El manuscrito carmesí (16 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Pensé que, por mucho que viva, nunca podré lucir, aunque no sea más que por un instante, cada una de las prendas que allí hay —albornoces, aljubas, capellares, marlotas, mantos, qué sé yo— conservados en una mustia y sombría espera.

No lejos, miles de objetos disponibles para el ornamento de la corte y para la ostentación de los sultanes: almimbares de maderas de Oriente, guirnaldas de abalorios, ataifores de Damasco con incrustaciones de nácar, tibores de la China, copas de Irak, vasos de Tabaxir, cueros de Córdoba y una interminable serie de porcelanas, cristales y taraceas. Vi cientos de instrumentos musicales: dulzainas, bandolinas, guzlas, chirimías, trompas italianas, ajabebas, adufes, sacabuches, clarines, laúdes, cítaras, rabeles. Vi una multitud de pebeteros y de perfumes envasados; lámparas y candeleros incrustados de ágatas y ónices; espejos de plata, o de marco de oro y cerco de diamantes... A mis jóvenes ojos todo aquello se desplegaba como un sueño, o como un cuento de “Las mil y una noches” que pudiera tocarse.

Me llamó más la atención, sin embargo, algo que no brillaba: rimeros altos y resguardados de pergaminos y papeles carmesíes: los usados en la cancillería para la correspondencia oficial. Pregunté:

—¿Puedo llevarme alguno?

El Maleh, que me acompañaba, sonrió:

—No hay riesgo de que falsifiques ninguna carta regia: te falta el sello aún. Cógelos.

Cogí un pequeño montón. Tres años después comencé a escribir en ellos estas leves memorias.

En un corredor ancho, próximo a numerosas tiendas de campaña plegadas, de las que entreví el lujo y los colores, un hormiguero de relojes de arena, de complicadas clepsidras que miden el tiempo con el agua, de largos telescopios, de astrolabios, de brújulas, de artefactos que había visto en casa del médico Ibrahim, de extraños útiles de alquimia, de sopletes, de retortas, de matraces, de tablas geométricas, de aparatos y mecanismos cuya finalidad y funcionamiento yo ignoraba y aún hoy sigo ignorando.

Y en estanterías adosadas a paredes más lisas y protegidas por cueros, antiguos manuscritos y libros esmerada y lujosamente encuadernados. Los miré con ojos compasivos al encontrarlos tan fuera de su destino de estudio y de lectura. Y en mi interior les dije: ‘Cuando reine, si reino, os subiréis conmigo. En vosotros reside la única majestad’, y me despedí de ellos, sin poder desplegar mi mirada de su significado: porque ellos son la huella y la manifestación de la sabiduría, de las ciencias que nos han hecho célebres en la historia del mundo, de la literatura que alberga las palabras de amor y de tristeza por las cuales los hombres pueden quizá salvarse.

No obstante, aún me quedaba por ver lo más fantástico. Tras una puerta que sólo se abre con cinco llaves, cada una de las cuales custodia un alguacil distinto, está la habitación del tesoro real. En el centro, una luenga mesa con tablero de ágata y patas de oro. Sobre ella y a los lados, vasijas de cristal donde se depositan, ordenadas por tamaños y colores, la mayor cantidad de piedras preciosas que sea dado imaginar. A pesar de la oscuridad que reina allí dentro, al moverse la luz de la antorcha que El Maleh llevaba, se producía un verdadero incendio frío. Soy incapaz de transcribir la diversidad de piedras sin montar que allí arden, ni de aventurar su número.

Sus ofuscantes destellos mariposeaban, latían, se apagaban, bullían de un lado a otro, se contagiaban prendiendo y saltando de una a otra vasija.

A un extremo, en arcones, cofres y talegos de piel, se apiñan las monedas acuñadas de oro y plata, así como bolsas repletas de oro en polvo, en lingotes y en barras.

Al extremo contrario, las alhajas de los sultanes y de las mujeres de la casa real: diademas, brazaletes, arracadas, sartales, ajorcas, herretes, todo cuanto la jactancia crea para embellecer o para provocar una impresión de majestad y de opulencia. En lugar de sentirme atraído por tales galas, en que se había holgado el deseo y el arte de muchos hombres y mujeres ya fenecidos, sentí por lo que sobrevivió a sus propios dueños sólo desdén.

Acaso porque, acumulados en una cantidad sobre toda medida, perdían aquello que verdaderamente aspiraban a ser: únicos, irrepetibles y ensalzadores de una persona sola e irrepetible también. Al estar barajados unos con otros y constituir un apretado hervidero de esplendores, semejaban un montón de baratijas como las que se ven en un bazar cualquiera, susceptibles de servir para la colección y el intercambio de los niños. Y tal vez nunca fueron más que eso.

El Okailí, a quien expuse el juicio que me merecía el tesoro, me habló de la ilimitada insensatez de la ambición humana. Pero, por una parte, yo noté que no quería enemistarse con la tradicional actitud de sus reyes, y, por otra, que aquella insensatez le atañía también a él muy seriamente, ya que era aficionado a sortijas y joyeles. A mí, no obstante, la visita me sirvió como cura de asombros y como prevención; igual que el niño que entra a trabajar en un obrador de pastelería y, al primer atracón, deja de soñar con los dulces y empieza a aborrecerlos.

El Okailí prefirió desviar la conversación de las joyas y tratar de las armas. Me dijo:

—Aunque no es misión mía adiestrarte en el arte de la guerra, debes saber que, entre nosotros, las artes y las ciencias no están separadas del todo, y que la poesía, un aire aromado y cálido, a todas las impregna. Voy a darte una prueba. Abu Bakr al Sairafi, un antiguo poeta, se permitió aconsejar a los almorávides, después de una derrota asestada por los cristianos, la secular estrategia de los musulmanes andaluces. Porque nadie mejor que los guerreros nativos, buenos conocedores de las geografías y de los climas y del carácter de sus enemigos, para acertar en la técnica bélica que ha de ser empleada. áEl infeliz El Okailí miraba asimismo al pasado, sin echar de ver que quien renovase las antiguas técnicas e incorporase las novedades, apostadas ya en el umbral, sería precisamente el que habría de cantar la victoria definitiva, si es que la hay. Dice Al Sayrafi a su imaginario interlocutor, uno de los invasores ortodoxos que soñaron con ser los propietarios del paraíso andaluz:

“En cuanto a la estrategia, te brindo los recursos por los que los reyes de Persia se apasionaron y triunfaron mucho antes que tú.

No pretendo ser un entendido, pero acaso mi compendio animará a los creyentes y les será beneficioso.

Vístete una de aquellas cotas de malla doble que Tuba, el hábil artesano, recomendaba.

Toma una espada india, delgada y cortante, pues es la que hace más mella en las corazas, y taja con más nervio que las otras.

Monta un corcel veloz, que sea como una fortaleza bien guarnecida contra la que nadie puede nada.

Parapeta tu campamento cuando te detengas, ya sea que persigas al enemigo como vencedor, ya sea él quien te persiga a ti.

No atravieses el río; acampa mejor a su orilla, de manera que separe y proteja del contrario tu ejército.

Entabla la batalla al atardecer, cuando tengas la certeza de apoyarte en una bravura denodada como un sostén inquebrantable.

Cuando los dos ejércitos se encuentren con escaso espacio en la liza, que lo amplíen las puntas de las lanzas; cuando hayas de atacar, hazlo al instante: cualquier indecisión es una pérdida de posibilidades.

Elige como exploradores a hombres intrépidos, puesto que en ellos es tan natural el valor que nunca te defraudarán.

Y no escuches jamás al embustero que pretenda alarmarte: nadie ha obtenido nunca ni sabia ni útil opinión de un mentiroso”.

Aún me sé de memoria esos versos. Unas veces los puse en práctica y otras no. Pero, poniéndolos o sin ponerlos, en pocas ocasiones obtuve la victoria. Quizá no aprendí a distinguir entre el mentiroso y el prudente. Y he perdido la fe en consejos de poetas. Casi puedo decir que he perdido, en general, la fe en los consejos.

De otro lado, Abul Kasim Benegas (descendiente de los Egas de Córdoba, de linaje cristiano, aunque esto se disimulaba, de la familia de los Ceti Meriem, y uno de los hombre más enrevesados y codiciosos que he conocido, y he conocido muchos más de los que quisiera) comenzó en seguida a ocuparse de mi formación política.

Si esta expresión se hubiese de entender en su peor sentido, probablemente no habría encontrado un maestro mejor. La teoría y la práctica eran en él irreconciliables enemigas. Aún adolescente, yo me pasmaba de que mi padre tuviese a su servicio —más, de que se confiase por entero— a un personaje como aquél, favorecedor de sus amigos y clientes, y rival acérrimo de una familia decisiva como la de los abencerrajes.

—El buen gobernante —me dijo la primera mañana— ha de ser el hombre más sabio y el más agudo.

Yo me consideré imposibilitado de alcanzar esa meta, y reconocí para mis adentros que nunca iba a estar dispuesto para el trono. Sin embargo, Benegas continuó, después de una sonrisa:

—Aunque no lo sea, pronto llegará a serlo, porque bajo él surgen y se despliegan todas las sabidurías, florecen todas las inteligencias, tienen su antro todas las marrullerías y se instalan todas las querellas. En un día sólo, el gobernante puede adquirir una experiencia mayor que el resto de los hombres durante toda su vida.

Como afirmó Omar Ibn Abdelasís, Dios haya tenido misericordia de él: ‘No engaño yo a nadie; pero ningún engañador podrá engañarme a mí’. Quien sabe lo que es el mal y cómo son los malvados, está en una situación inmejorable para precaverse de ellos.

Yo lo acechaba tratando de adivinar el porqué de una chispa de sorna que veía en sus ojos; pero, apenas él percibía el propósito de mi mirada, la chispa se extinguía.

—El principio de toda pericia es tener claro que se sabe lo que de veras se sabe, y que se ignora lo que de veras se ignora. De ahí que el príncipe, como el otro día te previno tu padre, haya de instruirse con todo lo que observe; deducir enseñanzas de todo lo que oiga; mantener siempre una actitud digna sin dejarse arrastrar por sus pasiones —no podía yo evitar, al oír esto, la imagen de Soraya—, ni por los encrespamientos de su cólera; hablar con sinceridad y cumplir sus promesas; ganarse con su comportamiento el respeto de todos; no avergonzarse de preguntar, si tiene alguna duda; no resignarse a aceptar lo que no sea justo, y medir el grado de sus fuerzas, porque, cuando se dispara, lo que se pretende no es ir más allá del blanco, sino alcanzarlo.

La norma suprema consiste, por tanto, en conocer cuál sea el impulso necesario y suficiente para lograr cada objetivo.

Al escucharlo hablarme así, yo juzgaba que aquellos consejos no eran para un príncipe, sino para un hombre cualquiera, y que quizá el príncipe tendría que ser simplemente el mejor de los hombres comunes y no el hijo de un rey.

—Me alegra que tu padre, antes de tomar una determinación irrevocable, haya querido que progreses en el arte de la política. Porque ninguna designación es oportuna y válida si el designado sustituye a quien lo designó sin haberse provisto de la necesaria experiencia.

Confía en mí para aprender, Boabdil, con la misma firmeza que tu padre confía en mí para gobernar.

Yo siempre tengo presente, por lo que a mí respecta, las cuatro faltas en que puede incurrir el ministro de un príncipe virtuoso: la petulancia, si interviene cuando nadie le ha pedido su opinión; la cobardía, si no contradice a su dueño cuando éste obra mal; la timidez, si no se atreve a expresar su juicio cuando se le solicita; y, sobre todo, la imprudencia, si habla sin haber examinado antes el estado de ánimo del príncipe. Un ministro que no incurra en tales defectos será el mejor amigo de su rey. Y no olvides, Boabdil, que el amigo mejor no es el que te acompaña en la adversidad, sino el que te impide incurrir en ella.

Porque la ausencia de amistad, o sea, la soledad en que el poderoso se encuentra, es más grave y más radical que la de otro hombre alguno. En primer lugar, porque ha de mantenerse distante de quienes lo solicitan por interés y de quienes lo halagan y rodean para obtener beneficios. En segundo lugar, porque los honestos que debería tener a su lado suelen alejarse impelidos por su delicadeza, su discreción y su dignidad. Y en tercer lugar, porque no ha de dejar traslucir esa soledad, ni mostrar ante nadie que es débil por ella, porque será aprovechada para que el resentimiento de quienes lo circundan trate de destruirlo. Por eso no te lamentes nunca delante de quien no esté comprometido en lo mismo que tú, porque, o se desentenderá de lo que le comunicas, o te expondrás a sus agravios. Ni siquiera expongas a la gente tu juicio sobre un tema, porque será inútil empeño y una pérdida de tiempo. Si aconsejas a un sabio en contra de su opinión, se retraerá de ti; y si a un tonto, sólo conseguirás perder su afecto por completo sin mudar su carácter. Dar consejos es, pues, tan peligroso como pedirlos, porque no hay instrucción que sea a la vez del gusto del maestro y del discípulo. Y te lo digo yo, que he sido nombrado tu maestro. Porque un consejo dado y no seguido hace que quien lo dio se sienta humillado y cambie de postura; y, si fue seguido con éxito, quien lo dio se sentirá con derechos como contrapartida de su acierto. Por eso hay un refrán que dice: ‘Nadie te rasca la espalda como tus propias uñas’, y otro que dice: ‘Ningún creyente se deja picar dos veces por el escorpión escondido bajo una misma piedra’.

La política, querido príncipe, es, en lo más profundo, la sagacidad de saber elegir el mal menor, y de saber convencer a los súbditos de que cualquier resolución es un hecho consumado.

Mientras peroraba Benegas, entusiasmado con su propia oratoria, yo lo atendía con aplicación, no porque él me dijera lo que en realidad pensaba (salvo algunas excepciones más bien involuntarias), sino porque yo pensaba en la utilidad de lo que él me decía (acaso a su pesar). Al ponerme en permanente guardia contra los demás, me ponía en guardia también contra él mismo. Yo no le llevaba nunca la contraria; le formulaba cuestiones simples, cuya respuesta preveía; fortalecía su creencia en que yo no era muy advertido, ni llegaría a serlo nunca; procuraba acomodarme a sus palabras para que, ante mi mansedumbre, que le era tan conveniente como posible sucesor (posible sucesor yo de mi padre, y él de sí mismo), informara benévolamente al sultán. En una palabra, yo obraba como el enfermo que se traga el brebaje no tanto para librarse de la enfermedad cuanto, por lo menos, para librarse del médico.

‘Tu tío habría hecho un buen rey’, le oí un día a mi madre. Y cuando más tarde mi padre comenzó a actuar con tanto desacierto, toda Granada fue de la misma opinión.

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