«Estoy prometida con el príncipe de Gales», me había dicho Alexandra, literalmente. Corría el año 1851 y por entonces el príncipe, que al subir al trono recibiría el nombre de Eduardo VII, tenía diez años, una edad muy temprana para contraermatrimonio, si bien es probable que su madre ya hubiera tomado alguna disposición con vistas al futuro. (Por esas ironías de la vida, el príncipe se casó con otra Alexandra, la hija del rey de Dinamarca.)
—Vaya —repuse, atónito ante su declaración—. No sabía que hubierais llegado a ese compromiso. Quizá no he prestado suficiente atención a la Circular de la Corte.
—Bueno, es imprescindible que lo mantengamos en secreto —dijo como de pasada. Mientras paseábamos por el parque empezamos a ver el gran edificio de cristal y hielo a lo lejos—. Su madre tiene muy mal carácter, ¿entiende usted? Si nos descubriera se enfadaría muchísimo. Es la reina, ya sabe.
—Sí, lo sé —repuse, mirándola con suspicacia a fin de dilucidar si estaba convencida de lo que me decía o se divertía a mi costa con un curioso juego adolescente—. Pero ¿y la diferencia de edad?
—¿Entre la reina y yo? —preguntó frunciendo ligeramente el entrecejo—. Sí, hay diferencia, pero…
—No; me refiero al príncipe y tú —le aclaré—. ¿No es un niño? ¿Qué edad tiene? ¿Nueve, diez años?
—Ah, sí —se apresuró a responder—. Pero ha decidido hacerse mucho mayor. Este verano espera cumplir quince, y quizá para Navidad ya cuente veinte. Por mi parte, no tengo más que diecisiete, y debo admitir que me atrae mucho la idea de un hombre mayor que yo. Los chicos de mi edad son estúpidos, ¿no le parece?
—La verdad es que no conozco a muchos —admití—, pero te creo.
—Si quiere —añadió tras una pausa, con la actitud de quien no está seguro de lo que va a decir pero que de todos modos se ve obligado a soltarlo—, podría asistir a la boda. Mucho me temo que no será un evento muy solemne, a ninguno de los dos nos gustan, sino una ceremonia sencilla seguida de un banquete en la intimidad. Sólo la familia y unos pocos amigos. Pero nos encantaría contar con su presencia.
¿Dónde habría aprendido esa manera de hablar que emulaba a las damas de sociedad casi a la perfección? Sus padres, personas relativamente acomodadas que de pronto se habían visto introducidas en círculos elevados, procedían de familias humildes de Londres, como podía apreciarse por su acento. Era gente corriente que había tenido suerte; gracias al talento del señor Jennings y su habilidad para los negocios poseían una casa hermosa y un nivel de vida más alto que muchos de sus coetáneos. Y ahí estaba Alexandra, su hija, esperando ascender unos peldaños más en la escala social.
—Eso significa que algún día seré reina consorte, y no me hace mucha gracia, la verdad —dijo cuando al fin llegamos a la cúpula de cristal—. Pero cuando el deber te llama…
—¡Alexandra! ¡Matthieu! —la estentórea voz de su padre alcanzó las grandes puertas del Palacio de Cristal unos segundos antes que él mismo y, presa de la excitación, nos invitó a entrar.
Yo estaba encantado de verlo de nuevo, pues a esas alturas empezaba a preguntarme cuántos desvarios más podría soportar antes de estallar en carcajadas o alejarme con cautela de Alexandra.
—Cuánto me alegra que hayáis venido —añadió al tiempo que extendía los brazos para señalar la majestuosidad del espectáculo que se desplegaba ante nuestros ojos—. Decidme, ¿qué os parece?
Yo no sabía qué iba a encontrarme, y aquella enorme estructura de paredes de hierro y cristal era sin duda una de las maravillas más impresionantes que había visto en mi vida. Al mirar dentro advertí que aún quedaba mucho trabajo por hacer; parecía más una obra en construcción que el gran museo universal que sin duda acabaría siendo.
—De momento es difícil formarse una idea —afirmó Richard mientras nos guiaba por un pasillo flanqueado por enormes vitrinas de cristal, aún vacías, cubiertas de fundas para preservarlas del polvo—. Éstas se quedarán aquí —agregó señalando las vitrinas—. Me parece que irán a la sección india para exhibir la cerámica local, aunque no estoy seguro, debería consultar los planos. Aquí estará la sección dedicada a la astronomía. Desde que descubrieron ese nuevo planeta hace unos años, ¿cómo se llama?…
—Neptuno —dije.
—Eso. Ese descubrimiento ha despertado un gran interés en el público. De ahí que la sección de astronomía ocupe este lugar. Aunque primero tiene que llegar… Aún hay mucho por hacer —añadió, negando con la cabeza con preocupación—. Y sólo nos quedan tres meses.
—No esperaba que fuera tan grande —comenté al divisar a lo lejos los grandes árboles de los que me había hablado Alexandra por el camino, y que daban al Palacio de Cristal el aspecto de un invernadero—. ¿Qué aforo tiene?
—Unas treinta mil personas. Que es sólo una pequeña fracción del número de visitantes que se prevé.
—¡Treinta mil! —exclamé, asombrado por una cifra que en ese tiempo podía representar gran parte de la población de cualquiera de las ciudades más importantes de Inglaterra—. ¡Es increíble! Y toda esa gente… —Miré la cuadrilla de obreros que iban de un lado para otro con herramientas y materiales de construcción, maderas, cristales y hierros. Hacían tanto ruido que teníamos que gritar para hacernos oír.
—Al menos debe de haber mil personas trabajando aquí, ¿verdad, papi? —preguntó Alexandra, la futura reina de Inglaterra.
—Unos cuantos cientos, por lo menos —respondió Richard—. No lo sé exactamente. Yo…
En ese momento un obrero moreno y jorobado, con gorra de paño, se acercó a él y le susurró algo al oído; malas noticias, sin duda, pues Richard se dio una palmada en la frente con expresión de disgusto y puso los ojos en blanco histriónicamente.
—Tengo un asunto que atender —anunció, y haciendo bocina con las manos vociferó—: Seguid paseando por aquí, pero id con cuidado. Os veo dentro de media hora, y, por favor, ¡no se os ocurra tocar nada!
Al cabo de poco tiempo me ofrecieron un trabajo en el departamento de protocolo y, aunque el sueldo era insignificante, lo acepté, pues todo el asunto de la Gran Exposición me parecía fascinante. El día de la inauguración, una nutrida delegación de representantes extranjeros desfilaría ante la reina y el príncipe consorte, y uno de mis cometidos consistía en asegurarme de que todos los invitados asistieran a la ceremonia y tuvieran un alojamiento apropiado durante su estancia en Londres. Gracias a ese trabajo estreché mi amistad con Richard, pues era el responsable de que el espacio entre las diversas filas de objetos expuestos fuera lo bastante amplio para que pudieran pasar las delegaciones.
Tras mi primera visita al Palacio de Cristal procuré evitar a Alexandra en la medida de lo posible, pues temía que, si manifestaba mi desconcierto, se diese cuenta de su desvarío. Me pregunté cómo se comportaría en casa, si también allí daría rienda suelta a sus fantasías como había hecho conmigo ese día, y decidí hablar con su padre. Lo más sorprendente no era lo que había dicho, sino la total convicción que mostraba en cuanto afirmaba, como si se lo creyera de verdad, y la seriedad con que me había implorado que mantuviese en secreto sus planes de matrimonio.
—¿Cómo está Alexandra? —le pregunté en el tono más despreocupado de que fui capaz—. Parecía tan interesada en tu trabajo que creí que la vería más por aquí.
—Bueno, es típico de esa hija mía —repuso él, y rió ligeramente—. Se encapricha con algo y al instante siguiente ya se ha olvidado. Siempre ha sido así, desde pequeña.
—Pero ¿a qué se dedica? Ya ha dejado la escuela, ¿verdad?
—Estudia para maestra —contestó mientras estudiaba un detallado plano de la planta baja de la Exposición—. Está bajo la tutela de los mismos profesores que le enseñaron cuando era niña. ¿Para qué quieres saberlo? —preguntó receloso, como si temiera que fuese a hacerle alguna proposición deshonesta a su hija.
—Para nada —repuse—. Para nada en absoluto. Es sólo que no entendía por qué hacía tanto que no la veía.
No tuve que esperar mucho tiempo. Era de noche cuando llamaron a mi puerta. Abrí un poco para ver quién era (entonces había muchos robos y asesinatos en Londres y había que andarse con cuidado) y allí estaba Alexandra, de pie en el descansillo, mirando alrededor con ansiedad.
—Déjeme entrar, señor Zéla, por favor —pidió con voz angustiada—. Tengo que hablar con usted.
—¡Alexandra! —exclamé, abriendo la puerta, y ella irrumpió en el recibidor—. ¿Qué pasa? Pareces muy…
—¡Cierre la puerta! —imploró—. Me está siguiendo.
Eché la llave y luego la miré atónito. Aunque normalmente pálida, estaba sonrojada, y mientras se arrellanaba en el sillón se llevó una mano al cuello y respiró hondo para recuperar el aliento.
—Siento molestarlo, pero no sabía a quién acudir.
Teniendo en cuenta que su familia vivía en el piso de abajo, sus palabras me extrañaron, pero no dije nada y le serví una copa de oporto para que se calmara. Después tomé asiento delante de ella guardando una prudente distancia.
—Será mejor que me cuentes qué ha pasado —dije.
Negó lentamente con la cabeza, bebió un sorbo de oporto con cuidado y cerró los ojos mientras notaba sus efectos. Llevaba un vestido azul y un chai gris perla en torno al cuello, y no pude evitar, una vez más, admirar su belleza.
—Es Arthur —señaló al fin—. Creo que se ha vuelto loco. ¡Quiere matarme!
—Arthur… —repetí pensativo, repasando mentalmente a todos los miembros de su familia. Pero sus hermanos se llamaban John y Alfred, y ni su padre ni yo teníamos por nombre Arthur—. Perdona, ¿quién es Arthur?
Al oír esas palabras se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos hasta que me levanté para buscar un pañuelo, que aceptó agradecida. Se sonó ruidosamente antes de enjugarse las lágrimas que le corrían por las mejillas y a continuación, al tiempo que se servía más oporto, dijo:
—Es una historia espantosa. Me temo que no tengo a nadie a quien contar mis secretos.
—Bueno, me tienes a mí —titubeé—. A menos que prefieras que vaya a buscar a tu madre, claro.
—¡No, ella no! —exclamó, y me hizo dar un respingo—. Ella no debe saber nada de esto. Si se enterara me echaría de casa a patadas.
De pronto temí que hubiera fijado otro matrimonio o, aún peor, que ya se hubiera casado y tuviese un hijo. Fuera lo que fuese, habría preferido permanecer al margen.
—Dime qué quieres que haga —dije, conmovido no obstante por su evidente desdicha.
Antes de hablar, asintió con la cabeza y respiró hondo.
—Arthur dirige la escuela a la que asisto —dijo al fin—. Se apellida Dimmesdale.
—Dimmesdale, Dimmesdale… —El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.
—Hemos tenido un idilio ilícito —prosiguió—. Al principio era algo inocente nacido de un afecto mutuo, de un sentimiento completamente natural. Disfrutábamos de la compañía del otro, a veces cenábamos juntos… Los primeros meses de nuestro noviazgo me llevó a una merienda campestre.
—¿Los primeros meses? —inquirí sorprendido—. Entonces, ¿desde cuándo existe la relación?
—Desde hace unos seis meses.
Eso era antes de que yo la conociese y coincidía con su supuesto noviazgo con el príncipe de Gales.
—Entonces, ¿el joven príncipe…? —pregunté con cautela.
—¿Qué joven príncipe?
—Bueno… —Solté una risita, inseguro de haber mantenido esa conversación en el pasado, tan absurda me parecía ahora—. Me comentaste que estabas prometida al príncipe de Gales. Que planeabais fugaros porque sabíais que su madre se opondría a vuestra unión.
Me miró con los ojos muy abiertos, como si estuviese loco de atar, y estalló en carcajadas.
—¿Prometida al príncipe de Gales? —repitió entre risas—. Pero ¡si no es más que un niño!
—Bueno, sí —admití—. Eso mismo te dije yo, pero parecías tan convencida que…
—Debe de confundirme con otra persona, señor Zéla.
—Llámame Matthieu, por favor.
—Debes de tener un verdadero harén de jóvenes que acuden a contarte sus problemas —añadió con una sonrisa coqueta.
Me retrepé en mi asiento, sin saber qué decir. Había mantenido esa conversación, lo recordaba perfectamente, y ahora estábamos enfrascados en otra. Ésa fue la primera vez que la vi como una cuentista nata.
—Bueno —prosiguió—, aunque me da un poco de vergüenza, debo confesar que Arthur y yo nos hemos convertido en algo más que amigos. Él me ha… —Hizo una pausa teatral, miró a un lado y después a otro como si se encontrara en un escenario y agregó—: Me ha conocido, señor Zéla.
—Matthieu —insistí.
—Me ha quitado algo que nunca podrá devolverme o restituirme, pero he de admitir que yo permití que lo hiciese. Así de intensa era la pasión que me inspiraba. Estoy enamorada de él, pero me temo que él no me quiere.
Asentí y me dije si, llegados a ese punto, se esperaba de mí que formulara una pregunta. Alexandra me miraba con expresión de loca, y advertí que, en efecto, esperaba que yo dijera algo, de modo que le hice algunas preguntas sobre Arthur mientras trataba de averiguar de qué me sonaba.
—Es el director de nuestra escuela —respondió—. Peor aún… es un clérigo.
—¿Qué? —dije, y contuve las carcajadas al ver que la bola iba aumentando ante mis ojos.
—Un pastor —puntualizó—. Para ser exactos, un pastor puritano. —Se echó a reír, como si el puritanismo de Arthur le hiciera mucha gracia—. Ha intentado negar nuestra historia, pero los otros profesores lo sospechan. Pretenden quitarme de en medio. El resto del profesorado me considera una ramera, una mujer sin decoro, y dado que temen sufrir un castigo divino si critican a Arthur, se han vuelto contra mí. Exigen mi expulsión, y si Arthur no accede informarán del asunto a toda la escuela y me acusarán de libertina. Cuando mis padres se enteren, me matarán. En cuanto a Arthur… bueno, toda su carrera podría arruinarse.
De repente una luz se encendió en mi mente como un relámpago. Me levanté, en apariencia para ir a buscar otra botella de oporto, pues de la que estábamos bebiendo ya no quedaba ni una gota. Me dirigí hasta el extremo opuesto de la estancia, saqué una botella del armario que había debajo de la librería y, aprovechando que Alexandra estaba de espaldas, alcé la mano para alcanzar un tomo. Tenía la corazonada de que en él encontraría una explicación a tan inverosímil historia. Era una obra reciente, publicada tan sólo un año atrás por el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne, que había tenido mucho éxito de público. La ojeé en busca de un nombre, que encontré en la página 35; pertenecía a un personaje cuyas insidiosas aventuras habían causado un escándalo en los círculos literarios en el momento de su publicación: «Buen maestro Dimmesdale —dijo—, la responsabilidad del alma de esta mujer recae en gran medida sobre usted. Le incumbe a usted, por consiguiente, exhortarla a arrepentirse y confesarse, como prueba y consecuencia de lo mismo.» Arthur Dimmesdale, el pastor puritano amante de Hester Prynne. Suspiré, devolví el libro a la estantería y metí la botella en el armario; me pareció que a Alexandra no le convenía beber más.