Vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Mientes —dijo, aun a sabiendas de que no tenía razón.
—Me temo que no. Lo siento.
—¿A quién se las ha vendido?
—A mí, obviamente. De manera que ahora soy yo quien decide sobre estos asuntos. Lamento que te lo tomes a mal, pues me gustaría que te quedaras. De verdad, Caroline. A la larga, Tommy hará los cambios que crea apropiados, pero te doy mi palabra de honor de que, mientras tenga una participación mayoritaria en la emisora, habrá trabajo para ti.
Asintió con la cabeza y bajó la vista. Estaba claro que no tenía nada más que decir. Así que me levanté y me dirigí a la puerta.
—El caso es que no tengo hijos y, curiosamente, nunca he poseído un negocio en su totalidad. Al poner a Tommy al frente del canal… bueno, de ese modo se convierte en una empresa familiar. Y la idea me gusta. Mi sobrino pronto será padre. Estoy seguro de que lo entiendes.
Regresé a mi despacho. Unos minutos más tarde oí a Caroline cerrar la puerta del suyo y alejarse por el pasillo en dirección al ascensor. Suspiré aliviado. Ya estaba hecho. Era libre para irme a casa.
A la larga, todas las historias, con sus respectivas personas, confluyen en una.
Tengo buena memoria y una mente despierta, pero ha habido ocasiones en que me ha costado dar con los nombres en estos recuerdos, y hasta debo admitir que ha habido unos pocos personajes —por ejemplo, algunas madres de los distintos Thomas— a quienes me he visto obligado a adjudicarles un seudónimo o excluirlos por completo. Es demasiada gente para acordarse, y doscientos cincuenta y seis años es mucho tiempo.
De todas formas, la mayoría están muertos. Jack Holbyy yo logramos huir de Inglaterra y viajamos a Europa, donde nos separamos al cabo de unos meses. Jack se marchó a Escandinavia y nunca más tuve noticias de él. Me alegra no haberlo traicionado, mientras que la muerte de Dominique siempre me ha producido un sentimiento contradictorio. Hay ocasiones en que comprendes que quieres a alguien que no es digno de tu amor. A veces se crean lazos inexplicables que no pueden romperse ni siquiera cuando el ser amado traiciona la confianza que habías depositado en él. Otras, el objeto de tu amor está ciego a tus sentimientos, y no eres capaz de encontrar las palabras para explicarlo.
Tomas, el hermano que dejé atrás al huir de Inglaterra, creció en casa de los señores Amberton y unos años después se reunió conmigo en Múnich, donde yo tenía una casa. Allí se inició en la profesión de atracador de bancos, que no le duró mucho, pues murió aporreado por un cajero el mismo día enque cumplía veintitrés años. Quizá debería habérmelo llevado conmigo cuando era niño, tal como había planeado en un principio.
He cometido muchos errores en mi vida, pero por lo menos al final he tenido un acierto, pues Tommy sigue vivo. Mi sobrino empezó a trabajar el día después de Navidad, y desde entonces ya ha venido a verme con más de una docena de buenas ideas para el futuro. Oficialmente, estoy retirado. Sin duda lo hará bien.
Mis planes para ese día no eran gran cosa. La ciudad bullía de actividad por los preparativos de la Nochevieja y yo no tenía ninguna intención de sumarme a la cohorte de borrachos, profetas, terroristas y plebeyos que sentían ese impulso repentino de señalar un momento en el tiempo junto a otros ejemplares de su especie. Me imaginaba la escena a la perfección, pues la había vivido infinitas veces.
Había sido testigo del cambio de siglo en dos ocasiones, y ahora estaba a punto de presenciar el tercero. Nunca me canso de vivir. En la actualidad a la gente le cuesta imaginar cómo será el mundo dentro de cien años, como si el progreso hubiera llegado a su límite. Cuando nací, la gente viajaba en carros tirados por caballos, y ahora vamos a la luna. Escribíamos con pluma y papel y nos comunicábamos por medio de cartas. Ahora ya no. Hemos hallado una manera de escapar de lo que garantizaba nuestra existencia: la vida en este planeta.
De modo que salí a dar un paseo. Me puse el abrigo y la bufanda, pues había llegado el invierno y hacía mucho frío, escogí un bastón —un regalo de bodas de mi prometida, la secretaria de Bismarck, con motivo de mi octavo matrimonio— y me aventuré por las calles de Londres. Decidí andar unas horas, hasta que me cansara. Atravesé Charing Cross Road en dirección a Oxford Circus y luego caminé hacia Regents Park y el zoo, que no había visitado desde hacía años. Doblé hacia Kentish Town y tomé un sándwich y una cerveza en un pub decorado para las fiestas navideñas. Había tres mesas dispuestas en fila, a una delas cuales se hallaba sentada una pareja de ancianos, ensimismados en la comida y felices de su compañía mutua y silenciosa. Otra mesa estaba ocupada por un matrimonio de mediana edad; se los veía estresados y cansados. En la tercera mesa, una pareja de adolescentes, vestidos y peinados a la moda, reían, bromeaban, se tocaban y besaban. En un momento dado el chico rozó uno de los pechos de la joven, que le dio un golpe en la mano y la apartó entre risas. Él le sacó la lengua con una sonrisa. Colocó la punta del pulgar en su nariz y agitó el resto de los dedos histriónicamente. Se echaron a reír de nuevo, y yo con ellos.
Paseé por Camden Town en dirección a Saint Paneras y alrededor de Russell Square y Bloomsbury, donde habían cubierto un pequeño parque con una lona enfrente de un enorme hotel de ladrillo rojo en previsión de las celebraciones de la noche. Finalmente llegué a Tottenham Court Road, hacia Whitehall, y me interné en Saint James Park, donde empezaba a reunirse la muchedumbre. Era la señal que esperaba para volver a casa a toda prisa. Al llegar al Queen Victoria Memorial me detuve y miré el palacio unos instantes, al tiempo que recordaba mis tres visitas, un idilio espantoso y a los personajes que había visto ocupar aquel edificio que encaraba el milenio con cierto nerviosismo. Y al regresar a mi casa de Piccadilly dejé a mis espaldas el siglo XX, esos dos sencillos números romanos que parecían sugerir progreso, revolución, esperanza y ambición más que cualquier otro, y me preparé para dejar paso a su sucesor.
Hacia las seis de la tarde sonó el teléfono. Levanté el auricular con prevención, preparándome para rechazar cualquier invitación de último momento. Era Tommy, que llamaba desde el hospital en que había estado en coma unos meses antes.
—Felicidades —dije cuando me dio la feliz noticia—. ¿Cómo está Andrea?
—Cansada, pero se recuperará pronto. No fue un parto difícil. Bueno… al menos para mí.
Reí.
—Me alegro mucho por vosotros.
—Gracias, tío Matt. Oye, te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, de verdad. Es un nuevo comienzo. Siento que mi vida empieza hoy. He dejado la serie y he recuperado la salud. Tengo una familia y un buen trabajo. —Hizo una pausa y no supe qué decir. Tommy estaba claramente agradecido, y haberlo ayudado por una vez me llenaba de satisfacción—. Muchas gracias.
—De nada. ¿Para qué están los tíos sino para echar una mano a sus sobrinos? Dime, ¿cómo lo llamarás? ¿Sabes?, no hemos usado el simple nombre de Tom en unos ochenta años. ¿Qué te parece? O quizá Thomas. ¿Te suena demasiado formal para un bebé?
Tommy soltó una carcajada.
—No creo que le pongamos ninguno de los dos.
Parpadeé sorprendido.
—Pero ¡es la tradición! —protesté—. Todos tus antepasados han llamado a su…
—Estamos pensando en ponerle Eve.
—¿Eve?
—Sí, es una niña, tío Matt. Lamento decepcionarte, pero hemos tenido una niña. Me temo que he roto el ciclo. ¿Crees que podrás relacionarte con una sobrina para variar?
Reí con ganas y negué con la cabeza.
—Bueno, la verdad es que… —Hice una pausa, atónito por la noticia—. ¡Una niña! No sé qué decir.
Colgué el auricular y permanecí inmóvil unos segundos, perdido en mis pensamientos. No me esperaba una niña, pero me parecía bien. Estaba contento por Tommy y por Andrea. Era un comienzo, un nuevo linaje. Quizá en adelante ya no hubiera ningún Tommy. Al final desperté de mi ensueño y me dirigí lentamente al salón. Entré en el cuarto de baño y encendí la lámpara de encima de la pila tirando del cordel. Abrí el grifo y dejé que el agua fría corriera por mis manos. Me estremecí, y al secarme con la toalla, vi mi rostro reflejado en el espejo. No cabía la menor duda: tenía muy buen aspecto para un hombre de mi edad. Pero al mirar más atentamente distinguí unas pequeñas arrugasdebajo de los ojos que no tenía unas semanas atrás. El pelo, hasta entonces de tonos plateados, empezaba a volverse blanco. Y debajo de la oreja izquierda tenía algo que identifiqué como una mancha de la vejez. Miré mi reflejo conteniendo la respiración, asombrado.
Tiré del cordel bruscamente y la luz se apagó.
Doy las gracias por sus consejos y aliento a Seán y Helen Boyne, Carol y Rory Lynch, Paul Boyne, Sinéad Boyne, Lily y Tessie Canavan; Anne Griffin, Gareth Quill, Gary O'Neill, Katherine Gallagher, John Gorman, Kevin Manning, Michelle Birch, Linda Millar, Noel Murphy y Paula Comerford; Simon Trewin y Neil Taylor.