Mientras tanto, Thomas llegó con la noticia de que el cobarde Pío IX, temiendo que una invasión de Roma terminara con su pontificado o con su vida, o con ambos, había abandonado la ciudad y para refugiarse en Gaeta, al sur de Nápoles (donde permanecería exiliado durante años). Así fue como me vi privado de empleo y sueldo, pues, a falta de patrocinador y de fondos, el proyecto de construcción de la ópera de Roma se hundió en el olvido de la noche a la mañana. Una vez más era un hombre soltero y en el paro. Tras este vuelco de la fortuna pensé si no sería más sensato renunciar a batirme en duelo. Al fin y al cabo, nada me retenía ya en Italia. Podía huir fácilmente de la ciudad y no volver a toparme con Lanzoni nunca más, y debo admitir que en el fondo prefería seguir ese camino. Sin embargo, me parecía un acto deshonroso y, aunque mi carácter quedara incólume, siempre recordaría que había huido de una pelea. Por consiguiente, muy a mi pesar, resolví quedarme y aceptar el desafío de Lanzoni.
El día siguiente amaneció neblinoso. Mientras esperaba en un patio en compañía de Sabella, que permanecía apoyada contra el muro, histérica, y de Thomas, que actuaba de padrino, me sentí muy desdichado; estaba convencido de que mi vida se acercaba a su conclusión.
—¿No te parece absurdo? —dije a mi sobrino, que me sostenía el abrigo y me miraba con aflicción—. No conozco a este hombre, me casé con su mujer sin saber que estaba perjudicándolo, y ahora se supone que voy a morir por un pecado que no he cometido. ¿Por qué no podrá un hombre batirse en duelo con una mujer? ¿Te importaría explicármelo? No tengo nada que ver en esta historia.
—No vas a morir, tío Matthieu —dijo Thomas, y por un instante pensé que se echaría a llorar—. Puedes derrotarlo. Tal vez seas mayor que él, pero tienes mejor condición física. Además, está rabioso, fuera de sí; en cambio, a ti todo este asunto no puede importarte menos.
Negué con la cabeza, sobrecogido por una extraña inseguridad.
—Puede que al final todo sea para bien —dije, y me quité la chaqueta y el chaleco antes de examinar la espada que empuñaba—. Al fin y al cabo, no puedo vivir eternamente. Pese a que todo parece indicar lo contrario.
—No puedes morir ahora. Tienes demasiadas razones para vivir.
—¿De verdad lo crees? —repuse. Si estaba a punto de irme al otro mundo, no me venía mal un poco de compasión.
—Por un lado estoy yo —dijo Thomas—. Y Marita. Y el hijo que esperamos.
Lo miré sorprendido. Cien años más tarde le habría gritado por no haber tenido más cuidado, pero en ese momento sólo pude alegrarme.
—¿Un hijo tuyo? —Me parecía increíble; para mí, Thomas no era más que un niño—. ¿Desde cuándo?
—Hace poco. Hará un par de días que lo sabemos. De modo que ya lo ves: no puedes morir. Te necesitamos.
Asentí con la cabeza y me sentí fortalecido por primera vez.
—Tienes razón, hijo mío. No puede derrotarme. Este asunto no tiene nada que ver conmigo. ¡Adelante, caballero! —grité en dirección al otro extremo del patio—. Acabemos con esto cuanto antes.
Nuestro combate duró apenas cuatro minutos, si bien pareció que pasaban días mientras bailábamos con nuestras espadas de un lado a otro. Sabella gritaba a voz en cuello, pero no le hice caso; entonces ya había decidido que, independientemente de lo que ocurriera, nuestra relación había terminado. Con el rabillo del ojo veía a Thomas, que me animaba y se estremecía cuando la espada de Lanzoni me hería en el brazo o la mejilla. Al final logré desarmar a mi adversario y arrojarlo al suelo de un solo golpe. Y ahí se quedó tendido, con la punta de mi espada cerniéndose sobre su nuez de Adán, mientras me dirigía una mirada suplicante y pedía clemencia. Indignado como me sentía porque las cosas hubieran llegado tan lejos, me habría costado poco atravesarle la garganta y acabar con él de una vez.
—¡Esto no tiene nada que ver conmigo! —grité—. ¡No es culpa mía que ya estuviese casada!
Sostuve la espada sobre su cuello unos segundos más y al final lo ayudé a levantarse y me alejé en dirección a Thomas, intentando serenarme y contento de haber logrado controlar la sed de sangre que todos llevamos en nuestro interior, sustituyéndola por compasión. Me detuve frente a mi sobrino, que me echó el abrigo sobre los hombros.
—Ya lo ves, Thomas —dije eufórico—, hay momentos en la vida de un hombre en que…
Oí unos pasos apresurados a mi espalda y me volví. Thomas se volvió a su vez, pero no lo bastante rápido para apartarse, y ahí se quedó, inmóvil e indefenso. Lanzoni, con la espada en ristre y decidido a acabar con alguno, o con los dos si era posible, se abalanzó sobre mi desdichado sobrino. Al cabo de pocos segundos ambos estaban muertos: mi espada atravesaba el cuerpo de Lanzoni, y la de éste, el de Thomas.
En el patio se hizo el silencio y, antes de llevarle el cuerpo sin vida de mi sobrino a su amante embarazada, dirigí una mirada de reojo a mi ex mujer, que sollozaba en un rincón. Después del entierro abandoné Italia jurando no volver nunca más, aunque viviera mil años.
A medianoche sonó el teléfono, y enseguida me temí lo peor. Abrí los ojos en medio de la oscuridad, con la imagen de Tommy grabada en la mente. Imaginé el cuerpo de mi sobrino tirado en una alcantarilla del Soho: sus ojos ciegos miraban al cielo, aterrorizados por su última visión antes de morir, tenía la boca muy abierta, los brazos retorcidos de forma antinatural, y de la oreja izquierda le salía un hilo de sangre mientras la rigidez y la frialdad se adueñaban del cadáver. Una vez más topaba con la muerte de un sobrino, de un chico a quien me había sido imposible salvar. Al coger el teléfono se confirmaron mis peores presagios. En efecto, había muerto una persona —¿por qué razón si no se despertaría a alguien a esas horas?—, pero no se trataba de Tommy.
—¿Matthieu? —inquirió una voz nerviosa y asustada al otro lado de la línea.
De inmediato pensé que, debido al tono de pánico y urgencia, no podía tratarse de un policía. La voz me resultaba ligeramente familiar, pero no sabía de qué, como si el deje de temor añadido la volviera irreconocible.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Soy P. W., Matthieu. —Era mi amigo, el productor discográfico y socio inversionista de nuestro canal satélite—. Tengo una noticia terrible que darte. No sé cómo empezar. —Hizo una pausa, como si reuniese fuerzas para articular las tres palabras que pronunció a continuación—: James ha muerto.
Me incorporé y negué con la cabeza, aturdido. He presenciado muchas muertes en mi vida, algunas naturales, otras no tanto, pero nunca dejarán de sorprenderme. En el fondo, no acabo de entender por qué los otros cuerpos fallan tanto cuando el mío me es tan fiel.
—¡Dios mío! —exclamé, sin saber qué se esperaba de mí—. ¿Cómo ha sido?
—No soy capaz de entrar en detalles por teléfono, Matthieu. ¿Puedes venir?
—¿Adónde? ¿En qué hospital estáis?
—No estoy en ningún hospital, y James tampoco. Estamos en su casa. Y necesitamos que nos eches una… mano.
Entorné los ojos; lo que decía no tenía sentido.
—¿James ha muerto y tú estás en su casa? Vale. Entonces, habrás llamado a un médico, o a la policía, ¿no? Tal vez no esté muerto, después de todo. Quizá sólo le…
—Está muerto, Matthieu, créeme. Tienes que venir, te lo pido por favor. No suelo pedirte nada, pero ahora…
De pronto se puso a divagar sobre los años que hacía que nos conocíamos, lo mucho que significaba yo para él; las típicas tonterías que un hombre dice cuando va a casarse, cuando ha bebido demasiado o cuando está en la ruina. Aparté el auricular de mi oído y tendí la mano para coger el despertador de la mesilla de noche: las 3.18. Suspiré, volví a sacudir la cabeza con fuerza para librarme del sueño, me pasé una mano por el pelo y me humedecí los labios con la lengua; tenía la boca seca. La cama estaba caliente y era acogedora. P. W. seguía hablando al otro lado de la línea y no había visos de que fuera a callarse, de modo que no tuve otro remedio que interrumpirlo.
—Estaré contigo dentro de treinta minutos. Y, por el amor de Dios, no hagas nada hasta que llegue, ¿de acuerdo?
—¡Gracias a Dios! Gracias, Matthieu. No sé cómo podré…
Colgué.
Había conocido a James Hocknell años atrás durante una cena celebrada en el Guildhall en homenaje de un respetable hombre de negocios. Consagrado al mundo de la prensa, había hecho una pequeña fortuna con una reciente autobiografía, sobre todo porque en ella aludía a las relaciones —algunas muy jugosas y otras no tanto— entre políticos prominentes en los últimos cuarenta años y personajes de la familia real. Sin embargo, como conocía las leyes inglesas contra la difamación, se cuidaba mucho de relatar un hecho cuando bastaba con una insinuación, y nunca citaba una fuente concreta, sino que recurría a la proverbial expresión «unos amigos de… me contaron que…». Compartí mesa con el ministro de Asuntos Exteriores, su esposa, una joven actriz que acababa de ser nominada para un Oscar, su novio madurito —un famoso personaje del mundillo de la hípica—, un par de jóvenes parlamentarios que hablaron sobre la drogadicción de una conocida modelo, y mi pareja del momento, cuyo nombre he olvidado aunque recuerdo que tenía el cabello corto, labios carnosos y desempeñaba un cargo importante en el banco Lloyd's.
Al acercarme a la barra en busca de unas copas me fijé en James, a quien no conocía personalmente. Hocknell había dejado el puesto de subdirector de un prestigioso periódico tiempo atrás, acababa de cumplir cincuenta años y dirigía un diario sensacionalista. Últimamente la tirada del tabloide había descendido de forma espectacular, sobre todo después de que su director decidiera suprimir las fotos de pechos femeninos en las páginas interiores. Su mirada delataba el temor de un hombre que está convencido de que todo el mundo conspira contra él; lo cierto es que lo dejaban beber en paz y casi nadie lo miraba. Aunque nunca le había dirigido la palabra, me acerqué y comenté que su trabajo en
The Times
—en especial el relacionado con un escándalo político destapado a finales de los años ochenta— había sido admirable. Mencioné un artículo sobre De Klerk que Hocknell había publicado en la revista
Newsweek—
, me había impresionado su habilidad a la hora de condenar sin que pareciera tomar partido, un talento poco común en un comentarista. Mi familiaridad con su trabajo lo complació, y se mostró comunicativo.
—¿Y lo de ahora qué? —preguntó frunciendo el entrecejo al tiempo que aceptaba mi invitación a un brandy—. Piensa que lo que hago ahora no vale nada, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—Estoy seguro de que es excelente —repuse en un tono quizá demasiado condescendiente—. Lástima que me falte tiempo para leer todos los periódicos. Si lo hiciera tendría una opinión más formada sobre la nueva
oeuvre.
—Ah, ¿sí? ¿Y a qué se dedica usted?
Medité un instante antes de contestar. Era una pregunta difícil de responder. En ese momento no hacía gran cosa, más bien descansaba y disfrutaba de la vida. Para una década o dos no estaba mal.
—Soy un rentista acaudalado —respondí con una sonrisa—. La clase de persona que probablemente usted desprecie.
—En absoluto. Toda mi vida he querido pertenecer a esa clase.
—¿Y ha tenido suerte?
—No mucha. —Abrió la boca y abarcó con un ademán al grupo de personas que se agolpaban en el vestíbulo y que en ese instante se lanzaban besos entre sí con entusiasmo y se estrechaban la mano; rezumaban riqueza y privilegios por cada poro y cada arruga de la piel: pechos exuberantes, diamantes pequeños, hombres mayores, mujeres jóvenes; un despliegue de trajes de etiqueta y vestidos negros cortos para todos los gustos.
Entorné los ojos y fue como si la estancia se llenase de puntos negros y blancos que se unían y separaban a una velocidad vertiginosa; de pronto me vinieron a la cabeza algunas escenas de las viejas películas de Chaplin. James parecía a punto de pronunciar alguna frase ocurrente sobre los demás invitados,
les mots justes
que habrían definido a ese absurdo grupo de personas y su fatuidad generalizada, pero al final se dio por vencido y negó con la cabeza.
—Estoy un poco borracho —admitió en el tono de autosatisfacción de un colegial a quien han pillado in fraganti con una chica del instituto.
Solté una carcajada. Me presenté y nos dimos un firme apretón de manos; acto seguido, James llamó la atención de la camarera chasqueando los dedos con arrogancia.
—¿Sabes lo que detesto de los ricos?
Negué con la cabeza.
—El hecho de que uno sólo los ve en lugares como éste, luciendo su glamour a la vista de todos; ¡además, siempre parecen tan felices! ¿Has visto otra clase social que sonría tanto como los ricos? Claro, son ricos, de ahí su nombre, eso debe de explicarlo…
Su voz se fue apagando, como si se perdiese en la obviedad de sus comentarios.
—Hasta los ricos tienen problemas —murmuré—. La vida no es un lecho de rosas para nadie.
—¿Eres rico?
—Mucho.
—¿Y feliz?
—Bueno, me siento satisfecho.
—Deja que te diga algo sobre el dinero. —Se inclinó y me dio unos golpecitos en el hombro—. Llevo treinta años en este negocio y no tengo un penique. Ni un puto penique, te lo juro. Vivo al día y me cuesta llegar a fin de mes. Poseo una casa bonita, ¡sólo faltaría!, pero he de mantener a tres ex mujeres, y cada una de ellas, las muy jodidas, tiene al menos un hijo a quien también debo soltar la pasta. Así que no puedo contar con mi dinero, Mattie…
—Matthieu.
—Lo ingresan en mi cuenta bancaria el primer día del mes y unas horas más tarde ha desaparecido, chupado por esas sanguijuelas con las que tuve la mala suerte de casarme. Nunca más, te lo aseguro. No hay mujer en este planeta que consiga llevarme al altar. Ni una. ¿Estás casado?
—Lo estuve.
—¿Viudo? ¿Divorciado? ¿Separado?
—Digamos que he pasado por todos los estados civiles.
—Entonces sabes de lo que estoy hablando. Son unas jodidas sanguijuelas. No se salva ni una. Hay días en que apenas puedo pagarme tres comidas decentes mientras esas tías se dan la gran vida. ¿Te parece justo? Contesta.
Iba a responder cuando me interrumpió.
—Escucha —ordenó como si, ahora que se había enfrascado en lo que más tarde sabría que era su tema favorito, yo dispusiese de otra opción—. Cuando con apenas veinte años empecé en este negocio, no vivía de otro modo, pero no me importaba, porque tenía toda la vida por delante. Nunca llevaba un penique en el bolsillo y a final de mes me alimentaba a base de queso, galletas saladas y té poco cargado; una noche tras otra, y lo llamaba cena. Pero entonces no me afectaba, porque sabía que llegaría lejos en mi profesión y que acabaría ganando un dineral. Estaba seguro, y no me equivoqué. Lo que nunca preví fue que tendría que repartir todo el maldito dinero que ganara cada mes.