—Ve a buscar una manta —dije a P. W., que se había quedado detrás de mí y esperaba mi reacción con los nervios a flor de piel—. Mejor trae dos.
Al cabo de unos segundos apareció con dos gruesas mantas; cubrí el cuerpo de James con una. De pronto la chica volvió en sí y me miró de hito en hito. Al acercarme a ella con la otra manta se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con las manos, aterrorizada.
—Tranquila, no temas —musité mientras hacía un ademán amigable con la mano—. Es para que te abrigues. He venido para ayudar.
—No he sido yo —balbució—. No tengo nada que ver. Me aseguró que aguantaría, que ya lo había hecho.
Hablaba muy bien para ser una prostituta adolescente, como si hubiese estudiado en una escuela de pago y fuese de buena familia. Sin lugar a dudas era el tipo de chica que le gustaba a James. Era bonita y llevaba poco maquillaje, aunque el rímel se le había corrido.
—¿Cuántos años tienes? —susurré al tiempo que me arrodillaba y la cubría con la manta.
—Quince —repuso con la sinceridad, la presteza y la cortesía que demostraría ante un tutor o un padre.
—¡Por Dios, lo que nos faltaba! —exclamé volviéndome para dirigir una mirada de asco a P W.—. ¿Qué coño habéis estado haciendo los dos? —No suelo ser tan malhablado, pero la respuesta de la chica me había afectado—. ¿Qué cojones ha pasado aquí esta noche?
—Lo siento, Matthieu. —dijo P. W. mientras se mordía las uñas, los ojos velados por las lágrimas—. No teníamos ni idea. Ella dijo que era mayor. Nos dijo…
Algo destelló en el suelo y, al fijarme, vi una cucharilla de plata con el óvalo un poco marrón y una burbuja brillando en el borde. La recogí y la examiné un instante antes de dejarla caer.
—¡Me cago en la puta! —bramé. Fui hacia el cadáver de James y levanté la manta. Cuando le subí la manga de la camisa y dejé a la vista la jeringuilla vacía clavada en una vena, la niña soltó un grito estremecedor—. ¿Qué había dentro? ¿Qué se ha metido?
—¡Ha sido ella! —chilló P.W.—. Lo ha traído la chica. Ha dicho que así disfrutaría más.
—¡Mentira! —exclamó ella—. Me pedisteis que lo trajera. Me dijisteis que queríais pasar un buen rato y hasta me disteis dinero para que lo comprara, cabrón.
P. W. se abalanzó hacia ella hecho una furia, pero lo detuve a tiempo y lo empujé; cayó en el sofá y a punto estuvo de hacerlo sobre el cadáver de James.
—¡Siéntate! —ordené en tono enérgico; me sentía como intercediendo en una pelea de patio de colegio y no deteniendo a un hombre de mediana edad que se disponía a golpear a una niña cuarenta años menor que él—. Ahora contadme lo ocurrido, por favor.
Esperé en silencio. Finalmente, P. W. se encogió de hombros y me miró como pidiendo disculpas.
—Sólo queríamos pasar un buen rato. Salimos a tomar unas copas y terminamos ciegos; ya sabes cómo le gustaba empinar el codo a James y la capacidad que tenía para arrastrar a todo el mundo. Íbamos a subir a un taxi cuando vimos a esta putita.
—¡Que te jodan! —espetó la chica.
—James se acercó a ella, le preguntó si le gustaría… bueno, ya sabes, y ella dijo que vale y…
—¡Está mintiendo otra vez! —rugió la joven.
Me volví y la fulminé con la mirada, tras lo cual se recostó en el sofá con un sollozo y pareció enmudecer para siempre.
—Sigue —dije a P.W.—. Cuéntame exactamente cómo ha ocurrido. Quiero la verdad.
—En fin, que llegamos aquí, y estábamos preparados para… bueno, ya sabes. Yo sería el primero; luego le tocaría a James. Entonces él dijo que últimamente le costaba un poco, ya me entiendes, le fallaba la minga, que necesitaba tomar algo para que se le levantara. Así que le preguntó a la chica si tenía algo y entonces ella sacó la heroína.
—¡Claro! Lo mejor que podías darle para que perdiera el conocimiento —protesté, y me volví hacia la chica—. ¿En qué estabas pensando?
—No me grites, ¿eh? —chilló—. No es culpa mía. ¿Acaso crees que me apetecía tener a ese gordo cabrón encima dale que te pego? Le mostré lo que traía, me dijo que quería heroína, le pregunté si había tomado antes y me juró que sí, y se la di. ¡A mí qué me importa lo que le pase a ese tío, mientras me pague! No soy su madre, ¡joder!
—¡Míralo! —rugí—. Está muerto, por el amor de Dios.
—Se clavó la jeringuilla —prosiguió P. W. — y empezó a temblar de pies a cabeza. Se puso a babear y tuvo una especie de ataque epiléptico. Se cayó al suelo y un minuto después se quedó inmóvil. Entonces lo arrastré y lo apoyé contra el sofá. Nadie tiene la culpa. No pueden acusarnos de su muerte. Se mató él solito.
—Por Dios, P. W. —dije mirándolo fijamente—. Habéis contratado a una prostituta, que para colmo es menor de edad. Añade posesión de drogas, drogas duras, por si fuera poco, y un cadáver. No suena muy legal, ¿no crees?
Ocultó la cara entre las manos y empezó a sollozar otra vez. Eché un vistazo a la chica, que lo miraba con desprecio; había sacado una lima del bolsillo y estaba arreglándose las uñas.
—Me voy —anunció la joven—. Esto no tiene nada que ver conmigo.
—Siéntate —ordené—. Nadie se va a ninguna parte, al menos hasta que haya decidido qué hacer. No abandonaremos la habitación hasta que yo lo diga y no quiero oír ni un murmullo, ¿entendido?
Salí al vestíbulo, como el padre que acaba de reñir a sus hijos por haberlos pillado hablando cuando deberían estar durmiendo, y cerré la puerta con firmeza. Incluso pensé en echar la llave, pero estaba puesta por dentro. Me senté en los escalones a reflexionar sobre la situación. Podía largarme sin más de aquella casa y dejarlos para que se las apañaran solos. Después de todo, era su problema. «Claro que he venido en taxi —pensé—, y mis huellas dactilares están por todas partes, incluida la jeringuilla, pero, en cuanto oigan mi historia, nadie me relacionará con esto. ¡Qué me importa lo que pueda pasarles a esos dos! No es mi problema.»Pero no me fui. Era demasiado arriesgado. En mi caso la cadena perpetua podía significar muchos años a la sombra. Le di vueltas y más vueltas al asunto buscando una solución; no era experto en las drogas actuales, ni sabía dónde se compraban, ni cómo se consumían, ni el efecto que tenían sobre el organismo. Debía hablar con alguien que supiera del asunto. Saqué la agenda del bolsillo y empecé a pasar hojas hasta que di con un nombre; marqué su número con el aparato del vestíbulo. Respiré hondo y crucé los dedos con la esperanza de haber tomado la decisión correcta.
Tommy llegó veinte minutos más tarde, vestido de negro, como siempre; en esta ocasión llevaba, además, una gorra de lana oscura. No conocía a nadie más experto en drogas que mi sobrino. Sin duda había probado todo lo habido y por haber y vivido situaciones parecidas a ésa. Sabría cómo actuar.
—Estás metido hasta el cuello —afirmó tras escuchar la historia—. La cosa ya no tiene remedio. Para empezar, ese cabrón jamás debería haberte llamado, y tú no deberías haber venido. Pero ya que estás aquí tendrás que solucionar el problema.
—Veamos —mientras esperaba a mi sobrino había estado cavilando—: fue el propio James quien se administró la dosis, ¿no? Y cuando la gente se droga a veces la palma, ¿verdad? Sólo tenemos que conseguir que parezca que fue él quien lo hizo. Nada que no sea cierto, pero no podemos permitir la menor sombra de duda al respecto. Tenía un trabajo muy estresante; estas cosas pasan a menudo. No puedes imaginarte la cantidad de gente que he visto matarse delante de mis narices por motivos parecidos. Incluso presencié el suicidio de un amigo —añadí recordando a Denton Irving, de Wall Street.
—Podemos llevarlo a su despacho —propuso Tommy, excitado—. Tienes la llave. Lo llevamos al despacho, lo sentamos a su escritorio y cuando entres a primera hora de la mañana te lo encuentras allí sentado. Llamas a la policía. Nadie pensará nada extraño. Creerán que ha sido culpa suya.
—Buena idea, me gusta. —Asentí—. ¿Y qué hacemos con esos dos?
En ese instante se abrió la puerta y salió la chica. Tommy se volvió de inmediato, pero demasiado tarde; la chica lo reconoció.
—¿Sam? Eres…
—¡Vuelve dentro! —rugí. La chica dio un respingo y se puso a chillar—. Vuelve a la habitación y siéntate hasta que te avise. ¡O llamo a la policía ahora mismo!
Obedeció y cerró de un portazo. Tommy me miró furioso.
—¿Ves lo que te decía? —exclamó desesperado.
Seguimos el plan que él había propuesto. Metimos el cadáver de James en el coche y lo llevamos a su despacho, donde por la mañana lo «descubriría». Cuando regresé, la chica se había marchado y P. W. se comportaba como si no hubiera ocurrido nada. La noticia apareció en los periódicos del día siguiente con grandes titulares:
ENCUENTRAN A UN PRODUCTOR DE TELEVISIÓN
MUERTO EN SU DEPACHO.
EJECUTIVO DE CANAL SATÉLITE FALLECIDO
POR SOBREDOSIS.
La información seguía en las páginas 5 y 6 de los tabloides, donde se mencionaba la defección de Tara Morrison a favor de la BBC como una de las probables razones del prolongado estrés a que había estado sometido James Hocknell en los últimos tiempos. Tara misma escribió una columna —«Tara dice: Simplemente di no»— sobre su antiguo jefe en la que elogiaba su inmenso talento y se confesaba desesperada —«Me desespera, queridos lectores»— por el modo en que estaba cambiando el país. Repetí varias veces ante la policía la historia que había preparado y por suerte se la creyeron palabra por palabra. Al cabo de una semana el caso fue declarado «muerte accidental» y pudimos dar sepultura a nuestro antiguo director gerente. Al funeral asistieron unas veinte personas. La ausencia de P.W., que adujo tener gripe, fue muy sonada.
Después de lo sucedido, me reafirmé en mi propósito de salvar la vida de Tommy; si había albergado alguna duda, tras lo ocurrido se había desvanecido. No dejaría que mi sobrino acabara de ese modo; no permitiría que desapareciese de la faz de la tierra igual que James o muchos de sus propios antepasados. Él me había echado una mano, y yo me proponía ayudarlo.
«Tal como yo lo veo, el tipo ya estaba muerto, de modo que no hicimos más que solucionar un problema.» Pese a que Tommy había intentado quitar hierro al asunto, no conseguí acallar la voz de la conciencia. Si bien no había hecho daño a nadie, había encubierto los hechos y ahora sólo podía rezar para que no tuviera que responder a más preguntas en el futuro.
Dominique y yo discutimos sobre si debíamos continuar hasta Londres con el caballo y el carro de Furlong, pero al final fue Tomas quien inclinó el peso de la balanza. Para mi consternación, Dominique quería ir en el carro. Los sucesos de las últimas veinticuatro horas la habían agotado, y la perspectiva de andar otros tres días para llegar a la capital se le hacía insoportable; ese medio de transporte le parecía como caído del cielo. Por mi parte, sostenía que el carro llamaría la atención; si buscaban al joven granjero y reconocían su vehículo, estaríamos metidos en un buen lío. Aunque lógicamente no pensábamos tomar el mismo camino que él habría seguido, siempre cabía la posibilidad de que nos cruzáramos con algún familiar o un conocido. No valía la pena arriesgarse. Al final, como Tomas no dejó de repetir que no quería caminar un paso más, Dominique se alió conmigo —creo que para fastidiarlo— y enviamos el caballo de vuelta por el camino de Bramling. Sin carrero.
Aunque la noche anterior no habíamos pegado ojo, decidimos alejarnos de ese lugar espantoso lo máximo posible y cuanto antes. Habíamos ocultado el cadáver de Furlong en un bosquecillo cerca del establo. Me habría gustado enterrarlo, pero no teníamos nada con que cavar. Dominique propuso esconderlo entre la maleza y quitarle el dinero para simular que había sufrido un asalto por el camino. Afirmó que de ese modo no nos descubrirían y podríamos continuar con el plan inicial de instalarnos en Londres y emprender una nueva vida como si nada hubiera ocurrido. Aunque yo había tenido razones para matar a Furlong —que habría violado a Dominique de no ser por mi intervención—, no me hacía ilusiones de que las autoridades fueran a comprenderlas. Éramos muy jóvenes y la policía nos aterraba; si nos llevaban a juicio, nos separarían. Ya estaba hecho, no podíamos cambiar lo sucedido, de modo que sería mejor pasar página y simular que jamás habíamos visto a ese hombre.
Le quitamos el vómito de la cara y lo volvimos para tenderlo boca abajo; a continuación extrajimos de su bolsillo un pequeño monedero con dinero suficiente para mantenernos un par de días. Dominique dejó caer dos guineas a unos metros del cadáver, como si los ladrones y asesinos, nerviosos, hubieran extraviado parte de su botín. Le rasgamos un poco la ropa y le desgarramos la chaqueta por detrás. Antes de dejarlo, Dominique sugirió el último toque.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —murmuré, azorado por su propuesta.
—No tenemos otro remedio, Matthieu. Piénsalo. Es inverosímil que el ladrón sólo lo apuñalara por la espalda antes de robarle; debemos simular un forcejeo y mucha violencia. Furlong era un hombre fuerte; ha de parecer que intentó defenderse.
De repente alzó el pie derecho y le propinó una patada en las costillas con todas sus fuerzas; esa muestra de violencia me impresionó. El cadáver crujió, y Dominique volvió a la carga, pateándole el rostro.
—¿Dónde está el cuchillo? —preguntó mirándome, y por un instante pensé que iba a vomitar de nuevo, aunque tenía el estómago vacío y albergaba pocas esperanzas de llenarlo pronto.
—¿El cuchillo? ¿Para qué lo quieres? Ya está muerto.
Al reparar en el destello de la hoja bajo mi chaqueta, alargó la mano y me lo quitó. Retrocedí mientras Dominique hundía el cuchillo en el cadáver varias veces; después levantó un poco la cabeza del suelo y le rebanó el cuello de oreja a oreja. Al rasgarse, la carne emitió un sonido siniestro y liberó el aire contenido con un silbido antinatural.
—Ya está. —Dio un paso atrás y se pasó la mano por la barbilla con brusquedad—. Mucho mejor así. Ahora larguémonos de aquí. ¡Eh!, que no es para tanto —añadió al advertir mi palidez—. Tenemos que sobrevivir, ¿no? ¿Acaso quieres acabar en la horca? Él se lo buscó, Matthieu. No es culpa nuestra, sino suya.
Asentí en silencio y me encaminé al establo, donde habíamos dejado a Tommy mientras nos ocupábamos del cadáver. Cuando lo sacábamos, Tommy se había despertado un instante, pero estaba tan agotado que Dominique consiguió que conciliara el sueño de nuevo acariciándole la frente con suavidad. Cuando entré en el establo seguía durmiendo plácidamente. Me acosté a su lado, reconfortado por el calor de su cuerpo contra el mío. Me sentía exhausto y tiritaba, y todo cuanto deseaba era dormir. Oí entrar a Dominique y cerrar la puerta a sus espaldas. Removió un poco las brasas, que apenas desprendían calor; era demasiado tarde para avivar el fuego. Cerré los ojos y fingí dormir; hasta ronqué un poco para resultar más convincente. No quería hablar ni discutir sobre lo ocurrido. A decir verdad, sólo quería llorar; aún creía que había actuado correctamente, pero la idea de haber matado a un hombre me atormentaba.