pudiera ser comido.
Las enfermedades por desnutrición y envenenamiento cundían; se multiplicaban las defunciones y, sin embargo, el pueblo continuó su ciega resistencia. Con esforzado empuje y corazón bizarro, quienes no disparaban —hembras, ancianos, niños— reparaban las defensas, preparaban las municiones, secaban el sudor de los soldados, refrescaban su cansancio hasta que ellos mismos caían moribundos, extenuados por la debilidad. Los admirables malagueños clamaron por un socorro que nadie les prestó. [Un escuadrón de voluntarios que envié en secreto no acertó a entrar en la ciudad.] Mordiéndome los puños, veía ensangrentarse los atardeceres de Granada y era sangre malagueña lo que veía.
A instancias del rey, el marqués de Cádiz intentó comprar al “Zegrí”. Le ofreció la villa de Coín y cuatro mil doblas de oro, y otras mercedes para su lugarteniente y su alcaide y sus oficiales.
“El Zegrí” escupió en el rostro a los comisionados. Y como, ante la desesperada obstinación, se alargaba el asedio, en el mes de julio se incorporaron oportunistas y aventureros ansiosos de fortuna de toda la Península y de fuera de ella. El ejército cristiano llegó a contar con 90 mil hombres y la gloria del “Zegrí” corrió de boca en boca. Pero otro era el punto flaco de aquel sitio, y su abyección me ha salpicado a mí. Aben Comisa fue requerido al campamento cristiano. Amenazado de muerte si se resistía, hizo caso omiso de mi mandato; organizó un levantamiento contra “el Zegrí” entre los desmoralizados después de tres meses y medio de penalidades, y rindió la ciudad.
El día 18 de agosto de 1487, en el mes de Rayá, en medio del calor, entró por las puertas de Málaga el comendador de León —el mismo que luego entró, el primero también, por las de la Alhambra— a la cabeza de su caballería. El 19, muertos sus defensores, Gibralfaro cayó. Al “Zegrí”, encadenado —sea para él la gloria—, se le mandó a una miserable mazmorra de Carmona. Sus últimas palabras al despedirse de su tierra fueron: