Al día siguiente, mi padrastro llevó las cuartillas al teatro y se las enseñó al empresario. Éste leyó con detenimiento y al acabar aconsejó al actor que siguiera con las suplencias y dejase la escritura a los profesionales. Philippe salió del despacho dando un portazo, no sin antes derribar al empresario de un puñetazo que le rompió la nariz. Durante la semana siguiente se paseó con la obra bajo el brazo por varios teatros. Al final hubo de aceptar que nadie estaba dispuesto a representar su obra ni, dada su reacción después de cada rechazo, a proporcionarle trabajo nunca más. En poco menos de una semana, había perdido no sólo toda ambición de convertirse en escritor sino también cualquier posibilidad de pisar un escenario de nuevo. No creo que haya habido otro dramaturgo al que no permitieran volver a actuar por ser tan malo.
Tras esa decepción se dio a la bebida y apenas salía de casa. Mi madre seguía lavando ropa y recibiendo la pensión, pero su marido se bebía casi todo el dinero que entraba en casa. A medida que pasaban los meses se volvió más y más violento, hasta que una tarde le propinó a mi madre tal paliza que ella se desplomó en el suelo y no volvió a levantarse. Cuando se hizo evidente que estaba muerta, Philippe se preparó un poco de pan con queso y se sentó a la mesa de la cocina, como si hubiera olvidado que el cadáver de su mujer yacía a unos pasos de él. Corrí en busca de ayuda. Sollozaba y estaba tan histérico que durante un rato no conseguí que nadie me entendiera. Al final logré arrastrar a un gendarme a casa. En contra de lo que me esperaba, DuMarqué no había huido, sino que seguía sentado exactamente en la misma posición en que lo había dejado, con la mirada fija en la mesa, como muerto de aburrimiento. El gendarme dio la voz de alarma y detuvieron a Philippe. Tras el juicio, en que apenas mostró remordimientos, fue ajusticiado. Acto seguido, Tomas y yo nos marchamos a Inglaterra.
Aparte de ésa había otras historias de la misma época que nunca había referido a mi amiga. Todas eran igual de deprimentes, y recordarlas me entristecía. No quería que Dominique pensara que le ocultaba mi pasado por algún motivo inconfesable; en realidad, jamás hablaba de mi infancia si podía evitarlo. No obstante, ese día, mientras caminábamos, le conté aquella historia, que escuchó en silencio. En cuanto terminé, no hizo ningún comentario ni me explicó nada de su vida. Al final no pude evitar preguntarle si había vivido algo parecido. Fue como si oyera llover. Señaló una posada que se recortaba en el horizonte, a media hora de donde nos encontrábamos, y sugirió que nos detuviéramos allí a pernoctar y cenar algo barato. Anduvimos callados el resto del camino mientras mi mente iba del recuerdo de mis padres a los secretos que Dominique guardaba en su corazón.
El día anterior apenas habíamos probado bocado, de modo que decidimos permitirnos una comida decente que nos animara y nos diera fuerzas para las próximas veinticuatro horas. La posada se erigía discretamente en un recodo del camino y no era del todo desagradable. Enseguida nos llegó el bullicio de la música y las risas de la gente que comía y bebía. Tuvimos suerte de encontrar sitio en una mesa junto al fuego. Me senté frente a Dominique y al lado de Tomas, delante del cual se hallaba un hombre de mediana edad acompañado de su mujer. Ambos iban bien vestidos y en sus platos se amontonaba tanta comida que parecían torres a punto de derrumbarse sobre el mantel. Hacían ruido al masticar, y cuando nos sentamos a la mesa sólo se detuvieron un instante para dirigirnos una mirada suspicaz. Comimos en silencio, contentos de llenar el estómago al fin. Me sentía orgulloso de Tomas, pues, aunque había protestado mucho por la larga caminata, nunca se quejaba de hambre.
—Quizá no deberíamos ir tan lejos —comentó Dominique al fin, rompiendo el largo silencio—. Hay otros lugares aparte de Londres. Podríamos quedarnos en un pueblo pequeño o…
—Depende de lo que andemos buscando —la interrumpí—. Nos convendría encontrar trabajo en una gran casa, como criados o algo parecido.
—Con Tomas será imposible. Nadie nos contratará si nos ven llegar con un niño de seis años.
Tomas la miró con recelo, como si temiera que estuviese pensando en el modo de librarse de él.
—Sólo digo —añadió Dominique— que sería más fácil encontrar trabajo en un pueblo o una ciudad grande.
—Yo de vosotros no pondría los pies en Londres —intervino sin que viniese a cuento el hombre sentado frente a Tomas—. Londres es un lugar muy duro para vivir. Durísimo, os lo aseguro.
Le dirigimos una mirada de incomprensión.
—Podemos continuar por el mismo camino —proseguí al cabo de un momento, pero bajando la voz para mantener la privacidad—, y si llegamos a un lugar que nos guste, nos quedamos. No tenemos por qué decidirlo ahora.
El hombre eructó ruidosamente y acto seguido soltó una sonora ventosidad. El suspiro que dejó escapar a continuación testificó el gran placer que le habían proporcionado ambas acciones.
—Amberton —lo amonestó su mujer, dándole unos golpecitos en la mano como de pasada, un gesto que tenía más de instintivo que de ofendido—, ¿qué modales son ésos?
—Es algo natural, hijo —dijo Amberton volviéndose hacia mí—. Espero que no te moleste un poco de ruido intestinal.
Lo miré, dudando si la pregunta era retórica. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, bastante obeso; llevaba el pelo cortado al rape y una barba de cuatro días que centelleaba entre sus feas facciones como si de mugre se tratara. Al abrir la boca mostraba sus amarillentos dientes sin recato alguno. Mientras me miraba, se limpió la nariz con el dorso de la mano y a continuación se quedó observándolo. Acto seguido me sonrió y me tendió la misma mano para que se la estrechara.
—Joseph Amberton —se presentó en tono jovial, y al sonreír ofreció una amplia visión de sus sucios dientes en una boca repugnante—, para servirte. Dime, hijo, no has contestado a mi pregunta: ¿verdad que no te importa oír un poco de ruido intestinal?
—No, señor, en absoluto —respondí, temeroso de las represalias si no le gustaba mi respuesta; la mera idea de que esa mole de grasa se arrojase sobre mí me hacía temblar. Era una especie de híbrido entre hombre y ballena; desollado daría un buen aceite—. Me parece perfecto.
—En cuanto a ti, señorita —añadió dirigiéndose a Dominique—, no te conviene ir a Londres, hazme caso. En esa ciudad ocurren cosas terribles. ¡Si lo sabré yo!
—Debo darle la razón a mi Joseph. —La mujer nos miró. Era igual de corpulenta que su marido, pero tenía las mejillas sonrosadas y una sonrisa agradable—. Pasamos muchos años en Londres. Allí fuimos novios, allí nos casamos, allí vivimos y trabajamos durante bastante tiempo, y fue allí donde sufrió el accidente, ¿sabéis? Por eso nos marchamos.
—¡Ya lo creo! —exclamó Amberton antes de hincarle el diente a una costilla de cordero—. Ésa fue la gota que colmó el vaso, vaya si lo fue. Gracias a Dios, mi mujer estuvo a mi lado a pesar de los pesares y no se largó con otro, algo que podría haber hecho perfectamente, pues, como podéis ver, sigue siendo una mujer muy atractiva.
Me dije que, fuera cual fuese la lesión que había sufrido su marido, era improbable que aquella mujer encontrase a un hombre de un volumen parecido capaz de complacerla o satisfacerla. Aun así sonreí en señal de aquiescencia y me encogí de hombros mirando de reojo a Dominique.
—Podríamos…
—¿Conocéis Cageley? —me interrumpió la señora Amberton, y al ver que yo negaba con la cabeza, añadió—: Nosotros vivimos allí. Es un pueblo con bastante actividad y hay trabajo de sobra. Si queréis podemos llevaros; esta misma tarde partimos para allí. Será un placer, ¿a que sí, Joseph? Nos encanta la compañía.
—¿A qué distancia está? —preguntó Dominique, que después de nuestra experiencia del día anterior recelaba de cualquier ofrecimiento generoso.
En cuanto a mí, lo último que quería era mancharme las manos de sangre otra vez. La señora Amberton respondió que en su carro tardaríamos una hora y que llegaríamos al atardecer. Finalmente aceptamos acompañarlos, aunque un poco nerviosos.
—Al menos avanzaremos unos kilómetros —me susurró Dominique al oído—. Y si no nos gusta, nos marchamos y ya está.
Asentí con la cabeza. Una vez más, acataba órdenes.
Mientras avanzábamos por el camino lleno de baches, oscureció. En contra de la costumbre de la época, la señora Amberton conducía el carro e insistió en que Dominique se sentara delante con ella, mientras que su marido, Tomas y yo nos acomodamos detrás. Como siempre, mi hermano se valió de las prerrogativas de su corta edad para quedarse dormido de inmediato. Por mi parte, permanecí despierto y dando conversación al flatulento señor Amberton, que cada dos por tres se echaba al coleto un trago de whisky con visible fruición y luego soltaba toses, carraspeos y escupitajos.
—¿A qué se dedica usted? —pregunté para que la conversación no languideciera.
—Soy maestro de escuela. Doy clase a cuarenta mocosos del pueblo. Mi mujer es cocinera.
—¿Y tienen hijos?
—Oh, no. —Amberton se echó a reír, como si la sola idea fuera un disparate—. Es por culpa del accidente que sufrí en Londres. El caso es que no se me empina, ¿entiendes? —susurró con una sonrisa. Me quedé pasmado ante su falta de pudor—. Trabajaba en la construcción de unas casas en la ciudad y se me cayó encima una viga enorme. Al parecer me dejó fuera de servicio de forma permanente. Quizá vuelva a ser el que era algún día, pero después de tanto tiempo lo dudo. No me importa mucho, la verdad. A la señora Amberton no parece molestarla. Hay otras maneras de satisfacer a una mujer, ¿sabes? Algún día lo aprenderás, chico.
—Ajá —murmuré, y cerré los ojos; no quería conocer ningún detalle más sobre la vida privada de los Amberton.
—A menos que tú y… —Señaló con la cabeza a Dominique, puso los ojos en blanco con lascivia, sacó la lengua y la agitó de forma repulsiva—. Vosotros dos…
—Es mi hermana —lo interrumpí.
—Ah. Te pido disculpas, hijo. —Soltó otra carcajada—. Siempre digo que no hay que meterse con la madre, la hermana ni el caballo de un hombre.
Asentí en silencio y poco después me quedé dormido. Me desperté cuando entrábamos en Cageley.
En noviembre de 1892, a la tierna edad de ciento cuarenta y nueve años, me encontré de nuevo en mi ciudad de nacimiento, París, en compañía de mi mujer de entonces, Céline de Fredi Zéla. Poco antes habíamos dejado nuestra casa de Bruselas para viajar a Madrid, donde pensábamos pasar un par de semanas, y de pronto se nos ocurrió hacer un alto en la capital francesa y visitar al hermano de Céline, que esa semana daría una conferencia en la Sorbona. Llevábamos casados tres años y nuestro matrimonio no funcionaba. Sospechaba que acabaríamos divorciándonos —un trámite que nunca me ha atraído—, y esas vacaciones suponían el último esfuerzo por salvar nuestra relación.
Nos habíamos conocido en Bruselas en 1888, donde yo vivía con cierto desahogo gracias a los beneficios de una opereta que había escrito y producido para el teatro belga. Se titulaba
Un asesinato necesario
y, si bien no parece haber resistido el paso del tiempo —hace poco me sorprendió verla citada en un texto académico que trataba sobre óperas europeas del siglo XIX poco conocidas, pero aparte de eso nadie se acuerda de ella en la actualidad—, tuvo bastante éxito en su día. El segundo crítico operístico más importante de la época, Karpuil —que se comportaba como un borracho ignorante la mayor parte del tiempo pero escribía de maravilla—, la celebró como «la reflexión sublime de un talento generoso sobre un asunto inquietante». No obstante, debo admitir que el crítico más influyente no fue tan pródigo en elogios. La obra le pareció intrascendente y poco original. Con la perspectiva que da el tiempo, su prestigio me parece justificado por la agudeza de su observación. Céline fue invitada al estreno y ocupó un palco en compañía de su hermano mayor, Pierre, barón de Coubertin, y algunos amigos. Después de la representación, se acercó para saludarme y me felicitó; en especial le había gustado la segunda parte, que protagonizaban una joven y su amante.
—¡Es una historia tan escalofriante! —exclamó mientras seguía con sus ojos pardos a los actores, que iban de un lado a otro presas de la excitación que sigue a una representación. A la gente ajena al teatro siempre le interesa la atmósfera que se respira entre bastidores—. La música es muy hermosa; aunque esa pareja de jóvenes comete un crimen espeluznante. Las dos cosas juntas crean un efecto pavoroso y a la vez conmovedor.
—Sin embargo —señalé—, como se anuncia en el mismo título, es un crimen necesario. El chico se ve obligado a matar al hombre para evitar que éste viole a su amada. Si no fuera por él…
—Por supuesto —me interrumpió—. Eso lo entiendo perfectamente. Pero me perturba la facilidad con que se deshacen del cadáver para proseguir su viaje. Eso en concreto me ha hecho imaginar el final que los aguardaba. En ese momento he sabido que todo acabaría en tragedia, que uno de los dos, o ambos, pagarían al final ese crimen. ¡Qué historia más triste!
Estuve de acuerdo con ella y la invité a cenar, en compañía de unos amigos, esa misma noche. Aunque no soy la clase de hombre que se ufana con las alabanzas de los demás, ése fue mi primer (y único) éxito en un escenario, y durante un tiempo me embriagó la idea de ser un artista con talento. Por entonces aún ignoraba que mi verdadera vocación no residía en la creación, sino en el mecenazgo de las artes. A decir verdad, había nacido en la época equivocada; de haber vivido unos siglos antes, sin duda habría rivalizado en magnanimidad con Lorenzo de Médici. Con Céline no tuve un amor a primera vista. En aquel entonces las mujeres belgas llevaban el cabello recogido en la nuca, muy tirante, y dejaban unos mechones sueltos por encima de las orejas. A Céline ese peinado no le sentaba bien, pues resaltaba su frente, demasiado protuberante. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche su compañía me resultó cada vez más grata. Era inteligente y se sentía atraída por los mismos temas que yo. Ambos habíamos devorado el primer libro de la serie protagonizada por Sherlock Holmes,
Un estudio en escarlata
, que Conan Doyle acababa de publicar, y esperábamos impacientes la siguiente entrega. Al despedirnos acordamos vernos pocos días después, y a los ocho meses estábamos casados e instalados en una casa adosada en el centro de la ciudad.
Durante un tiempo fuimos felices, pero confieso que nuestro matrimonio se estropeó por mi culpa, pues me lié con una joven actriz —que, para ser franco, me importaba un bledo— y Céline lo descubrió. No me dirigió la palabra durante semanas, y cuando finalmente rompió su mutismo apenas lograba cruzar unas frases sin llorar. Le había hecho mucho daño, y lo sentía de verdad. Durante esos meses de congoja me arrepentí de mi necedad una y otra vez, pues Céline me quería sinceramente y disfrutaba de nuestra vida en común que, hasta ese momento, había transcurrido dichosamente. Como entonces ya era ducho en esas lides, debería haber reconocido una buena relación cuando la veía, pero admito que suelo tropezar con la misma piedra una y otra vez.