Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Junto a mi tío, que me daba noticia de las hazañas de cada cual, de la tribu a que pertenecía y de la gloria de sus antepasados, yo los unía a todos dentro de mí con lazos casi de sangre, como una familia construida por el compañerismo y la admiración mutua.
No sólo se acrecentaba cada mañana la multitud de los espectadores, sino que parecía acrecentarse la de los que habían de desfilar ese mismo día o en otros sucesivos.
En cada grupo rompía primero la caballería pesada o de línea; después, la ligera; luego, la infantería de ordenanza, seguida por los espingarderos, en proporción de uno por cada diez lanzas, y por los carros que transportaban la artillería gruesa y la menuda.
—Ése es el secreto de la victoria en las guerras futuras —decía mi tío—, pero tu padre se inclina más hacia lo más vistoso: la caballería, las trompetas, los atabales, los infantes. O sea, por el alarde. Ahí está, y es preciso, qué le vamos a hacer.
Cada grupo lo cerraban los cautivos que empujaban arietes, catapultas, manteletes y castillos de asalto. Y era tal el conglomerado de ropas, banderas, lienzos, capas ondulantes, marchas y armamentos, que yo, que nunca había soñado, soñaba cada noche con ellos, un poco borracho por el olor de los aceites fritos, los pregones, las risas, las peleas, y el permanente hervidero bullicioso que trepaba por las faldas de la Sabica hasta estrellarse contra los muros de la Alhambra.
Mi madre, que había asistido los primeros días provocando la fogosidad de espectadores y soldados, dejó de asistir luego con la excusa de que el embrollo que rodeaba al alarde le producía dolor de cabeza. Supongo que en realidad fue porque comenzó a aparecer en el estrado, a pesar de su notable embarazo —o quizá por él—, Soraya, cuya belleza y cuyo vientre fascinaron al pueblo, tan tornadizo. Y también influyó que a mi madre, como a mi tío, le interesaba más, en cuestiones de guerra, la eficacia que la exhibición, y el espectáculo que se nos ofrecía lo consideraba tan bello como inútil.
El pueblo, mucho más numeroso que de costumbre en la ciudad, entregado a su propio desenfreno, y aflojadas por no descontentarlo las riendas de su policía, empezó a cometer desmanes más abundantes cada día y más graves. Las reyertas entre gentes bebidas, el aprovechamiento de las aglomeraciones para hurtar las bolsas, y del abandono de las casas para robar los ajuares, la falta de respeto por las leyes y las fidelidades del mercado en medidas y en pesos, hicieron que el almotacén tuviera que prodigarse a todas horas, ampliando tanto sus dependencias como sus atribuciones. Y a tal extremo llegaron los desórdenes, las cuchilladas, los desafueros, las embriagueces y las quejas de los faquíes y de los imanes, que hubo mi padre de volver sobre sus propias decisiones, y abreviar decepcionado los desfiles. Señaló el 25 de abril como el último día, y, por tanto, el más concurrido y el que había de resumir el alarde completo y la comparecencia de todas las representaciones.
No lo olvidaré nunca. A medida que concluían su desfile, los generales y altos jefes permanecían en el estrado presenciando los desfiles siguientes. Era azul la mañana y radiante. Una suave brisa, que provenía de la sierra, apenas refrescaba el calor que se iba apoderando del campo. Los esclavos batían mosqueadores de seda sobre las personalidades, tanto para espantar las moscas cuanto para aliviarnos del polvo y de un cierto bochorno que se insinuaba.
La muchedumbre era inmensa. El mediodía espejeaba en las bruñidas armaduras, en las sobrevestes de gala, en los paramentos de los corceles, en las primorosas espadas y lanzas y adargas labradas con ataujías de oro y plata. En ese instante pasaba ante nosotros la milicia de Baza. Rememoré los versos de Ibn al Yayab para una Fiesta de los Sacrificios:
“Es como si los brillos de las espadas fuesen relámpagos y los relinchos de los caballos fuesen truenos”.
Nunca lo hubiese hecho: una menuda nube, que por momentos velaba afortunadamente al sol, se hinchó de repente, se ennegreció, y, sin darnos tiempo a considerar qué sucedía, el aire se convirtió en agua. Una lluvia espesa, clamorosa, sombría y despiadada se desplomó sobre nosotros. En un momento todo fue barro, resbalones, caídas, atropellos, desbandadas.
Las sombrillas dispuestas para cobijarnos del sol, no nos protegían de las cataratas que descendían del cielo. Los funcionarios encargados del protocolo se ocuparon, mal que bien, de que el sultán y las concubinas fuesen puestos bajo techado lo más pronto posible. Tras el desconcierto que siguió a las risas y bromas y blasfemias con que el chaparrón fue recibido, la gente comenzó a percibir su seriedad. Se escuchaban gritos de las madres separadas de sus hijos, el llanto acobardado de los niños, la ira de los vendedores que trataban de recoger sus mercancías, los alaridos de los pisoteados por quienes escapaban, la impotencia de todos. Casi en seguida empezó a subir desde el Genil el ensordecedor tumulto de las aguas. Las barreras, que se habían instalado para proteger de los caballos a la multitud, fueron arrastradas y asestadas por las aguas como un arma mortal. Se veían cuerpos inanimados, animales ahogados, ropas sueltas, babuchas, caballos sin jinete, jinetes desmontados por sus corceles, y una turba enloquecida y desbocada que buscaba ya sólo su propia salvación como en la más cruel de las derrotas, pasando por encima de ancianos, de mujeres, de niños, de bienes y destrozos. El gentío que ocupaba las zonas más altas intentaba bajar a sus hogares, y el que estaba abajo intentaba subir, ante la crecida de las aguas, a los puntos más elevados, con lo que se suscitaban sangrientos conflictos, en una lucha descarnada y pavorosa por la supervivencia. La avenida desbordó el Darro en la ciudad, y su impetuosa corriente arrasó casas, tiendas, mezquitas, las alhóndigas que se le oponían. Se derrumbaron los edificios más sólidos, y de los puentes no quedó sino el arranque de los arcos. Los árboles desarraigados se apilaron cegando la luz del puente mayor, y, contrariado el furor de las aguas, éstas invadieron barrios, comercios y viviendas. La tromba arrasó los cementerios, deshizo tumbas, desenterró cadáveres. Entre truenos, relámpagos y rayos, naufragaba Granada bajo una maldición indescriptible...
Hasta que Dios, compadecido de ella y de sus moradores, abrió paso a las aguas destructoras por cauces, calles y puentes, y las forzó a salir fuera de las murallas. Al día siguiente, amainadas las asesinas, se contaron los daños incontables. La avenida sobrepasó los tejados de las casas de la ribera. Miles de familias habían perdido padres, hijos, hogares y parientes. La riada y la lluvia habían inundado y destruido cuanto se interponía en su camino, y anegado la Gran Mezquita, las calles del comercio, la alcaicería, los zocos de los herreros, de los silleros, de los joyeros, de los alcorqueros. El río había asolado almunias, alquerías y almazaras.
Todo se había perdido. Todo era desolación y escombros. La ciudad aparecía engullida y hecha trizas por la catástrofe; el luto se había instalado como un sultán siniestro sobre ella. En los aires ya límpidos se cernían, formando negras coronas, las aves carroñeras.
Yo, sin embargo, guardo de aquel día un recuerdo muy especial.
Cegado por las cortinas de agua, después de haber tratado de localizar a mi tío y a mis hermanastros, separado a empellones de Yusuf, desperdigada toda la familia real como un terrón de azúcar que se deslíe en un vaso de líquido, corrí sin saber hacia dónde, y, en lugar de introducirme como hicieron los otros en el recinto de la Alhambra a través de la Puerta de los Pozos, me forzaron a descender camino de la Explanada, y, presionado por la gente que chocaba entre sí, fui conducido hacia el barrio de los mauritanos, o quizá hacia el de los antequeranos.
Avanzaba sin poner los pies en el suelo, y, en un momento en que se descongestionó algo la multitud, me vi extraviado por unas callejuelas tortuosas que nunca había recorrido antes. Escuchaba los alaridos del pueblo que, desdichado y anónimo, tropezaba conmigo sin hacerme caso, y, al volverme para tratar de orientarme por las torres de la Alhambra, que desde aquel lugar no divisaba, choqué contra alguien que me pareció una muchacha muy joven.
El cielo estaba de color alquitrán, y era como de noche. Vi su cara a la luz de un relámpago, o vi sus ojos sólo. El trueno que siguió fue tan aterrador que la muchacha se lanzó a mis brazos. Yo la apreté contra mí porque era el primer ser humano no hostil, el primer ser individualizado que sentía desde que comenzó el diluvio. Permanecimos unos instantes —los interminables que duró el trueno— abrazados. El agua, que nos llegaba hasta las rodillas, nos empujaba calle abajo. Ella tiró de mí. Me hizo entrar en una casa unos pasos más allá, en la misma dirección de la corriente. Yo, descalzo, deduje que atravesaba un zaguán terrizo, un patio oscuro hacia la izquierda y el arranque de una escalera muy pina y muy estrecha, por la que subimos. Llegamos a un mirador, o a un palomar.
No se veía: la falta de luz y las aguas torrenciales lo impedían. La mujer se dejó caer al suelo, y yo, tanto por agotamiento cuanto por no estar de pie en la tiniebla, también. Casi caí sobre ella. Olía a especias y despedía calor. Imaginé que de sus ropas brotaba un vapor tenue. Se oyó un aleteo de palomas azoradas. Yo pensé: ‘Todos somos palomas azoradas’. La muchacha, temblorosa, me oprimió con fuerza, o mejor, se oprimió contra mí, y luego inesperadamente me besó con voracidad, como si le fuera en ello la vida. Los labios, las mejillas, los ojos, la nuca. Sus manos recorrían mi cuerpo; se clavaban en mi carne sus dedos. Tuve la intención de levantarme y huir, pero ¿adónde? El agua chapoteaba en el tejado; se vertía igual que una cascada entre los postes que lo sostenían. La muchacha se incorporó, desbarató lo poco que sin desbaratar quedaba de mis vestidos, metió mi pene dentro de su boca, y, con un gesto brusco, colocó mis manos sobre sus pechos, que eran menudos y duros. Yo pensé: ‘Son como palomas azoradas’. Entendí que su actitud era una rabiosa reconciliación con la vida, o acaso un adiós, en medio de la catástrofe cuyas verdaderas proporciones ignorábamos. Y, al entenderlo, me pareció que todo el descabalo de fuera pudo haber sido provocado para producir aquel encuentro. La muchacha y yo no habíamos hablado.
Yo desconocía su condición, su raza, su nombre, sus facciones y su voz. Desconocía en qué casa estábamos, y si saldríamos vivos de ella. De momento, la vida se desperezaba y abultaba entre mis piernas. Y dejé de pensar. Cuando entré en la muchacha —no había entrado en ninguna mujer hasta entonces— ella gritó. Su grito me hizo recuperar la conciencia y retroceder; pero ella, con un golpe de caderas, se confundió conmigo.
Después de haber poseído el suyo, se abandonó mi cuerpo al cansancio no sé por cuánto tiempo. Escuché, como si fuese lejos, un crujir de maderas. El extremo más distante del tejado se desbarató, y la lluvia inundó el lugar en el que yacíamos. A la muchacha y a mí nada nos importaba. Yo me hallaba en la más ardiente de las vigilias, y soñoliento, no obstante. Todo me resultaba irreal y tangible. Giré mi cuerpo, que en cierta forma parecía haberse desprendido de mí, y volví a poseerla. Oía su jadeo, ¿o era mi jadeo el que oía? Me había desinteresado del mundo, de las calamidades, de los gritos que se elevaban mojados desde la calle.
Cuanto hasta entonces me definía era improbable, remoto y sin sentido; me había olvidado de todo —padre, madre, alarde, ejércitos, Granada—, menos de aquel presente, apremiante y cálido, reducido al cuerpo de una muchacha que se bebía y devoraba el mío una vez y otra vez. Era como si estuviésemos solos en una barca en medio de la mar. Amenazados por la desaparición y por la muerte, nos había asaltado la recíproca urgencia de gozar. No éramos sino dos náufragos que se amparaban uno en otro, y se reconocían dándose placer. Por las gateras quizá, o por las piqueras bajas de las palomas, se achicaba el agua casi insensiblemente. Una luminosidad amarillenta comenzó a dejar ver aquel lugar inverosímil. Adiviné el cuerpo que acezaba junto al mío. Me pareció el de una niña, pero, sin saber por qué, comprendí que no lo era. Casi con crueldad, lo poseí de nuevo.
Después, exhausto, debí quedarme un momento dormido. Entre sueños seguí oyendo el furor de la lluvia.
Luego, en un duermevela, percibí que amainaba. La disminución del estruendo casi me despertó. Alargué la mano para acariciar el suave cuerpo de la mujer, pero no estaba.
Su ausencia me despertó del todo.
Me senté en el suelo y no vi a nadie. Por un instante, dudé de que alguien hubiese estado allí conmigo. Más tarde, muchas veces, he pensado que no. Me levanté tambaleándome. La lluvia había cesado.
A partir de aquel desastre todo cambió en Granada. El pueblo, por sí mismo y por sus imanes, se convenció de que lo sucedido era un castigo con el que Dios había sancionado la soberbia de mi padre.
El propósito de éste, que no era sino el de deslumbrar a sus súbditos en vista de los impuestos y de las campañas del próximo verano, fracasó. Hubieron de aumentarse, con otra finalidad muy distinta, los tributos, y reducirse las pagas. La reconstrucción de lo destruido ocupó la atención de todos.
El pasado le pudo al porvenir: las muertes habían sido demasiado abundantes. La ciudad entera se sintió descontenta y sin ánimo. Los militares profesionales tuvieron que vender sus armas, y hasta sus caballos, para poder comer. Los astrólogos y los adivinos deducían los más negros presagios. Una sombra de desaliento y de pesimismo se extendía alrededor de la Sabica, de colina en colina. La tempestad, a la vez que el alarde, se llevó tras de sí las ilusiones y las esperanzas. Y mi padre, incapaz de reaccionar y sin fuerzas para resarcirse del infortunio, se deslizó por una cuesta abajo que le arrastraba hacia la perdición.
Ése fue el momento que aprovechó Soraya para imponer su dominio. Ella se convirtió en la única criatura que continuó tratando a mi padre sin recriminaciones, ni tácitas ni expresas. Lo agasajaba y fingía venerarlo como el hombre fuerte que había sido. Abul Kasim Benegas y ella llegaron a un acuerdo. Mi padre, salvo momentos esporádicos, más espaciados cada vez, abandonó el gobierno en manos del visir, y se refugió en los brazos de la favorita, que ya le había dado su tercer hijo. Cada día Soraya le arrancaba un nuevo privilegio a costa de mi madre; cada día, un nuevo bien para sus descendientes. La prosperidad de un súbdito dependía del grado de amistad o de sumisión que lo ligase con el visir o con la joven sultana. Los personajes de la corte medraban o se hundían según su devoción a ambos omnipotentes. Y ante tal situación, agravada por el recuerdo del pasado, nada tenía trascendencia: era fugaz la vida, y el presente nuestro único bien. Yo rememoraba la enajenada avidez que me había asaltado en aquel palomar la tarde misma de la aniquilación.