Con el tiempo procuramos resolver nuestras diferencias y recuperar el antiguo estado de felicidad conyugal, y aunque convinimos en no volver a hablar del asunto, mi infidelidad quedó flotando entre ambos como un feo nubarrón. Día tras día, en cualquier conversación que mantuviéramos, por nimia que fuese, éramos conscientes de que aquello que no nos atrevíamos a mencionar ocupaba nuestra mente por completo. Céline siempre estaba ensimismada, mientras que yo me sentía desdichado y culpable. Por mis actos irresponsables nuestras relaciones íntimas perdieron intensidad, y abandonamos cualquier tipo de complicidad. Jamás me había encontrado en una situación así: me había portado muy mal con una persona, ésta me había perdonado y, pese a todo, en mi fuero interno sabía que el daño estaba hecho y nunca volveríamos a ser los de antes. No encontraba el modo de expiar mi crimen.
—Quizá vaya siendo hora de que pensemos en tener hijos —sugerí una tarde mientras jugábamos una partida de cartas tranquilamente.
Se trataba de una idea descabellada cuya intención no era otra que volver a unirnos, cuando en el fondo sabía que acabaríamos separándonos.
Céline me miró sorprendida y tiró el as de espadas sobre mi rey mientras negaba con la cabeza.
—Quizá podríamos irnos de viaje juntos —repuso como un eco.
Y así lo hicimos. Aunque no lo confesamos, ambos sabíamos que ese viaje constituiría el último intento por salvar nuestro matrimonio, superar agravios y olvidar el pasado. Decidimos ir a Madrid, y durante el viaje Céline propuso hacer un alto de unos días en París para visitar a su hermano. Ese cambio de última hora marcaría todo un período de mi vida y me llevaría a presenciar el acontecimiento más extraordinario de las postrimerías del siglo XIX.
Había conocido a mi cuñado la misma noche de 1888 en que me presentaron a Céline, pero, debido a la distancia que nos separaba y a que él mantenía escasa relación con su hermana, en los últimos años apenas nos habíamos visto. Aunque junto con el título de barón de Coubertin había heredado una gran fortuna, Pierre trabajaba para el gobierno francés y estaba a cargo de varios proyectos, en su mayor parte de naturaleza artística, encaminados a promover la vida cultural del país antes que a sanear su economía. Con Céline tenía un trato mínimo pero muy cordial, y la noche que llegamos a París —el 24 de noviembre de 1892— hacía más de año y medio que no se veían. Céline le escribía regularmente y le contaba la vida que llevábamos en Bruselas, el prolongado éxito que había obtenido
Una muerte necesaria
y el estrepitoso fracaso de su sucesora,
La caja de los puros
, que puso punto final a mis pretensiones creativas. Las navidades anteriores habíamos recibido una tarjeta del barón en la que nos felicitaba las fiestas y nos comunicaba que seguía feliz y atareado en Francia. Aparte de eso, no sabíamos nada de él ni de su trabajo. Dado que íbamos a permanecer en París varios días, acordamos cenar con él una noche, y fue durante esa cita cuando nos informó de los grandes planes que tenía en mente.
Pierre era un hombre de mediana edad y lucía un bigote negro con unas puntas largas y enroscadas que se le disparaban a un lado y otro de la cara, como el que Salvador Dalí llevaría a mediados del siglo XX. Medía casi un metro noventa, pero estaba delgado y fuerte gracias a que seguía una dieta estricta y hacía ejercicio todos los días, religiosamente.
—Me levanto a las cinco y media de la mañana —me contó ante un lenguado mientras cenábamos en un caro restaurante donde todos los camareros parecían conocerlo y lo trataban con suma deferencia— y me doy un baño de agua fría, que me revitaliza y prepara para las actividades matinales. Después hago cien flexiones, cien abdominales y otros ejercicios para tonificar los músculos, y a continuación doy una vuelta de veinte kilómetros en bicicleta por la ciudad. Al volver a casa me doy otro baño, esta vez de agua caliente, para evitar posibles distensiones musculares, acabo mis abluciones matinales, y a las nueve en punto estoy listo para acometer el trabajo de la jornada. No te imaginas lo bien que empiezas el día siguiendo un programa así. ¿Y qué me dices de ti, Matthieu? —me preguntó de pronto—. ¿Qué actividad física prefieres?
Logré callarme lo primero que me vino a la cabeza y, tras un instante de vacilación, di con una respuesta educada.
—Bien, he jugado un poco al tenis. Al parecer no tengo mal revés, aunque mi saque es de vergüenza. Debo admitir que los juegos de equipo nunca han sido lo mío. Prefiero poner a prueba mis habilidades solo o compitiendo individualmente contra otros, como en el atletismo, la esgrima, la natación y deportes así.
En cuanto Pierre empezó a hablar de su tema favorito ya no hubo manera de pararlo. Más tarde descubrí que podía pasarse horas ponderando las ventajas de una vida dedicada al deporte, desde un punto de vista no sólo individual, sino también social, debido a las cualidades inherentes a las actividades de naturaleza competitiva. Su entusiasmo me pareció interesante y poco común, pues hasta entonces nunca me había preocupado por ese aspecto de la vida. Al haber sido bendecido con una buena constitución y probablemente el cuerpo más fiable de la historia de la humanidad, siempre he estado en forma y nunca he necesitado seguir una tabla de ejercicios. En realidad, el único esfuerzo físico que hago regularmente es andar, pues en toda mi vida sólo he tenido coche una vez, y apenas lo utilizaba, y en general el transporte público me agobia.
Charlamos un poco de Céline y nuestro viaje a Madrid, sin aludir a mis escarceos amorosos, razón de ese último esfuerzo por recuperar la armonía conyugal, hasta que Pierre pareció aburrirse de la conversación y se quedó ensimismado mirando su copa de brandy. Cuando le preguntamos si le pasaba algo, explicó que al día siguiente iba a dar una conferencia importante en la Sorbona y que se sentía inquieto por ese motivo.
—Constituye la culminación de estos últimos años —declaró. Dejó el puro en el cenicero y se puso a gesticular con las manos mientras continuaba—: En la conferencia de mañana voy a proponer una idea que se me ha ocurrido y que, en caso de que se acepte, me llevará a asumir el proyecto más extraordinario de mi vida.
Lo miré intrigado.
—¿Puedes explicarnos de qué se trata? ¿O debes mantenerlo en secreto hasta mañana por la tarde? A esas horas tu hermana y yo estaremos viajando a Madrid y quizá nunca nos enteremos.
—No te preocupes, Matthieu, oirás hablar de ello, no tengo la menor duda. Siempre y cuando mañana logre convencer a todo el mundo de que es una buena idea, claro. Veréis… —Se inclinó y Céline y yo hicimos lo propio, formando un triunvirato de conspiradores que me pareció muy apropiado para ese momento—. Hace un par de años una institución gubernamental me encargó un estudio sobre diversos métodos de educación física con vistas a reintroducir un currículo deportivo en nuestras escuelas. La tarea, que no era difícil, me entusiasmó, fascinado como estaba por los diferentes métodos de mantenimiento físico que se practican en todo el mundo. En el curso de mi investigación conocí a muchas personas que pensaban igual que yo, y eso me condujo a la conclusión que presentaré mañana en la conferencia. Seguro que habéis oído hablar de los Juegos Olímpicos.
A juzgar por su expresión, Céline nunca había oído hablar de ellos, y en cuanto a mí, distaba de ser un experto en la materia.
—A ver… —empecé con cautela, pues apenas conocía su historia e ideales—. Sé que se celebraban en la Grecia antigua… unos cien o doscientos años después de Cristo. ¿Me equivoco?
—Más o menos. —Pierre esbozó una sonrisa—. Para ser exactos, los Juegos Olímpicos se iniciaron unos ochocientos años antes de Cristo, de manera que sólo te has equivocado en un milenio, y concluyeron definitivamente en el siglo cuatro de la era cristiana, cuando el emperador romano Teodosio I promulgó un decreto prohibiendo su celebración. —Mientras soltaba nombres y fechas que tenía impresos en la memoria fue animándose cada vez más—. Por supuesto, durante estos últimos mil cuatrocientos años no se han olvidado por completo —concluyó en un momento en que con su erudición había eclipsado no sólo nuestra ignorancia sino nuestra misma presencia en la mesa—. Supongo que conoceréis las referencias a los Juegos que hace Pindaro.
No las conocía, pero asentí para que continuara.
—Antes ha habido gente interesada en instaurar una versión contemporánea de los antiguos Juegos. En Inglaterra conocí a un hombre, un tal doctor William Penny Brooks (no me extrañaría que hubierais oído hablar de él), que fundó la Sociedad Olímpica de Much Wenlock. Aunque su proyecto suscitó cierto interés, al parecer no encontró a nadie que lo financiara. Ha habido otros antes y después de él, claro: Muths, Curtius, Zappas en Grecia, etcétera. Pero fracasaron porque no eran proyectos internacionales. De eso voy a hablar mañana por la tarde en la Sorbona. Propondré la creación de los Juegos Olímpicos de la actualidad, con participación y financiación internacionales, no sólo por mor de la excelencia personal y los logros deportivos, sino también para promover la concordia y la colaboración entre todos los países. Matthieu, Céline —al llegar a este punto Pierre parecía eufórico—: mi intención es restablecer los Juegos Olímpicos.
Al final nuestro matrimonio fracasó. No llevábamos mucho tiempo en Madrid cuando fuimos conscientes de que éramos incapaces de superar el asunto de mi infidelidad, de modo que decidimos separarnos de forma amistosa, aunque apenados. Presenciar el fin de la relación me dolió, pues me había propuesto que durara toda la vida, si no la mía al menos la de Céline, y me maldije por mi aparente incapacidad para ser leal a una mujer o mantener una relación sana y exitosa. Le supliqué que me diera otra oportunidad, pero la había decepcionado y se sentía traicionada. Cuando nos separamos abandoné España como alma en pena y viví en Egipto una temporada. Allí invertí capital en la construcción de edificios de bajo coste en las afueras de Alejandría, lo que supuso mi primera incursión en negocios no relacionados con el arte. Entonces la ciudad atravesaba una época de prosperidad y crecía de forma imparable; cuando vendí mi participación, obtuve un beneficio neto de casi dos millones de dracmas, toda una fortuna en aquel tiempo. Si iba con cuidado, podría vivir el resto de mis días de ese dinero.
Aunque no volvería a ver al barón de Coubertin hasta tres años después, durante ese tiempo seguí su historia en los periódicos con interés. Su conferencia en la Sorbona había sido bien acogida por el público, aunque apenas había tenido eco en la prensa, y más tarde supe que Pierre había viajado a Estados Unidos en compañía de Céline para entrevistarse con representantes de las ocho universidades más prestigiosas del país a fin de promocionar su idea de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Al parecer, Céline le hacía de secretaria y estaba volcada en el proyecto con un entusiasmo similar al de su hermano. El barón volvió a la Sorbona en 1894, fecha en que se tomó definitivamente la decisión de celebrar los Juegos, con la asistencia de los representantes de doce países. Pierre fue nombrado secretario general del proyecto y un griego llamado Demetrius Vikelas, presidente.
—Me habría gustado aplazar los Juegos hasta mil novecientos —me comentó unos años más tarde—. Pensé que tenía sentido inaugurar el nuevo siglo con unas Olimpiadas, pero perdí la votación por once contra uno. Una vez que esos delegados se ponían en marcha, no había quien los parase. Tenían prisa, y yo llevaba muchos años planeando los Juegos para precipitarme en el último momento. Había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo, la verdad.
Pierre también habría preferido celebrar los Juegos en París, pero Vikelas se negó aduciendo que Atenas, su sede en la Antigüedad, era más apropiado. Acordaron celebrarlos cada cuatro años y fijaron la fecha para la primera convocatoria de la edad moderna: abril de 1896. A continuación se pusieron manos a la obra.
Estando en París de visita una vez más, asistí a la recepción de bienvenida del flautista Juré, que regresaba de su exitosa gira por Estados Unidos. Vi a Pierre en el jardín, enfrascado en una conversación con una pareja de conocidos míos. Salí a saludarlos, y tendí la mano a Pierre, que me la estrechó calurosamente como si fuéramos viejos amigos.
—No creo que hayamos tenido el placer de conocernos, señor —dijo no obstante y, como si fuera la primera vez que nos veíamos, añadió—: Me llamo Pierre de Fredi.
Reí, incómodo y sorprendido de que hubiera olvidado nuestra pasada relación familiar.
—Claro que nos conocemos —protesté—. ¿Acaso no se acuerda de que hace unos años cenamos juntos en París, la noche anterior a su conferencia en la Sorbona?
Pierre pareció indeciso y se frotó el bigote con las yemas de los dedos, nervioso.
—Estaba con su hermana —añadí.
—¿Mi hermana?
—Céline —le recordé—. En ese momento estábamos… casados. O sea, que era su cuñado. De hecho, sigo siéndolo, pues no nos hemos divorciado.
De pronto se dio una palmada en la frente, un gesto de afectación que ya le había visto otras veces, y me agarró de los hombros con fuerza.
—¡Claro! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. Entonces, si no me equivoco, usted debe de ser el señor Zéla.
Estaba claro que Céline nunca le hablaba de mí.
—Matthieu, por favor.
—Sí, claro, Matthieu —repitió, asintiendo con expresión pensativa mientras me apartaba suavemente—. De hecho, recuerdo esa noche muy bien. Si no me equivoco, os conté mis planes para los Juegos Olímpicos.
—En efecto —repuse, recordando su entusiasmo—. Y debo admitir que en su momento la idea, aunque me sedujo, me pareció un poco descabellada e impracticable. Jamás pensé que llevaría las cosas tan lejos. He seguido sus aventuras con avidez en los periódicos y no puedo sino felicitarle por su trabajo.
—¿De verdad? —Pierre se echó a reír—. Así que me ha seguido, ¿eh? No sabe lo mucho que se lo agradezco…
—¿Qué tal está Céline? —lo interrumpí—. Imagino que la ve a menudo.
Se encogió ligeramente de hombros.
—Ahora vive conmigo, aquí en París. El proyecto de los Juegos la cautivó de inmediato, y debo reconocer que se ha vuelto indispensable para mí. Valoro enormemente sus consejos y su ánimo, por no hablar de sus habilidades como anfitriona. Nunca habíamos estado tan unidos, ni siquiera cuando éramos niños —afirmó, y de pronto adoptó un tono levemente altivo para añadir—: Sufrió mucho por su culpa, ¿sabe, señor Zéla?