—Matthieu, voy a casarme con ese hombre. Cuanto antes. Es una necesidad imperiosa.
Fruncí el entrecejo y me olí algo raro. Entonces la repasé de arriba abajo.
—¿Estás embarazada? —pregunté, y ella se sonrojó, asintiendo—. ¡Dios mío! —exclamé asombrado; era lo último que habría esperado de ella—. ¿Te importaría decirme quién es el padre?
—Será mejor que no lo sepas.
—¡Pues tengo derecho a saberlo! —grité. La idea de que otro hombre hubiera preñado a mi mujer me resultaba insoportable—. Sea quien sea, ¡juro que lo mataré!
—¿Por qué? Tú me engañaste, nos separamos, y llevamos así tres años. Tengo ganas de pasar página. Estoy enamorada. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
Al mirar por encima de su hombro divisé una fotografía de marco dorado sobre la mesa; un apuesto joven de cabello oscuro abrazaba a Céline, y ambos sonreían felices a la cámara. Me acerqué y cogí la foto; al reconocer al hombre se me paró el corazón.
—No puede ser…
Céline se encogió de hombros.
—Lo siento, Matthieu. Nos hicimos muy amigos y… de repente nos enamoramos.
—Eso salta a la vista. No sé qué decirte, Céline. Claro que te concedo el divorcio.
Coloqué la foto sobre la mesa y abandoné la habitación. Poco tiempo después nos divorciamos, y siete meses más tarde me enteré de que Céline había dado a luz un niño. No había pasado ni medio año cuando descubrí el nombre de mi sobrino en una lista de bajas de la guerra de los Bóers (al ser ciudadano británico lo habían llamado a filas) y me pregunté si Céline conseguiría salir adelante sola. Me habría puesto en contacto con ella si no hubiese sido porque entonces mi vida había dado un vuelco inesperado. De todos modos, a veces no conviene resucitar el pasado.
En el trabajo todo cambió más deprisa de lo que hubiera deseado. De pronto me encontré en una posición de responsabilidad, cosa que siempre había rehuido, y mi sencilla y solitaria vida se vio completamente alterada. Dos ex esposas de James se presentaron en el funeral vestidas de luto; ninguna soltó una lágrima ni asistió al posterior velatorio, pero parecían confabuladas, lo que no dejaba de ser raro en dos personas que se habían pasado la vida disputándose el dinero de su ex marido y que habían dejado de cobrar la pensión tan de repente. Asistieron también algunos hijos, si bien brillaron por su ausencia aquellos que se habían distanciado de James en los últimos años. En la iglesia pronuncié unas palabras en recuerdo del fallecido, mencionando su extraordinaria profesionalidad y su perfeccionismo en el trabajo, íbamos a echarlo de menos, agregué, y yo personalmente añoraría su amistad. Fui todo lo breve y conciso que pude, pues me sentía un hipócrita al recordar las circunstancias de la muerte del antiguo director gerente, las cuales, obviamente, debía mantener en secreto. Alan hizo acto de presencia, visiblemente nervioso. En cuanto a P. W., se había marchado a su casa en el sur de Francia no sin antes dar poderes a su hija Caroline.
En el velatorio conocí a uno de los hijos de James, Lee, con el que mantuve una breve conversación durante la cual hubo momentos en que deseé que la tierra me tragara. Era un chico alto y desgarbado, de unos veintidós años. Hacía rato que lo observaba, pues se movía entre la gente como pez en el agua, hablando y bromeando con todo el mundo. Su actitud no podía estar más lejos de la de un hijo doliente. Mientras iba de un lado a otro llenando las copas de los presentes, se lo veía animado y divertido.
—Usted debe de ser el señor Zéla, ¿no? —preguntó cuando me llegó el turno de ser entrevistado—. Le agradezco mucho que haya venido. Ha pronunciado un bonito discurso en la iglesia.
—No podía faltar —murmuré mirando con desagrado la melena rubia y lacia y la barba de tres días; qué poco le habría costado ir al peluquero, o al menos afeitarse—. Respetaba mucho a tu padre, ¿sabes? Era un hombre con un gran talento.
—¿En serio? —inquirió Lee como si fuera la primera vez que oía algo así sobre su progenitor—. Me alegra saberlo. Para serle sincero, no lo conocía mucho. Apenas nos tratábamos. Él siempre estaba demasiado liado con el trabajo para interesarse por nosotros, por eso sólo hemos venido dos hijos. —Hablaba con una naturalidad sorprendente, como si se encontrara en una situación y un escenario similares todos los días—. ¿Quiere más vino?
—No, gracias —dije, pero no me hizo caso y rellenó mi copa—. Es una lástima que no llegaras a conocerlo mejor. Siempre duele que un ser querido muera de repente sin que podamos decirle lo que sentimos por él.
Se encogió de hombros.
—Supongo que tiene razón —repuso. Verdaderamente era un modelo de amor filial—. No es que me importe mucho, para qué voy a mentirle. Hay que tomarse estas cosas con estoicismo. Usted lo encontró, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Cuénteme cómo fue —pidió tras una pausa en la que pareció librarse una batalla de voluntades para decidir quién de los dos se rendiría el primero.
Por fin, sin mirarlo a la cara, dije:
—Llegué a las oficinas alrededor de las siete de la mañana. Me dirigía a mi…
—¿Su jornada laboral empieza a las siete de la mañana? —preguntó sorprendido.
—Es una hora bastante normal, ¿sabes? —respondí tras vacilar un instante. Un amigo de la clase obrera como él debería haberlo sabido. Lee sonrió con sorna y yo continué—: Me dirigí a mi despacho para leer la correspondencia. Unos minutos más tarde, bajé al despacho de James… de tu padre, y ahí estaba él.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué fue al despacho de mi padre? ¿Quería hablar con él?
Cerré los ojos como si recordara.
—Pues en este momento no me acuerdo de la razón exacta. Tu padre siempre llegaba muy temprano, de modo que estaba seguro de que lo encontraría. Quizá me hartara de ver todas esas cartas sin contestar sobre la mesa y me apeteciese una taza de café. James siempre tenía café caliente en el aparador.
—Ah, o sea, que sí se acuerda después de todo —soltó con ironía—. ¿Le apetece algo para comer, señor Zéla? ¿Tiene hambre?
—Llámame Matthieu. No tengo hambre, gracias. ¿A qué te dedicas, Lee? Seguro que James me lo contó en alguna ocasión, pero sois tantos sus hijos que me resulta difícil seguiros la pista a todos.
—Escribo. Y sólo somos cinco; ya ve que mi padre no tenía tantas bocas que alimentar como afirmaba. Oyéndolo cualquiera hubiera pensado que éramos un batallón. Eso sí, somos hijos de tres madres diferentes. La mía es Sara. Soy su único hijo. Y el más joven de los cinco.
—Ya veo. Y los otros cuatro se unen contra ti, ¿no?
—Cabe la posibilidad —repuso, dubitativo.
Nos quedamos callados un instante, y aproveché para echar un vistazo alrededor; de no haber sido porque temía parecer grosero lo habría dejado plantado allí mismo. De pronto me percaté de que me observaba con una sonrisa sardónica. No sabía qué le hacía tanta gracia. Sin saber qué decir, solté lo primero que me pasó por la cabeza.
—¿Qué escribes? ¿Eres periodista como tu padre?
—No, no —contestó, negando con la cabeza—. Dios me libre. Con el periodismo apenas se gana para vivir. Escribo guiones.
—¿De películas?
—En el futuro, quizá. Ahora trabajo para la televisión. Estoy empezando, ¿sabe usted?
—¿Estás en alguna serie?
—No; estoy escribiendo el guión de un telefilme, una comedia negra de una hora de duración. Trata de un crimen. Todavía voy por la mitad, pero será un éxito.
—Suena muy interesante —comenté sin salirme de mi papel. Estoy más que acostumbrado a que en las fiestas se me acerquen escritores para contarme los argumentos de las obras maestras que están escribiendo con la esperanza de que les extienda un cheque en blanco. Casi esperaba que Lee se sacara el manuscrito del bolsillo para enseñármelo, pero de pronto pareció perder interés en el asunto.
—Debe de ser genial trabajar en la televisión todo el día y recibir a cambio un sueldo fijo —comentó, cambiando de tema—. Que te paguen por tener ideas y luego verlas realizadas. Es lo que me gustaría hacer.
—Lo cierto es que soy un simple inversor. Tu padre, en cambio, era un experto en el negocio. El dinero que invertí me permite no tener que trabajar. Vivo bastante bien, no puedo quejarme.
—Ah, ¿sí? —Lee dio un paso hacia mí—, ¿Y fue al despacho a las siete de la mañana? ¿Cómo es que no estaba en la cama tranquilamente, o consultando el estado de sus inversiones en cualquier otro lugar?
Nos miramos a los ojos; Lee se comportaba como un porfiado detective de película americana de serie B. De pronto, pensé que sabía más de la muerte de su padre de lo que decía, pero enseguida lo descarté: tras registrar el lugar a fondo, la policía no había hallado ningún indicio que hiciera sospechar nada y así lo había manifestado.
—Es precisamente lo que estaba haciendo. He invertido mucho dinero en el canal satélite, de modo que una vez por semana voy allí a trabajar todo el día…
—¿Todo el día? Debe de ser durísimo, ¿no?
—… Y como con tu padre. Comía —me corregí—. Lo echaré de menos.
Hizo caso omiso del tópico de la misma manera que yo respecto a su sarcasmo.
—De modo que no soy la persona más adecuada para hablar del día a día en un canal de televisión —añadí—. Tal vez mi sobrino… —Me mordí el labio inferior, pero ya no había marcha atrás.
—¿Su sobrino? —preguntó Lee, súbitamente interesado—. ¿Cómo? ¿Tiene un sobrino que también trabaja en la televisión?
—Es actor. Lleva en el medio un montón de años. Imagino que conoce el negocio a la perfección. Al menos es lo que dice siempre.
Enarcó las cejas y se acercó más; su comportamiento era idéntico al de alguien que de pronto descubre que su interlocutor tiene cierta relación con un personaje célebre.
—¿Así que era actor?
Me extrañó que hablara en pasado, pero se corrigió.
—Quiero decir, ¿es actor? ¿Cómo se llama? ¿Podría conocerlo? Ahora no caigo… Un Zéla que trabaja en televisión.
—No se apellida Zéla sino DuMarqué. Tommy DuMarqué. Actúa en una…
—¡Tommy DuMarqué! —exclamó; la gente se volvió y lo miró con expresión de sorpresa. Tragué saliva y deseé estar lejos de allí—. Tommy DuMarqué, de… —Mencionó el nombre de la serie en que trabajaba mi sobrino—. Un dramón insoportable y repetitivo, con perdón. —Estuve de acuerdo con él—. ¡No me joda! —exclamó, y no pude sino echarme a reír. Era hijo de su padre, no había duda.
—Pues sí.
—No me lo puedo creer. De modo que usted es su tío… —Su voz se fue apagando mientras asimilaba el descubrimiento.
—Por así decirlo.
—¡Es una locura! —Se pasó una mano por el cabello, visiblemente excitado; me miraba con ojos como platos—. Todo el mundo lo conoce. Es famosísimo…
—Perdona, Lee, pero tengo que ir al baño —solté de repente viendo una vía de escape—. No te importa que interrumpamos nuestra conversación un momento, ¿verdad?
—De acuerdo —repuso repentinamente apagado. Sin duda podría haberse explayado hablando de la fama de mi sobrino un par de horas más—. Pero no se vaya sin despedirse, ¿eh? Quiero que me diga cómo encontró a mi padre. Aún no me lo ha contado.
Fruncí el entrecejo y fui a toda prisa al piso de arriba para echarme agua fresca en la cara. A continuación recogí el abrigo y el sombrero y abandoné la casa esperando no volver a tropezarme con Lee nunca más.
Mayo y junio fueron meses de mucho estrés en el canal. Al morir James, el cargo de director gerente quedó vacante, y como P. W. seguía sin dar señales de vida, nos vimos sumidos en una situación un poco caótica. Alan se reunía conmigo una y otra vez, pero, incapaz de brindar algún consejo constructivo, no hacía más que repetir que tenía prácticamente todo su dinero invertido en el canal satélite, que era lo mismo que decía P.W. antes de desaparecer. Volví a trabajar a diario; las horas en el despacho se me hacían eternas, y comencé a temer que si no iba con cuidado empezaría a envejecer. No había trabajado tanto desde el final de la guerra de los Bóers, cuando estuve en un hospital para los soldados que volvían del frente y se sentían incapaces de enfrentarse a la vida civil. Como era el propietario del centro, durante un tiempo me ocupé de contratar a los médicos capacitados para ayudar a esos jóvenes, una responsabilidad que me pesaba tanto que a punto estuve de enfermar de preocupación y acabar como paciente igual que ellos. Al final empleé a otra persona para que me aligerara esa carga y conseguí alejarme de las obligaciones cotidianas. Ahora quería encontrar un sustituto para James que fuera eficaz y asumiera buena parte del trabajo, y cuanto antes mejor, pues de seguir así enloquecería.
A mediados de mayo recibí una llamada de Caroline Davison, la hija de P.W. Quería hablar conmigo. Le propuse cenar en mi club, pero ella prefirió que nos encontráramos en mi despacho durante el día. No se trataba de una visita social sino profesional, aclaró, y por teléfono su tono de voz, seco e impersonal, me llamó la atención. Sin embargo, no pensé más en Caroline hasta unas horas antes de la cita, cuando vi su nombre escrito en la agenda.
Llegó puntualmente a las dos de la tarde: una joven bien vestida, pelo negro cortado a lo
garçon
. Tenía una cara bonita, ojos castaños, nariz pequeña y pómulos pronunciados bajo una fina capa de maquillaje. Le eché unos veintiocho años, aunque, si alguien debería saber que no se puede juzgar la edad de las personas por su apariencia, ése soy yo. Si Caroline hubiera tenido quinientos cincuenta años no me habría extrañado; hasta podría haber sido la séptima mujer de Enrique VIII, ¿por qué no?
—¿Y bien? —dije en cuanto nos sentamos el uno frente al otro ante una bandeja de té para entablar una conversación educada tratando de medir nuestras respectivas fuerzas—. ¿Tienes noticias de tu padre?
—Al parecer está en el Caribe. Cuando me llamó la semana pasada viajaba de isla en isla y disfrutaba de lo lindo.
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Ya lo creo. No he tenido vacaciones en dos años, ojalá pudiera ir al Caribe. Por lo visto ha conocido a una mujer, aunque tal como la describe debe de ser casi una niña. Un bomboncito de dieciocho años con
lei
y todo.
—Entonces está en Hawái —dije.
—¿Qué?
—Las guirnaldas que se cuelgan alrededor del cuello, los
leis
, no son del Caribe sino de Hawái. Allí no sé qué tradiciones tienen.