A la mañana siguiente preparé el desayuno y la invité a cenar esa misma noche, si bien al final preferimos volver a la cama, donde pasaron muchas más cosas que durante la víspera. Después de eso mantuvimos una discreta relación durante unos meses; no le conté a nadie que salía con Tara y que yo sepa ella tampoco. Le tenía cariño y me inspiraba confianza, pero me equivoqué.
El hecho de que Tommy DuMarqué fuera mi sobrino la fascinaba (no le comenté que mi verdadero sobrino había sido su tataratataratataratataratatarabuelo; me parecía una información a todas luces innecesaria). Tara llevaba años viendo la serie de televisión y estaba loca por Tommy desde su primera aparición como un guapo adolescente. Cuando le dije que éramos parientes, se ruborizó, como si la hubiera pillado en falta, y a punto estuvo de atragantarse con un trozo de melón. Me rogó que se lo presentara, cosa que hice una agradable noche del verano pasado, y pareció que iba a arrancarle los pantalones ante mis propias narices. A él no se lo veía interesado —en ese momento mantenía una inestable relación con una actriz que en la serie interpretaba el papel de su abuela y al parecer era una amante muy celosa—, e incluso creo que la encontró un poco tonta, aunque para ser justo debo aclarar que esa noche se había pasado con la bebida, y el exceso de alcohol saca a la luz la colegiala que hay en ella. Tara lo llamó al día siguiente y le propuso tomar una copa juntos, pero Tommy se las ingenió para excusarse. Así que le mandó un fax y lo invitó a cenar; Tommy no hizo caso. Entonces le envió un e-mail con su dirección y la promesa de que si se presentaba «AHORA» encontraría la puerta abierta y a ella tumbada desnuda sobre una alfombra persa delante de la chimenea, añadiendo que mientras escribía el mensaje tenía una botella de champán enfriándose en el congelador. Esa vezTommy se echó a reír y me llamó para contarme lo que mi novia estaba tramando. Decepcionado, aunque nada sorprendido, decidí suplantar a mi sobrino, y cuando llegué al apartamento encontré a Tara en la posición exacta que había descrito. Al verme se quedó sin habla, pero enseguida se repuso y fingió que, imaginándose que me disponía a visitarla, había querido darme una sorpresa. Le dije que estaba mintiendo, que no me importaba especialmente, pero que todo había acabado entre nosotros y que sería mejor que volviéramos a nuestra relación profesional del pasado.
El domingo siguiente publicó en un importante periódico dominical un artículo titulado «Tara dice: ¡Di que no!», en el que explicaba que acababa de dejar una relación con un actor de telenovela (no daba su nombre, pero por su descripción era evidente a quién se refería). Afirmaba que sus relaciones sexuales habían rozado lo prohibido y que había disfrutado al satisfacer todas las fantasías del joven y obligarlo a representar las suyas. Había decidido poner fin a la aventura, decía, al ver que él intentaba arrastrarla a su mundo de alcohol, heroína y cocaína. «Cuando me fijé en su mirada al ofrecerme la cucharilla de plata y el mechero Bunsen de la ignominia —escribió en tono histérico—, supe que nunca podría ser la mujer que él quería que fuese: una piltrafa humana como él, alguien que, con tal de conseguir la siguiente dosis, haría cualquier cosa, prostituirse, robar a ancianas, vender drogas a niños, una mujer insignificante y despreciable. Lo miré fijamente y negué con la cabeza. "Tara dice: Hasta aquí hemos llegado", le espeté.»
El lunes siguiente por la mañana, Tommy, la parte inocente de esta historia (si bien todo lo que Tara imagina de su vida privada es, sin duda, verdad), fue llamado a presencia del productor ejecutivo, quien le advirtió que si la señorita Morrison hubiese dado su nombre en el artículo habría sido despedido de inmediato. Como no lo había hecho, y era imposible probar que se refería a él, al menos debía darse por amonestado oficialmente. Añadió que tenía una responsabilidad con sus admiradores, las jóvenes que soñaban con casarse algún día con él y los chicos que seguían con pavor la lucha que Sam Cutler libraba contra el cáncer de testículo. Aun reconociendo que era el personaje más popular de la serie, declaró que, si reincidía, él, el productor ejecutivo, no tendría ningún escrúpulo en hacer que sufriera un accidente de tráfico, lo matasen o le contagiaran el sida.
—Supongo que se refiere a mi personaje —tanteó Tommy—. Haría que todo eso le pasara a Sam Cutler, ¿no?
—Sí, claro —murmuró el productor.
Ese incidente fue el preludio de un par de meses desastrosos en la vida de Tommy, durante los cuales los
paparazzi
no lo dejaron en paz, interesados en averiguar qué se metía, inhalaba, fumaba o se inyectaba, a quién besaba, tocaba, acariciaba, importunaba o se tiraba, exagerando en lo posible los problemas que mi sobrino había adquirido por el tipo de vida que la misma prensa le había impuesto a fin de vender más periódicos. Aunque me esperaba algo así tratándose de uno de los Thomas, me sentía más molesto con la señorita Morrison por haber echado leña al fuego, y así se lo comuniqué en una turbulenta reunión que tuvo lugar unos días más tarde. No suelo perder los estribos, pero ese día no pude contenerme. Desde entonces nos hemos mantenido distantes, y no sólo no me preocupa su inminente marcha en busca de nuevos horizontes, sino que estoy encantado con la idea. Con nosotros Tara ha sido un tuerto en el país de los ciegos. La convertimos en una estrella. Tal vez una de poca categoría y de la pequeña pantalla, pero una estrella al fin y al cabo. La vida le resultaría mucho más difícil en la BBC.
De modo que esa noche, mientras comía paté, bebía vino y escuchaba a Wagner, no deseaba otra cosa que relajarme y olvidarme de los acontecimientos del día. No volvería al canal en una semana, y hasta entonces tenían órdenes estrictas de no llamarme, salvo que se tratara de una verdadera emergencia. Así que cuando sonó el timbre me sobresalté, y mientras me dirigía a abrir la puerta recé en silencio para que no fuera más que un fallo eléctrico y no hubiese nadie en el rellano.
Era mi sobrino, que se pasaba la mano por el oscuro pelo mientras esperaba a que le abriese la puerta.
—Tommy —dije en tono de sorpresa—. Es muy tarde. Estaba…
—Tengo que hablar contigo, tío Matt —anunció antes de empujarme y entrar.
Cerré la puerta con un suspiro mientras él se dirigía instintivamente a la habitación donde tengo las bebidas alcohólicas.
—¡Me dijiste que me darías el dinero! —gritó; se le quebró la voz y por un instante pensé que iba a llorar—. Me prometiste que…
—Siéntate y cálmate, por favor, Tommy —le rogué, obligándolo a acomodarse en el sofá—. Me olvidé, lo siento. Quedamos en que te lo enviaría, ¿verdad? Se me fue de la cabeza.
—Pero me lo darás, ¿no? —suplicó, levantándose y agarrándome por los hombros, de modo que me vi incapaz de empujarlo de nuevo al sofá—. Si no me lo das, tío Matt, van a…
—Te firmaré un talón ahora mismo —dije al tiempo que me zafaba y me refugiaba detrás de mi escritorio, en un rincón de la estancia—. Te lo aseguro; me despisté, Tommy. No tenías por qué presentarte aquí a estas horas a perturbar mi paz. Bueno, ¿cuánto dinero acordamos? ¿Mil?
—Dos mil —contestó sin apenas respirar; observé su rostro brillante de sudor e iluminado por el resplandor del fuego—. Quedamos en dos mil libras, tío Matt. Me prometiste dos…
—Por Dios bendito, te firmaré un talón por tres mil y no se hable más. ¿Qué te parece? ¿Te bastará con tres mil?
Asintió con la cabeza y escondió la cara entre las manos un instante antes de mirarme con una amplia sonrisa.
—Lo siento… mucho —balbució.
—No te preocupes.
—Detesto la idea de pedirte nada… pero es que tengo muchas facturas que pagar.
—Me lo imagino; la electricidad, el gas, el impuesto municipal.
—Exacto, el impuesto municipal. —Asintió con la cabeza como si ése fuese un pretexto tan bueno como cualquier otro.
Arranqué el talón y se lo di. Lo examinó antes de meterlo en la cartera.
—Tranquilo —dije. Me senté frente a él, le serví una copa de vino, que aceptó entusiasmado, y añadí—: Lo he firmado.
—Gracias —murmuró—. Debería irme. Me esperan.
—Quédate un rato, hombre. —No quería saber quién lo esperaba ni para qué—. Dime cuánto has gastado ya de ese dinero.
—¿Cuánto he gastado?
—Sí, cuánto dinero debes a esa gente, y no me refiero a la compañía telefónica ni la del gas. ¿Cuánto hay que repartir apenas abran los bancos mañana?
—Todo —admitió tras un titubeo—. Pero entonces ya estará. Habrán acabado mis quebraderos de cabeza.
Me incliné hacia él.
—¿A qué te dedicas exactamente, Tommy?
—Ya lo sabes, tío Matt. Soy actor.
—No, me refiero a cuando no estás en el plato. ¿En qué lío te has metido?
Soltó una carcajada y negó con la cabeza; ahora que había conseguido el dinero, se lo veía ansioso por marcharse.
—No estoy metido en ningún lío. He hecho unas malas inversiones, eso es todo. Gracias a este dinero saldaré las deudas y saldré adelante. Te lo devolveré.
—No, no lo harás —repuse con indiferencia—. Pero no importa, no voy a perder el sueño por tres mil libras. El que me preocupa eres tú.
—No te creo.
—Pues deberías —protesté—. Recuerda que presencié la muerte de tu padre, y también la de tu abuelo. —Me detuve en esa generación.
—Mira, tío Matt, no pudiste hacer nada por salvarles la vida, y tampoco lo conseguirás conmigo. De modo que déjame tranquilo. Me las apaño muy bien solo.
—No me dedico a salvar vidas, Tommy. No soy sacerdote, sino socio de un canal de televisión vía satélite. Pero no me gusta que la gente muera tan joven. Lo encuentro sumamente ridículo.
Se puso de pie y oí sus pesados pasos dar vueltas por la estancia; de vez en cuando me miraba y abría la boca como si fuera a decir algo, pero luego se arrepentía.
—No… voy… a morirme —articuló al fin, apuntando al techo con los dos índices—. ¿Entiendes? No… pienso… palmarla.
—Claro que vas a morir —repliqué, rechazando su afirmación con un ademán desdeñoso—. Es evidente que te persiguen unos criminales. Sólo es cuestión de tiempo.
—¡Y una mierda!
—¡Cállate! —grité—. No soporto las palabras soeces y menos en mi casa. Recuérdalo la próxima vez que vengas a pedir dinero.
Tommy negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Mira —murmuró atropelladamente, ansioso porque nos separáramos como amigos; no sabía cuándo me necesitaría de nuevo—. Agradezco tu preocupación, de verdad. Quizá pueda devolverte el favor algún día. Nos vemos la semana que viene, ¿vale? Quedemos para comer. En algún restaurante tranquilo donde no haya gilipollas perforándome con la mirada y preguntándose si en realidad tengo cáncer de testículo. ¿De acuerdo? Y perdona. Y gracias.
Me encogí de hombros y esperé a que se marchara antes de dejarme caer en el sillón con un suspiro, esta vez aferrado a una copa de brandy bien colmada como premio de consolación. Y en ese instante tuve una iluminación. Con doscientos cincuenta y seis años cumplidos, me he pasado la vida observando de brazos cruzados cómo morían nueve Thomas. Los he ayudado cuando me lo han pedido pero he aceptado su suerte como si estuviesen destinados a acabar de manera trágica, como si no estuviera en mi mano cambiar nada. Y así he vivido durante todos esos años, viéndolos morir uno tras otro en la flor de la juventud. Y en su mayoría eran buenas personas, un poco problemáticos, es verdad, pero merecedores de ayuda. Merecían que les echara una mano, merecían vivir. Ahora volvía a encontrarme con un Thomas a punto de cumplir su destino, y, como siempre, lo sobreviviría y esperaría el nacimiento del siguiente. Que seguiría el camino de sus antecesores: se metería en líos, conocería a una chica, la dejaría embarazada y luego se mataría. «Esto no puede seguir así», pensé.
La iluminación consistía en lo siguiente: me propuse hacer lo que debería haber hecho mucho tiempo atrás: salvaría a uno de los Thomas. En concreto, a Tommy.
Dominique, Tomas y yo dejamos Dover un día de septiembre al mediar la tarde; de la mañana a la noche los colores de la ciudad permanecían en penumbra y en ocasiones el cielo no se despejaba ni un instante en todo el día. Estaba casi recuperado de la paliza y últimamente, desde que sentía que me habían arrebatado parte de mi dignidad, era aún más audaz en mis aventuras, como si intuyese que la supervivencia iba a ser mi fuerte. Me escabullí de mi lecho de enfermo un lunes por la mañana y hubo de pasar una semana antes de que estuviéramos preparados para marcharnos; teniendo en cuenta que apenas poseíamos nada que pudiera considerarse nuestro, no recuerdo ni entiendo la razón que nos llevó a demorar tanto nuestra partida. En cualquier caso, me vino bien, pues pude despedirme de mis amigos de la calle, muchachos sin futuro como yo, que robaban para comer o pasar el rato, críos sin hogar cuyos hurtos les proporcionaban el único trabajo fijo que podían desempeñar en esa ciudad, golfillos que me atravesaban con la mirada, incapaces de asimilar que alguien se marchara del único mundo que conocían. Visité a tres de mis prostitutas favoritas durante otras tantas noches consecutivas y, a la hora de pagar y despedirme, me invadió una profunda tristeza, pues durante los últimos años habían constituido mi único consuelo ante el deseo sin esperanzas que Dominique despertaba en mí. Mientras ellas nutrían mis anhelos adolescentes durante una hora de reloj y por unos pocos chelines, visualizaba la cabeza de mi amada sobre la almohada, pronunciaba su nombre, cerraba los ojos e imaginaba que estaba conmigo. A veces dudaba que aquella primera noche de amor hubiese existido; hasta llegué a pensar que se trataba de una alucinación producida por mi enfermedad, pero al mirarla desechaba la idea, pues era evidente que la chispa de nuestra pasión persistía, y que en ella pareciera muy apagada no quitaba que se hubiera encendido con ardor en una ocasión.
A Tomas no parecía afectarle mucho nuestra marcha, con tal de que no nos separásemos de él. Tenía casi siete años y era un chico listo y enérgico; le gustaba moverse a sus anchas por la ciudad y explorar las calles, si bien volvía para contarnos sus aventuras a Dominique y a mí, sus padres adoptivos. Al contrario que a ella, que no parecía preocuparse mucho, a mí no me gustaba que Tomas se pasara el día deambulando por Dover. El encuentro con la violencia me había hecho más consciente de los peligros de la calle y temía por mi hermano, pues imaginaba que podía juntarse con los mismos tipos que yo. En cuanto a mi propia seguridad, habría puesto la mano en el fuego por ellos, pero tratándose de Tomas no estaba muy convencido.