—¡Pues consigue uno, por el amor de Dios! Cómpralo por catálogo, y una vez lo tengas invita a un fotógrafo para que haga unas tomas. Si quieres ganar dinero, aprovéchate de tu fama mientras la tengas, chico.
Pensé que me estaba yendo por las ramas, ya que después de mencionar la foto con Barbra había pasado a tratar el tema de Andrea y ahora estaba dándole consejos financieros gratis. Me recliné en el asiento y miré alrededor. Era media tarde y el local estaba casi vacío. Entre los clientes reconocí a un secretario de Estado que, sentado a una mesa, hablaba animadamente con su amante (hacía poco lo había visto en una fotografía —que circulaba de mano en mano— donde era la parte posterior de un caballo de pantomima. Por desgracia, la parte delantera del caballo había olvidado vestirse; hubo un conato de escándalo, pero al final todo quedó en nada, pues ningún periódico quiso publicarla). Sentada a otra mesa había una pareja de mediana edad; comían pasteles y bebían té en silencio, como si ya se hubieran dicho todo lo que habían de decirse en la vida y sólo les quedara seguir adelante. Una pareja de adolescentes granujientos armaba alboroto en otra mesa. En la camiseta del chico se leía: «Mi nombre es Warren Rimbleton y gané ocho millones de libras en la lotería de marzo. ¡Y tú no!» Llevaba tanto oro y joyas encima que sospeché que esa afirmación era verdad. Aparté la mirada cuando empezaron a besuquearse de un modo extraño y torpe (más bien parecían estar mascando caramelos). Mi sobrino se rascaba el antebrazo y se había subido la manga por encima de la muñeca. Advertí que tenía unas marcas raras.
—¿Qué tienes ahí?
—¿Qué? —Tommy se abrochó el puño precipitadamente.
—Esas marcas del brazo… ¿De qué son?
Se encogió de hombros y se sonrojó, moviéndose inquieto en la silla.
—Nada, no son nada… Estoy dejándolo, ¿vale? —añadió de forma incongruente.
No daba crédito a mis ojos. Me aproximé a él y bajé la voz.
—Viste cómo acabó James Hocknell, ¿verdad? De repente…
—James no era más que un viejo chocho que se chutó para impresionar a una putita adolescente que acababa de conocer en la calle. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—Sí, y por eso la palmó.
—No voy a morir, tío Matt.
—Seguro que él pensaba lo mismo.
—Mira, de todas formas no lo hago a menudo. La televisión estresa mucho; alguna vez he de relajarme, ¿entiendes? Sólo tengo veintidós años y sé exactamente cuánto puedo chutarme sin pasarme. Confía en mí, ¿vale?
—Me preocupo por ti, Tommy —le confié en un arrebato conciliador—. No me gustaría que te pasara nada malo. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí, y te lo agradezco.
—Ese niño que está en camino… no anuncia nada bueno.
—Es sólo un niño, tío…
—Lo he visto demasiadas veces. Deja de dragarte, por favor. ¿Serás capaz? No sigas el mismo camino que tus antepasados. Y espabila, muchacho, que ya va siendo hora.
Tommy se levantó y arrojó unas monedas sobre la mesa, como si quisiera demostrarme algo.
—Pago yo. Tengo que irme, me esperan en el plato dentro de veinte minutos. No te preocupes por mí. Sé cuidarme.
—Ojalá pudiera creerte.
Permanecí sentado contemplando cómo la gente se volvía al reconocer a Tommy mientras éste salía del local. Se les iluminaba la cara, como si el encuentro hubiera aportado a sus vidas un poco de felicidad, y parecían ansiosos por contárselo a sus amigos. Y él no se daba cuenta de lo importante que era para aquellos perfectos desconocidos, y no digamos para mí.
A menudo me propuse averiguar, sin éxito, el origen del nombre del pueblo donde fuimos a parar, Cageley, palabra derivada de «jaula». No obstante, sigue siendo uno de los lugares que conozco cuyo nombre se ajusta más a la realidad: puedo asegurar que en mis doscientos cincuenta y seis años rara vez he estado en una población donde me sintiera tan enjaulado, tan atrapado, como en esa pequeña aldea. Al llegar, lo primero con que uno topaba era la verja de hierro levantada en los límites del pueblo, por la que tenía que pasar todo el tráfico rodado. Era una vista inusual y extrañamente innecesaria, pues la verja estaba sólidamente plantada en el suelo a un lado y otro del camino y siempre abierta, aunque tampoco habría cambiado nada si la hubiesen cerrado, pues uno podía rodearla y entrar en el pueblo por ambos lados.
Era una población autosuficiente, de quinientos o seiscientos habitantes, todos los cuales parecían contribuir en algo al bien común. Había varias tiendas de ultramarinos, un herrero y, en el centro, un mercado donde los niños de los granjeros se pasaban el día vendiendo sus productos a otras familias del lugar. También contaban con una iglesia, una escuela pequeña y un ayuntamiento donde se representaban obras de teatro y se celebraban conciertos y diversas actuaciones.
Los señores Amberton nos invitaron a pasar la primera noche en su casa. Estábamos tan agotados que nos fuimos directos a la cama. Se trataba de una vivienda muy grande para dos personas solas, y para mi decepción tenían una habitación lo bastante espaciosa para que Tomas y yo durmiéramos juntos, y otra más pequeña para Dominique. A la mañana siguiente, la señora Amberton se ofreció a enseñarnos el pueblo por si decidíamos quedarnos a vivir allí en lugar de continuar viaje a Londres. En cuanto di una vuelta por la aldea y contemplé ese entorno supuestamente idílico, lleno de familias felices y satisfechas que gozaban de relativa prosperidad, me entraron ganas de quedarme. También Dominique, a juzgar por su expresión, parecía embelesada por el porvenir de insospechada estabilidad que se abría ante sus ojos.
—¿Qué piensas? —pregunté mientras avanzábamos por una callejuela; la señora Amberton iba unos pasos por delante con mi hermano pequeño de la mano—. No se parece en nada a Dover.
—Es verdad. Aquí no podrías continuar con tu antiguo estilo de vida. Todos parecen conocerse, y si robaras seguro que nos ahorcarían.
—Hay otras formas de ganarse la vida. En este pueblo hay trabajo, ¿no crees?
No contestó, pero yo estaba seguro de que le gustaba lo que veía. Al final convinimos en que nos quedaríamos un tiempo y empezaríamos a buscar trabajo enseguida. Los Amberton se mostraron encantados cuando les comunicamos la noticia —me sentí un poco como un pardillo al que intentaran captar en una secta— y nos ofrecieron vivir en su casa y empezar a pagarles en cuanto encontráramos un empleo. Aunque ambos me parecían tan repulsivos como sus modales y costumbres, y aunque ya entonces intuía que estaba llamado a vivir otras experiencias, no tenía más remedio que aceptar. Al fin y al cabo, su propuesta era muy generosa, pues no podíamos saber cuándo empezaríamos a cobrar un sueldo. Las dos primeras noches los cinco nos sentamos juntos frente a la chimenea de la casa; Tomas dormía mientras Dominique pensaba en sus cosas y yo escuchaba a nuestros anfitriones relatar con lujo de detalles su vida en común. Amberton amenizaba la conversación con continuas toses, escupitajos al fuego y largos tragos de whisky. Me pareció que se estaban encariñando con nosotros y empezaban a tratarnos como a los hijos que nunca habían tenido; lo notaba en el modo en que nos miraban, sobre todo a Tomas, y para mi sorpresa sentí que me gustaba esa sensación. Hasta entonces no había conocido una familia tan unida y feliz como la que formamos la breve temporada que pasamos con los Amberton, y en toda mi larga vida no he vuelto a experimentar nada parecido.
—El padre de mi mujer no quería que me casase con ella —nos contó Amberton una noche—. Tenía muchas pretensiones, ¿sabéis?, y no siempre se cumplieron.
—Pero era un buen hombre —intervino ella.
—Quizá lo fuera, querida, pero tenía unas aspiraciones desmedidas para haberse pasado media vida ordeñando vacas; recuerda que cuando recibió la pequeña herencia que le dejó la anciana tía de Cornualles ya estaba en la cincuentena.
—¡Mi tía abuela Mildred! —rememoró la señora Amberton—, Vivió sola toda su vida y siempre vistió igual. Llevaba un vestido negro y zapatos rojos, y cuando tenía compañía se ponía guantes. Dicen que estaba un poco trastornada, al parecer por un triste episodio que había vivido en su juventud, pero yo, si queréis saber mi parecer, siempre he pensado que le gustaba ser el centro de atención.
—Como quiera que fuese, el caso es que dejó todo su dinero al padre de mi esposa —continuó Amberton—, y desde entonces cualquiera que lo viese habría jurado que era un miembro de la aristocracia rural. «¿Y cómo piensas mantener el nivel de vida al que está acostumbrada mi hija?», me preguntó la noche en que fui a pedirle la mano de mi mujer. «Pero si acabas de salir del cascarón, chico.» Entonces le conté mis planes y que me proponía entrar en el mundo de la construcción en Londres; pensad que por entonces podía ganarse mucho dinero en ese negocio, y él va y se pone a olisquear el aire como si yo hubiera soltado alguna ventosidad, cosa que no había hecho, y luego me dice que no soy un buen partido y que mejor me busque la vida en otra cosa, y que vuelva cuando tenga un porvenir más halagüeño.
—¡Igual que si hubiera ido a pedir trabajo! —exclamó la señora Amberton, como si la respuesta de su padre aún la sulfurara al cabo de tantos años.
—Al final nos escapamos, nos casamos y marchamos a Londres. Durante un tiempo su padre apenas nos dirigió la palabra, pero después pareció olvidarlo todo. Bueno, no todo, porque se acordaba del jamón que se había zampado en nuestro banquete de bodas; solía decir que le había ocasionado un terrible dolor de estómago.
—Al final se volvió un poco… —murmuró la señora Amberton, dándose golpecitos en la sien con un dedo para no pronunciar la odiosa palabra—. A veces se creía Jorge II; otras, Miguel Ángel, y no sé cuántos personajes históricos más. Siempre pienso que cualquier día va a pasarme lo mismo.
—No digas eso, querida —dijo su marido—. Es una idea terrible, de verdad. En caso de que ocurriera me vería obligado a abandonarte.
—De modo que cuando mi padre pasó a mejor vida —continuó ella—, heredamos un poco de dinero y vinimos a vivir a Cageley, donde mi marido montó la escuela. Mi hermana vive con su esposo en el pueblo vecino, y yo quería estar cerca de ellos. Mi marido goza de una enorme popularidad entre los niños, ¿verdad, cariño?
—Me gusta pensar que es así —repuso muy orondo el señor Amberton.
—Ahora tiene cuarenta alumnos. Esos niños están recibiendo la mejor educación posible al tenerlo a él como profesor. Qué buen futuro les espera, ¿eh?
En esa alegre cháchara transcurrieron nuestras primeras noches; era como si al contarnos su vida los señores Amberton nos facilitaran nuestra adaptación a una vida familiar que acabábamos de estrenar. Y por mucho que me horrorizaran ese parloteo sin fin y las toses, las ventosidades, los escupitajos y eructos del hombre, no podía negar que cada vez me encontraba más a gusto con aquel matrimonio. Ahora pienso que si no fuera porque al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, me habría quedado allí para siempre. Con dieciocho años cumplidos conseguí un empleo y me inicié en el inhóspito mundo del trabajo legal.
A las afueras de Cageley se alzaba una gran mansión propiedad de sir Alfred Pepys. Él y su mujer, lady Margaret, constituían la aristocracia local y eran muy respetados en el pueblo, pues la familia llevaba más de trescientos años allí. Eran banqueros muy acaudalados y, aparte de la propiedad de Cageley, que tenía ciento veinte hectáreas, poseían una mansión en Londres y una casa en las Tierras Altas de Escocia, además de un sinfín de pequeñas propiedades en otras partes de Inglaterra. Pocos años antes de nuestra llegada al pueblo, sir Alfred y su mujer se habían trasladado a la casa solariega después de dejar sus negocios en Londres en manos de sus tres hijos varones, quienes los visitaban de vez en cuando. La pareja disfrutaba de una vida tranquila en la que la caza y la equitación constituían sus únicas actividades extravagantes. En cuanto a su relación con los lugareños, ni los trataban de forma despótica ni establecían vínculos más allá de la mera cortesía.
El señor Amberton consiguió sendos trabajos para Dominique y para mí en la mansión como ayudante de cocina y mozo de cuadra respectivamente. No cobraríamos mucho, pero al menos tendríamos un sueldo, y nos alegramos de poder ganarnos la vida honradamente. Mi supuesta hermana se alojaría en las dependencias del servicio, mientras que yo seguiría viviendo en casa de los Amberton. A diferencia de mí, a quien este arreglo no podía disgustar más, Dominique estaba encantada de conseguir un grado de independencia que ansiaba desde hacía tiempo. Tomas empezó a asistir a la escuela del señor Amberton y demostró tener gran facilidad para la lectura y el teatro, lo que me consoló un poco de todo lo demás. Amenizaba la velada contándonos lo que había ocurrido durante el día y acompañaba sus relatos con perfectas caricaturizaciones no sólo de sus condiscípulos, sino también de su profesor y casero. Al parecer poseía el talento para el teatro que a su padre desgraciadamente le había faltado.
El día empezaba a las cinco de la mañana, cuando me levantaba y recorría los veinte minutos que había entre la casa de los Amberton y los establos de Cageley House. Junto con otro palafrenero de mi edad, Jack Holby, preparábamos el desayuno de los ocho caballos antes de dar cuenta del nuestro, y a continuación pasábamos unas horas almohazando y cepillando a los animales hasta que les dejábamos el pelaje brillante. Sir Alfred salía a cabalgar por la mañana y exigía que sus caballos estuvieran impecables. Nunca sabíamos cuál escogería ni si llegaría acompañado de algún invitado, así que nos esforzábamos porque todos y cada uno de ellos tuviera un aspecto inmejorable. Creo que en la época que Jack y yo trabajamos allí no había un caballo mejor cuidado en toda Inglaterra. Hacia las once teníamos una hora libre para comer algo en las cocinas y después nos sentábamos al sol y fumábamos una pipa durante veinte minutos, un hábito afectado en el que Jack me había iniciado.
—Cualquier día ensillaré un caballo, lo montaré y me largaré de aquí —dijo Jack en una ocasión, apoyado contra una bala de heno con una taza de té humeante en las manos. Dio una calada a su pipa y añadió—: Será la última vez que vean a Jack Holby por aquí.
Tendría unos diecinueve años y exhibía una melena dorada y lacia que le ocultaba buena parte de la cara, por lo que, en un gesto instintivo de acicalamiento, debía quitarse el pelo de los ojos continuamente. No entendía por qué no se cortaba el flequillo y acababa de una vez.