En los dos o tres años de Waldzell, mientras duró la amistad de Plinio y Josef, la escuela vivió el espectáculo de esa reñida alianza como un drama en el cual todos participaran un poco, desde el director hasta el alumno más joven. Los dos mundos, los dos principios, se habían encarnado en Knecht y Designori, el uno superaba al otro; cada disputa se convirtió en duelo solemne y representativo que les afectaba a todos. Y como Plinio, de cada salida en vacaciones, de cada abrazo con su suelo materno, traía nuevas fuerzas, Josef, a su vez, absorbía nuevas energías de toda reflexión, de toda lectura, de todo ejercicio de meditación, de todo encuentro con el
Magister Musicae
, y se fue tornado cada vez más apto para ser el representante, el abogado de Castalia. Niño aún, había experimentado una vez la vivencia de la vocación. Conoció ahora la segunda, y estos años forjaron y acuñaron en él la personalidad del castalio perfecto. Hacía mucho también que concluyera la primera enseñanza en el juego de abalorios y comenzó en esa época a proyectar ejercicios propios de este juego en las vacaciones, bajo la vigilancia de un director. Y en esto descubrió una de las más ricas fuentes de alegría y de expansión intima; después de sus inacabables ejercicios con el címbalo y el clavicordio, con Carlos Ferromonte, nada había podido hacerle tanto bien, nada había podido aplacarlo, robustecerlo, confirmarlo y hacerlo feliz como estos primeros adelantos en el mundo estelar del juego de abalorios.
Justamente, son de estos años aquellas poesías del joven Josef Knecht que se han conservado en la copia de Ferromonte; es muy posible que hayan sido más numerosas de las que llegaron a nuestras manos, y puede suponerse que también estas poesías —la primera de ellas brotada antes de la iniciación del joven en el juego de abalorios—, hayan contribuido a facilitarle el cumplimiento de su deber y la superación de aquella época crítica. Cualquier lector, en estos versos, ora inspirados artísticamente, oro volcados en el papel rápidamente, descubrirá aquí y allá rastros de la profunda sacudida, de la crisis que Knecht tuvo que soportar entonces bajo la influencia de Plinio. En muchas frases se siente el temblor reflejado en una inquietud, de una duda fundamental de sí mismo y del sentido de su existencia, hasta que en la poesía «El Juego de Abalorios» su devota entrega se revela por entero. Por lo demás, hubo cierta inclinación hacia el mundo de Plinio, un acto de rebelión contra determinadas leyes locales de Castalia, ya en el simple hecho de haber escrito tales versos y aun de haberlos mostrado en varias oportunidades a muchos camaradas. Porque si bien Castalia había renunciado por regla general a la producción de obras de arte (hasta la creación musical se conoce y se tolera allí solamente en forma de ejercicio de composición en el aspecto estrictamente ligado al estilo), escribir poemas se consideraba cosa imposible, muy ridícula y merecedora de mofa. Estas poesías no son un entretenimiento, pues, una obra de talla, una labor plateresca; hacía falta un elevado impulso para dejar fluir esta actividad creadora, y era necesario algún porfiado valor para escribirlas y confesarse autor de ellas.
Cabe consignar también que Plinio Designori experimentó notables cambios y sufrió determinada evolución bajo el influjo de su antagonista, y no sólo en el sentido de una educación para clarificar sus métodos de discusión. Durante el intercambio colegial y duelístico de aquellos años de estudio, vio a su adversario desarrollarse en constante superación como castalio ejemplar; en la figura del amigo vio enfrentársele cada vez más visible y vivo el espíritu de la «provincia», y, de igual modo en que él había infectado a aquél hasta cierto grado de fermento con la atmósfera de su mundo, él mismo respiró el aire de Castalia y sucumbió a su atracción y a su influencia. Durante el último año de instrucción, después de una discusión de dos horas acerca de los ideales y los peligros de la vida monacal, realizada en presencia de la clase superior del juego de abalorios, invitó a Josef a acompañarlo en un paseo y así caminando le hizo una confesión que citamos según una carta de Ferromonte:
—Hace mucho, Josef, que yo sé naturalmente que no eres ni el perfecto jugador de abalorios ni el santo ideal de la «provincia» cuyo papel representas en forma tan excelente. Cada uno de nosotros dos se encuentra luchando en un lugar peligroso y sabe también que aquello contra lo cual combate existe por derecho y tiene valor indiscutible. Tú te hallas del lado del cultivo del espíritu, yo del lado de la vida natural. En nuestras disputas has aprendido a seguir el rastro de los peligros de la vida natural y a llegar al germen central; tu misión se señalar cómo la vida natural e ingenua, primitiva, simple, sin educación espiritual, tiene que concluir en un lodazal y conducir en regresión a lo animal y aún más lejos. Yo por mi parte debo recordar constantemente que una vida que sólo tiende al espíritu es muy audaz, peligrosa y, al final, estéril. Bien, cada uno defiende aquello en cuya primacía cree, tú el espíritu, yo la naturaleza. Pero no lo tomes a mal, por momentos me parece como si tú me consideraras realmente, simplemente, como un enemigo de vuestro mundo castalio, como un hombre para quien vuestros estudios, ejercicios y juegos significan apenas una serie de niñerías, aunque por una u otra razón los comparta un tiempo. ¡Ay, amigo mío, qué equivocado estarías si creyeras realmente así! Quiero confesarte que tengo por vuestra jerarquía un amor tan insensato, que a menudo me seduce y atrae como la misma felicidad. Quiero también confesarte que hace algunos meses, cuando estuve en casa de mis padres, tuve una explicación con ellos y logré que me permitiesen ser un castalio y entrar en la Orden, si al final de mis estudios ése fuera mi deseo, ésa mi decisión: y me sentí dichoso, cuando finalmente obtuve su consentimiento. Pero… yo no haré ningún uso de ese consentimiento, lo sé desde hace poco tiempo. ¡Oh, no perdí el deseo de ser castalio! Pero cada vez me convenzo más: para mí la permanencia aquí sería una fuga, una fuga decente, noble, tal vez, pero fuga al fin… Me marcharé de vuelta y seré hombre de mundo. Pero hombre del mundo que queda agradecido a Castalia, que repetirá muchos de los ejercicios aprendidos y todos los años participará en la celebración del juego de abalorios.
Knecht comunicó a su amigo Ferromonte esta confesión de Plinio, por un hondo ímpetu interior. Y éste agrega a la narración, en la misma carta, las siguientes palabras: «Para mí, que soy músico, esta confesión de Plinio, con quien no siempre había sido justo, fue como una aventura, una experiencia musical. El contraste «mundo y espíritu» o «Plinio y Josef» se sublimó ante mis ojos en una unidad, en un acorde, por la lucha de dos principios irreconciliables».
Cuando Plinio concluyó su curso de cuatro años y se dispuso a volver a su casa, llevó al director una carta del padre que invitaba a Josef Knecht a pasar las vacaciones con su hijo. El caso era extraordinario. Se concedían autorizaciones para viajar y residir fuera de la «provincia pedagógica», sobre todo para fines de estudio, y no sin alguna frecuencia, eran sin embargo, una excepción y se concedían solamente a estudiosos de más edad y ya probados, nunca a los alumnos. El rector Zbinden consideró la invitación —que procedía de una casa y de un hombre muy respetables— lo suficientemente importante para no rechazarla por si solo; la sometió a la resolución de las autoridades de educación, que muy pronto contestaron con un lacónico «no». Los amigos tuvieron que despedirse.
—Más tarde volveremos a intentarlo —dijo Plinio—; algún día lograremos tener más suerte. Tienes que conocer mi casa paterna, mi gente, y ver que también nosotros somos hombres y no meramente un desecho de seres mundanos, de comerciantes. Me harás mucha falta, te echaré de menos. Y trata, Josef, de llegar pronto a la cumbre en esta complicada Castalia; eres por cierto muy adecuado como miembro de una jerarquía, pero a mi modo ver, vales más como bonzo que como
fámulas
, como sirviente, a pesar de tu apellido. Puedo predecirte un gran porvenir, un día serás
Magister
y figurarás entre las Excelencias.
Josef lo miró con tristeza.
—Puedes chancearte —contestó, luchando con los sentimientos dolorosos de la despedida—. No soy tan ambicioso como tú y si algún día alcanzo algún cargo, tú serás ya desde mucho antes presidente o burgomaestre, profesor universitario o senador. Recuérdanos con amistad, Plinio, y no te pierdas demasiado de Castalia. Allá afuera ha de haber quien sepa de Castalia algo más que los chistes que se hacen sobre nosotros.
Se estrecharon las manos, y Plinio partió. Durante su último año, Josef encontró en Waldzell mucha quietud, mucho silencio; su función riesgosa y esforzada, en cierto modo como personalidad pública, había llegado a su fin repentinamente. Castalia no necesitaba defensor ya. Ese año, dedicó su tiempo libre con preferencia al juego de abalorios, que lo atraía cada vez más. Un cuadernillo de noticias de aquella época acerca de la importancia y la teoría del juego, comienza con este párrafo:
El conjunto total de la vida —física y espiritual— es un fenómeno dinámico, del cual el juego de abalorios representa en el fondo sólo el lado estético y lo concibe preferentemente en el aspecto de sucedidos rítmicos».
JOSEF KNECHT tenía ahora alrededor de 24 años. Con su
exeat
[17]
de Waldzell, su periodo escolar había concluido; comentaba los años de estudio libre; exceptuando los de la infancia inocente en Eschholz, fueron los más alegres y felices de su vida. Hay también siempre algo maravilloso, algo hondamente hermoso en el deseo inconfesado de descubrimiento y conquista del joven que por primera vez se encamina libremente, fuera de la obligación escolar, hacia el infinito horizonte de lo espiritual, que no ha visto quebrarse ninguna de sus ilusiones todavía, que no ha sentido aún duda alguna ni de su propia capacidad para una ilimitada entrega, ni de la inmensidad del mundo intelectual. Precisamente para los talentos del tipo de Josef Knecht, que no son impulsados muy pronto por una sola dote a la concentración en una especialidad, sino que por su esencia tienden a lo total, a la síntesis, a la universalidad, esta primavera de la libertad de estudio es a menudo una época de intensa felicidad, casi de embriaguez; sin la precedente educación de la escuela de selección, sin la higiene anímica de los ejercicios de meditación y la vigilancia suavemente ejercida por las autoridades educativas, esta libertad sería un peligro para tales talentos y debería tornarse para muchos una fatalidad, como ocurrió a incontables capacidades distinguidas en la época anterior a la organización actual, en los siglos precastalios. En las universidades de esos tiempos pasados, en determinados momentos, hubo plétora de jóvenes temperamentos fáusticos, que se lanzaron con las velas desplegadas al pleno océano de las ciencias y la libertad académica, y debieron experimentar todos los naufragios de un «diletantismo» desenfrenado. El mismo Fausto es, por cierto, el arquetipo del «diletantismo» genial y de su tragedia. Ahora, la libertad espiritual de los estudiosos en Castalia es infinitamente mayor aún, de lo que fue en las universidades de épocas precedentes, porque las posibilidades de estudio a disposición de ellos son mucho más ricas, y además falta en Castalia completamente la influencia y la limitación de consideraciones materiales, ambición, temor, pobreza de los padres, perspectivas de sueldos y carrera, etc. En las academias, seminarios, bibliotecas, archivos, laboratorios de la «provincia pedagógica», cada estudioso se halla en un pie de igualdad perfecta, por lo que se refiera a su origen y a sus intenciones; la jerarquía se funda y se gradúa exclusivamente en las disposiciones intelectuales y caracterológicas del estudioso en sus cualidades. En el aspecto material y moral, en cambio, en Castalia no existe la mayoría de las libertades, tentaciones y peligros de que son víctima en las universidades del mundo muchos talentos; sí, quedan allí todavía bastantes peligros, suficiente seducción demoníaca y mucho enceguecimiento —¿dónde estaría libre de todo esto la existencia del hombre?—, pero el estudioso castalio está de toda manera sustraído a muchas posibilidades de desvío, desengaño y ruina. No le puede ocurrir que se abandone a la bebida, ni que pierda su tiempo, los años de su juventud, en usos reclamísticos o camorristas de algunas generaciones estudiantiles de épocas antiguas, y menos puede llegar algún día al descubrimiento de que su certificado de bachiller o de madurez fue un error, y durante su período de estudio no se verá colocado frente a lagunas de preparación que ya no pueden colmarse— la organización de Castalia lo protege contra semejantes inconvenientes.
Tampoco es muy grande el peligro de disipar su vida con mujeres o en excesos deportivos. Por lo que se refiere a las mujeres, el estudioso castalio no conoce ni el matrimonio con sus seducciones y sus riesgos, ni la hipocresía de muchos siglos pasados, que obligaba a los estudiosos al ascetismo sexual o los dejaba librados a servirse de mujeres más o menos profesionales, más o menos públicas. Como para los castalios no existe el matrimonio, tampoco hay una ética de vida con tal relación. Como para los castalios no existe el dinero y, prácticamente, no se conoce la propiedad, falta también la posibilidad de comprar amor. Es una tradición en la «provincia» que las hijas de burgueses no se casen demasiado jóvenes, y en los años que preceden al casamiento, el estudiante y el sabio les parecen muy particularmente deseables en calidad de amantes; éste no pregunta acerca del origen y del patrimonio, acostumbra considerar por lo menos iguales las facultades espirituales y las de la existencia, posee generalmente fantasía y buen humor y, puesto que no posee dinero, tiene que pagar más que otros con un empeño propio. La más amada por un estudiante de Castalia no conoce la pregunta: «¿Se casará conmigo?» No, no se casará. Es cierto, también esto ha ocurrido realmente; una vez u otra, se ha dado el caso de que un estudiante de selección volviera al mundo burgués por el camino del matrimonio, renunciando a Castalia y a su calidad de miembro de la Orden. Pero los contados casos de apostasía en la historia de las escuelas y de la Orden apenas si tienen la importancia de una curiosidad.
El grado de libertad y autodeterminación en que se encuentra colocado el estudiante selecto después de su
exeat
de las escuelas preparatorias para con todas las ciencias y los campos de investigación, es de hecho muy grande. Esta libertad es limitada (facultades e intereses no escasean desde el comienzo) solamente por la obligación de cada estudioso libre de presentar un plan de estudios para cada semestre; la realización de ese plan es vigilada sin severidad por las autoridades. Para los que poseen facultades e intereses múltiples —a éstos pertenecía Knecht— los dos primeros años, por esta misma amplísima libertad, tienen un maravilloso encanto, una admirable seducción. Las autoridades dejan a estos miembros casi enciclopédicos una libertad que linda con lo paradisíaco, si no caen en la holgazanería; el estudioso puede ensayarse a su gusto en todas las ciencias, mezclar entre sí los campos más diversos de aplicación, enamorarse a la vez de seis u ocho disciplinas, o limitarse desde el principio a una elección más reducida; fuera del respeto por las normas de vida generales en vigor en la «provincia» y en la Orden, no se le exige más que una relación anual sobre las conferencias oídas, las lecturas efectuadas y la labor realizada en los institutos. El «control» más exacto y el examen de su obra comienzan solamente cuando frecuenta cursos y seminarios de ciencia especializada, a la que corresponde también el juego de abalorios y la escuela superior de música. Aquí, lógicamente, cada estudioso debe someterse a los exámenes oficiales y llevar a cabo los trabajos requeridos por el director del seminario, lo que se explica por sí mismo. Mas nadie lo obliga a participar en esos cursos, puede seguir sentado en las bibliotecas o asistir a conferencias durante semestres enteros, año tras año, a su elección. Estos estudiosos que se dedican por mucho tiempo a investigar un solo campo de la ciencia, retardan con ello ciertamente su incorporación a la Orden, pero se los tolera y aun se los incita con mucha comprensión en tus campañas o expediciones a través de todas las ciencias y las formas de indagación posibles. Fuera de la adecuada conducta moral, no se les exige más que la redacción anual de un
curriculum vitae
. A esta antigua costumbre, a menudo ridiculizada, debemos los tres estudios biográficos, escritos por Knecht durante esos años. En este caso no se trata como en el de las poesías escritas en Waldzell de una actividad literaria meramente voluntaria y no oficial y aun secreta y de carácter más o menos vedado, sino de una labor normal y reglamentaria. Ya en las épocas más antiguas de la «provincia pedagógica» se había establecido la tradición de obligar a les estudiosos más jóvenes, es decir, a los que aún no estaban admitidos en la Orden, a la redacción periódica de una clase especial de ensayo o ejercicio estilístico, llamado precisamente
curriculum vitae
, autobiografía ficticia dedicada a determinado período de la existencia, en un pasado imaginario. El estudioso debía remontarse al ambiente, la cultura, el clima espiritual de una época anterior cualquiera y crear en ella con la fantasía una vida que pudiera corresponderle; según los años y la moda, merecieron la preferencia la Roma imperial, la Francia del siglo XVII o la Italia del siglo XV, la Atenas de Pericles o el Austria de los días mozartianos, y para los filólogos se había convertido en una tradición redactar la novela de su vida en la lengua y el estilo del país y de la época que habían elegido; hubo así en algunos momentos «novelas existenciales» sumamente virtuosistas en el estilo curial de la Roma pontificia alrededor de 1200, en el latín de los claustros, en el italiano de los «Cento racconti»
[18]
, en el francés de Montaigne, en el alemán barroco del Cisne de Boberfeld. Sobrevivía en estas formas libres de juego un residuo de la antigua creencia asiática de la reencarnación y la trasmigración de las almas; para todos los maestros y todos los estudiantes era idea corriente que a su existencia actual habían precedido otras, posiblemente, en otros cuerpos, en otras épocas, en otras condiciones. No era ciertamente una fe en el sentido estricto de la palabra, y mucho menos una doctrina, sino un ejercicio, un deporte de las fuerzas de la imaginación, para representarse al propio Yo en distintas situaciones, en otros ambientes. Se ejercitaba así, como ocurría en muchos seminarios de crítica estilística y muy a menudo también en el juego de abalorios, la inteligente penetración en las civilizaciones y épocas antiguas, en los países del pasado; se aprendía a considerar la persona propia como máscara, como pasajera vestimenta de una entelequia. La costumbre de escribir tales novelas existenciales tenía su atractivo y muchas ventajas, de otra manera no te hubiera conservado por cierto durante tanto tiempo. Además era precisamente muy elevado el número de estudiosos que no sólo creían más o menos en la idea de la reencarnación, sino también en la verdad de sus novelas inventadas para tales existencias imaginarias.