Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Dijo Yusuf:
—Parecen muñecos mecánicos a los que hubiesen apretado un resorte para echarlos a andar. Creo que debajo de tanto hierro no hay nada.
—Ojalá no lo hubiese —comenté yo riendo—. En ese caso se habrían terminado las guerras.
—Y sin guerras, ¿de qué serviríamos nosotros? —preguntó mi hermanastro Nazar.
Nos hablan desde pequeños en Granada del mal gusto de los castellanos; de la tristeza de sus vidas y de sus muertes, referidas a una eternidad amenazadora de la que no tienen testimonios y a la que todo lo sacrifican; de la incomodidad de sus edificaciones de piedra, de las frías espadañas y de las campanas de sus iglesias tan inhumanas; de su mal olor y de su suciedad; de su rechazo de los baños como pecaminosos; de sus vestidos, pardos y rudos, como para estar de continuo en campaña y confundirse con su árido paisaje; de la dureza que persiste en sus gestos hasta cuando pretenden ser amables, y en sus ropas hasta cuando pretenden imitarnos aligerándolas. Pero a mí nunca me han parecido inamovibles tales afirmaciones.
A la mañana siguiente El Maleh me condujo al Salón de Embajadores. Me situó en el habitáculo del centro, a la derecha y detrás del lugar regio, para que pudiera atisbarlo y oírlo todo. Tras las cristaleras se divisaba, vibrante, un Albayzín fantástico, pintados sus blancos por los colores del cristal. La corte, fastuosa y resplandeciente, se extendía según el protocolo hasta los rincones del salón. El artesonado de los Ocho Cielos, arriba, era lo único inmóvil y mudo. Yo me entretuve mirando un ánfora dentro de la taca de la izquierda, según se entra desde la Sala de las Bendiciones.
Fresca y bella, aislada y perfumada, como una dádiva de la naturaleza incrustada en aquel minúsculo templo. Contemplaba el techo de la taca de madera labrada, su piso de mármol, sus mínimas paredes de cerámica y de estuco; palpitaba a mis ojos el alicatado blanco y negro, y casi no percibía el filo verde, ni las yeserías que semejaban mármol en la fría mañana...
Desde el gran arco se esparció un murmullo entre los asistentes: mi padre entraba. Se iluminó el salón con su presencia. ¿Me miró al acercarse? En cualquier caso, no me vio. Se sentó con una dignidad imposible de adquirir. Sobre los almohadones, era una inasequible pirámide de oro y seda. A través del encaje de las ventanas que coronan las alcobas, penetraba el día con su luz plateada. Yo había empezado a leer en la cornisa más próxima los versos de Ibn al Yayab:
“Desde mí te dan albricias, al orto y al ocaso, las bocas de la dicha, de la amistad y el gozo”.
Y pensé que, a pesar del lujo que lo disfrazaba, aquello era como el campamento de una tribu nómada: la cercanía del oasis representado por la alberca del patio con sus arrayanes, las pequeñas jaimas confluyendo hacia la alcoba del sultán, la cúpula inmensa en que se reflejaba el cosmos y los símbolos celestes. Ibn Jaldún se avergonzaría al comprobar hasta dónde habían decaído las virtudes beduinas: si hicieron esto con su vigor nativo, con su desarraigamiento y con su arquitectura de tapial, ¿qué quedaría de sus ideales, de su austeridad y de su fe?
Cuando aparecieron los cristianos me imaginé que ellos se hallaban más cerca que nosotros de aquellas antiguas costumbres. Y me estremecí; pero seguí leyendo:
“Arriba se despliega la cúpula excelsa; nosotras somos sus hijas; no obstante, me cabe a mí más gloria y más honor, porque soy el corazón y ellas los miembros, y del corazón sacan su fuerza el alma y el espíritu”.
Los cristianos se inclinaron en una sola reverencia, y mi padre les mandó alzarse con un gesto de los dedos. Lo vi destelleante y único como el sol.
“Si mis hermanas son los signos del Zodíaco, en mí y no en ellas es donde el sol esplende” —decía, en efecto, la inscripción—.
“Mi señor Yusuf, valido de Dios, me ha revestido con galas de honor y de honra incomparables.
Me convirtió en el Trono del Reino, cuya gloria custodian, por la luz, el Asiento y el Trono celestiales”.
La luz acariciaba y se multiplicaba en los brocados, se entretenía en los oros, se deslizaba sobre los marfiles. Los cristianos rebullían, desconcertados, en medio de aquel cuadro; pero sólo unos instantes, hasta que mi padre les dio permiso para hablar. Entonces las cabezas y los tocados de los cortesanos se ladearon, convergieron o se separaron entre bisbiseos.
De los cristianos únicamente dos llevaban barbas. Casi ninguno tendría más de treinta años. Por su tez clara, todos parecían rubios. Se habían vestido, para destacar menos, con lujosas ropas de tonos vivos. Sin embargo, se adivinaba bajo ellas el almidonamiento del que se encuentra incómodo; sonreí al descubrirlo. Detrás de los dos embajadores, me llamó la atención el dueño de unos ojos vivaces en un rostro armonioso, rodeado de una corta melena de color castaño.
Un muladí inició su tarea de trujamán. Yo di con cautela dos pasos para ver mejor el perfil de mi padre, concentrado y benigno al mismo tiempo, impenetrable y amistoso. Y comprendí que las monarquías son hereditarias porque se tarda mucho en aprender ciertos gestos; porque no se improvisa la majestad, sino que se lleva en la masa de la sangre. Traducía el muladí: mi padre había mandado sus embajadores a Sevilla para firmar una tregua; pero exigió que fuera reconocida su parigualdad con los reyes cristianos, y que la firma fuese de poder a poder, sin haberles otorgado autoridad para obligarse al pago de tributo ninguno.
Los embajadores presentes, encargados de confirmar las treguas ahora en Granada, reclamaban el cumplimiento de los antiguos compromisos de vasallaje y el pago de las parias atrasadas, e invitaban a mi padre a que en las nuevas cláusulas de paz constaran los tributos de sumisión correspondientes.
El discurso fue extenso y sinuoso. El orador no se atrevía a expresar con absoluta claridad lo que debía expresar. Con un fruncimiento de cejas, lo animaba el intérprete a dejarse de circunloquios en una corte donde los circunloquios eran la norma. Se escuchaba, impreciso, el murmullo de los comentarios cortesanos. Un asomo de sonrisa aleteó en la boca, carnosa y algo infantil aún, del dueño de los ojos vivaces. Su nariz y su frente eran ya adultas; pero su boca y su barbilla, no.
—¿Quién es? —le pregunté a El Maleh en un susurro.
—Gonzalo Fernández de Córdoba —me contestó—: la esperanza cristiana.
Todo lo detuvo un parpadeo de mi padre, que suspendió a la concurrencia, e hizo trastabillar al trujamán. Apenas concluida la perorata, mi padre levantó con irresistible lentitud la cabeza. La corte entera se dispuso, cambiando de postura, a escuchar otro largo discurso de respuesta: un discurso más largo que el de los embajadores, en el que mi padre aplazara las treguas, escondiera su voluntad entre enjoyadas frases, se justificara, y agotase la atención de los oyentes para poder, con más facilidad, burlarlos. Sin embargo, mi padre, brillándole igual que ascuas los ojos verdinegros a los que tanto se asemejan los míos, sencillamente dijo:
—Trasladad mi contestación a quienes os envían: ‘Han muerto ya los reyes de Granada que pagaban tributo; también han muerto los reyes de Castilla que los recibían’. Y añadid: ‘En las cecas en donde se acuñaba la moneda de las parias, se forjan hierros hoy para impedir que se sigan pagando’.
Ahora —agregó levantándose—, tened a bien, señores, aceptar mi hospitalidad.
Mediaba el mes de enero, y era el frío muy grande. Yo no lo había sentido en toda la mañana. Al final, casi sentí calor.
No bien transcurrió un mes desde la partida de los embajadores cuando mi padre convocó a los príncipes a la Sala del Consejo.
Cuando llegué yo con Benegas estaban ya reunidos los demás visires y los altos cargos de la cancillería. Con la mano y una sonrisa me saludó mi tío Abu Abdalá.
—La única manera —comenzó mi padre, y me miraba— de que nos respeten los cristianos es demostrarles nuestra fuerza. Granada estuvo con frecuencia regida por sultanes blandos cuya pasión era disfrutar de todos los placeres con menor o mayor mesura, y hasta sin ella.
Hemos de probarles que esa parte de nuestra Historia ha concluido.
Como primera providencia, me propongo hacer un recuento de las tropas de que disponemos, y exhibirlas en un alarde que enorgullezca a nuestro pueblo. Porque temo que esté más convencido cada día de que asiste al ocaso andaluz.
Mandó abrir un mapa que se hallaba plegado delante de él, y prosiguió:
—Me he ocupado de que nuestros castillos fronterizos se aprovisionen bien. Innumerables son las torres atalayas que avizoran los movimientos de los cristianos, que tanto las codician. Aquí veis los límites protegidos del Reino: por el Sur, desde Vera hasta Algeciras; por el Este, Guadix y Baza; por el Norte, las fortificaciones que lindan con Jaén y su territorio; por el Oeste, desde la Serranía de Ronda hasta el Estrecho. Por mi orden, se prenden en las torres vigías cada noche fogatas que alientan y reposan los ánimos de los vecinos al comprobar que su emir se desvela por ellos.
Mi voluntad es abrir una época en que, de la atolondrada defensiva con que hasta hoy nos hemos conformado, pasemos a una ofensiva que se lucre de las penosas circunstancias en que se desenvuelve el enemigo.
De ahí que, para hacer visible mi decisión, proponga ese alarde grandioso —se plegaron sus párpados; no se puede decir que sonriera—. Sin ocultaros que tal exhibición y su gran costo justificará ante el pueblo los nuevos impuestos que preveo y que la coyuntura legitima.
Desoyendo la última frase, intervino mi tío:
—¿No será muy expuesto concentrar en Granada los ejércitos?
La ciudad rebosa de espías que, al mismo tiempo que nuestro poderío, transmitirán la debilitación de la frontera durante los desfiles.
—El alarde se hará en fechas sucesivas, y no desguarneceremos ninguna plaza totalmente. Se realizará, y os lo comunico para que así lo dispongáis, en el primer mes del nuevo año. Mientras dure, será fiesta en Granada. Se admitirá en ella a los habitantes de los pueblos cercanos, y los demás gozarán de turnos y de festividades. Se habilitarán fondas y mezquitas. Desde los extremos del Reino concurrirá lo más selecto y bravo de nuestras huestes. Y, en la Puerta de los Pozos, yo presidiré cada mañana los desfiles —su rostro brillaba y parecía haber aumentado su estatura—; saludaré a mis generales y a mis soldados, y seré saludado con fervor por ellos.
Nos reconoceremos todos y nos abrazaremos. El contagio de nuestro calor y nuestra fraternidad entusiasmará al pueblo. Y nos bendecirá Dios, puesto que somos los paladines de la fe.
Desde ese mismo día se iniciaron los preparativos. Se dispuso un estrado con escalones en la Puerta Algodor, no lejos del campo donde los caballeros jugaban a la tabla y a la sortija. La población heterogénea de los zocos, que es la primera en reunirse cuando hay una festividad entre nosotros, comenzó a subir las laderas de la Sabica: vendedores ambulantes, prestidigitadores, narradores de historias, equilibristas, mendigos, domadores de animales, encantadores de serpientes, ciegos y lisiados verdaderos o falsos con sus escoltas infantiles, casamenteros, dueños de garañones para cubrir las yeguas, todo el mundo abigarrado e innumerable que se había tratado de reducir a la alcaicería o al zacatín de la ciudad.
Hasta nuestras habitaciones de la Alhambra ascendía, desde el amanecer, el sordo ruido del gentío que aumentaba cada mañana. Allí mismo, de día en día más cerca, se rezaban las oraciones, se verificaban los contratos, se administraba justicia, e incluso se impartían las clases de la madraza. Y mi padre, antes del mediodía, comparecía ante el pueblo en el pabellón construido por los alarifes, y nos hacía comparecer a nosotros para que el gentío conociera y se acostumbrara a sus jóvenes príncipes.
Yo, por las tardes, me acercaba a la Puerta de los Pozos, a menudo con mi tío, que meneaba dubitativo la cabeza ante el batiburrillo alborotado y vociferante en que la celebración se concretaba.
Apoyaba su mano sobre mi brazo o sobre mi hombro: yo había crecido y era casi tan alto como él. A su cargo se hallaban entonces las tropas mercenarias, ya decaídas, pero que fueron durante mucho tiempo el sostén —y el peligro— del Reino. Al principio se redujeron a los Voluntarios de la Fe; luego se acrecentaron con los rebeldes y los descontentos de los sultanes africanos: gente tosca, altanera, permanentemente descontentadiza y muy propensa a asonadas y a pronunciamientos. Su comandante había de ser esencialmente fiel; mi tío resultaba el más idóneo con creces.
(Yo oscilaba entre admirarlo más por su gallardía y su valor, o por su fidelidad.) A esos turbios soldados los cristianos solían llamarlos los gomeres, y ellos dieron su nombre al palacio de las recepciones.
El ejército de los andaluces —desde el Algarve a la Ajarquía habían acudido todos a la convocatoria del emir— inauguró, con su animación y su gracia de siempre, la primera jornada del alarde. A su cabeza, Aliatar, el alcaide de Loja, el anciano más garrido y más amado del Reino, el padre de Moraima, que había de ser mi esposa y yo aún no conocía. Lo recuerdo a caballo, erecto lo mismo que un alminar, arrogante y de blanco, besuqueándole el viento el rapacejo de su almaizar. Se aproximó al estrado. Mi padre, sobre un caballo negro azabache, ante tres alazanes de respeto que sostenían por la brida tres esclavos negros, le dio la bienvenida con los ojos.
Aliatar se inclinó para besarle la rodilla. Mi padre lo contuvo y lo abrazó con gesto cariñoso.
El ejército estaba al mando de los amires o generales, que conducían las grandes banderas, cuyo contingente era de cinco mil soldados. Bajo ellos, los caídes, que mandaban las pequeñas banderas, de mil hombres cada una; después, los estandartes, de doscientos hombres; las banderolas, de cuarenta, y los banderines, de ocho cada uno. Las telas de colores brillantes cantaban y gallardeaban con la brisa.
La multitud vitoreaba a los caballeros, excitada y contenta de pertenecer a un reino que poseía tan hermosos caballos, tan ágiles jinetes y tan disciplinadas compañías. Los caballeros andaluces procedían de las distintas ciudades y, dentro de ellas, de barrios o de tribus diferentes, cada cual con su enseña y sus guiones. Sus paisanos eran los fervorosos cantores de sus glorias, los incesantes ponderadores de sus méritos, y apostaban con los de otros lugares a quién correspondería la mayor perfección en el desfile.
Tras los andaluces, la mezcolanza de pasos, teces y músicas de los gomeres. Después, la guardia personal del sultán, la más rígida y respetada de las formaciones, constituida por renegados de origen cristiano, con túnicas blancas y capotes negros. Y detrás de ella, los monjes guerreros, que habitaban en ermitas fronterizas, o en morabitos dedicados a algún santo o un mártir. Los asistentes enmudecieron ante su aire huraño, su aspecto descuidado y polvoriento, el fanático brillo de sus ojos, y el modo desatento y soberbio con que gobernaban sus cabalgaduras...