El juego de los abalorios (13 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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El papel asignado a Knecht determinó su existencia por un largo período de tiempo. Se le permitió aceptar la amistad de Designori, someterse a la influencia y a los ataques del camarada, sin intervención ni vigilancia por parte de los profesores. Pero la misión impuesta por el gran maestro fue la de defender a Castalia contra su crítico y llevar las explicaciones de las ideas al más alto nivel; esto implicó entre otras cosas que Josef tuviera que empaparse intensamente y tener siempre presentes los fundamentos de la disciplina que reinaba en Castalia y en la Orden. Las controversias entre los dos adversarios amigos se tornaron muy pronto famosas, los alumnos se apiñaban para oírlas. El tono, agresivo e irónico de Designori se afinó, sus formulaciones llegaron a ser más severas y responsables, su crítica más realista, más objetiva. Hasta ese momento Plinio había sido el favorito en la lucha; venía del «mundo», tenía su experiencia, sus métodos, sus recursos de ataque y también un poco de su vacilación; de las conversaciones con los mayores en su hogar conocía todo lo que el mundo reprochaba a Castalia. Ahora, las réplicas de Josef lo obligaron a admitir que él conocía muy bien el mundo, mejor que cualquier castalio, pero no ciertamente a Castalia y su espíritu tan bien como aquellos que allí estaban en su casa y para quienes Castalia era patria, hogar y destino. Aprendió a observar y, poco a poco, también a admitir que allí había un alma y no vernácula, lugareña, y que no sólo fuera de allí, sino también en la provincia «pedagógica» existían experiencias y entendimientos de siglos, una tradición, una «naturaleza», que él conocía sólo parcialmente y que ahora reclamaban su derecho al respeto a través de su intérprete, Josef Knecht. Este en cambio, para llenar su papel de apologista, se veía obligado a impregnarse más clara e íntimamente y a tener conciencia de lo que debía defender, con la ayuda del estudio, la meditación y el cultivo de sí mismo. En lo retórico, predominaba Designori; además del fuego y de la ambición de su temperamento, le socorría cierta experiencia del mundo y su propio gracejo; sabia pensar en los oyentes aun cuando sucumbía, asegurándose una salida llena de dignidad o convertida en broma, mientras Knecht, si el adversario lo colocaba en un aprieto, sólo podía decir:

—Acerca de esto debo reflexionar todavía, Plinio. Espera tan par de días, yo mismo te recordaré la cuestión.

Aunque esta relación se mantenía en forma muy noble y aun se convirtió en factor indispensable de la vida escolar de aquella época en Waldzell para interlocutores y oyentes de las disputas, para Knecht apenas si se había tornado más leve el apremio, el conflicto. Por lo mucho de confianza y responsabilidad que se le había impuesto, dominaba su tarea y es una demostración de la fuerza y la agilidad de su temperamento el que la llevara a cabo sin perjuicio visible. Pero en secreto, debió sufrir mucho. Si sentía amistad por Plinio, no era ciertamente sólo por el cantarada vencedor y gracioso, por el Plinio de fácil palabra y conocedor del mundo, sino también por ese mundo extraño que representaba su amigo y adversario, y que aprendió a conocer o a intuir a través de la figura, las palabras y los gestos de éste, aquel mundo llamado «real» donde había delicadas madres y niños, hambrientos y asilos de pobres, diarios y campañas electorales, aquel mundo primitivo y al mismo tiempo refinado, al cual Plinio volvía para pasar en él todas sus vacaciones, para visitar a los padres y a los hermanos, hacer la corte a las muchachas, asistir a reuniones de trabajadores o ser huésped en clubs distinguidos, mientras Knecht se quedaba en Castalia, hacía excursiones con los compañeros, nadaba, hacía ejercicios con los «Ricercari»
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de Froberger o leía a Hegel.

No era ningún problema para Knecht el pertenecer a Castalia y llevar correctamente la vida castalia, una vida sin familia, sin muchas legendarias distracciones, una vida sin diarios y también sin hambre ni necesidades; al fin de cuentas, tampoco Plinio que echaba en cara a los selectos con tanta insistencia su modo de vivir de zánganos, había tenido hambre alguna vez o se había ganado su pan. No, el mundo de Plinio no era el mundo mejor, más verdadero. Pero estaba allá afuera, existía, y había existido siempre, así lo enseñaba la historia universal; siempre había sido así, y muchos pueblos no conocieron otro mundo que aquél y nada supieron de escuelas de selección ni de provincias pedagógicas; de una Orden, de maestros ni de juegos de abalorios. La gran mayoría de los seres humanos sobre toda la tierra vivía en forma distinta de la que se vivía en Castalia, más simple, primitiva, peligrosa, indefensa, desordenada. Este mundo primitivo era innato en cada ser humano, el corazón sentía algo por él, un poco de curiosidad, de nostalgia, de piedad. La misión imponía hacerle justicia, conservarle en el corazón algún derecho de naturaleza, pero sin caer en sus brazos, sin volver a él. Porque a su lado y por encima de él existía otro mundo, el mundo castalio, espiritual, artístico, más ordenado, protegido pero necesitado de constante vigilancia y ejercicio, la jerarquía. Lo correcto era servir a este mundo aquí, pero sin cometer injusticia contra el otro o despreciarlo, sin torcer la vista hacia él tampoco con oscuros deseos o vaga nostalgia. Porque el pequeño universo castalio servía al otro grande, le daba maestros, libros, métodos, velaba por la pureza constante de las funciones espirituales y de la moral, y estaba abierto (como escuela y refugio) al pequeño número de hombres cuyo destino parecía ser el de dedicar su vida al espíritu y a la verdad. ¿Por qué, pues, no vivían los dos mundos aparentemente en armonía y fraternidad uno al lado del otro, uno dentro del otro, por qué no se podía guardar y unir a ambos en sí?

Una vez, una de las raras visitas del
Magister Musicae
coincidió con un momento en que Josef, cansado y agriado por su tarea, a duras penas podía mantener el equilibrio. El gran maestro pudo deducirlo de algunas alusiones del jovencito, pero más claramente lo leyó en su aspecto hipertenso, en sus inquietas miradas, en su modo de ser, ligeramente descuidado. Hizo algunas preguntas investigadoras, chocó con indiferencia e inhibiciones, dejó de preguntar y, preocupado seriamente por ello, se lo llevó consigo a una sala de ejercicio, con el pretexto de comunicarle un pequeño descubrimiento de historia musical. Le hizo traer un clavicordio y afinarlo, y lo enredó tanto y por tanto tiempo en un estudio muy particular (
privatissimun
) del origen de la forma de las sonatas, que el alumno olvidó en parte su situación apremiante, se entregó completamente y escuchó liberado y agradecido sus palabras y sus ejecuciones. Se tomó tiempo, muy pacientemente, para devolverlo a un estado de disposición y receptividad que había echado de menos en él. Y cuando lo logró, cuando terminó su exposición y, como remate, acabó de tocar una sonata de Gabrielli, se puso de pie y, caminando arriba y abajo por el reducido cuarto, le dijo:

—Hace años, esta sonata me dio mucho que pensar. Fue en la época de mi estudio libre todavía, antes de que llegara a profesor y mis tarde fuera llamado a ser
Magister Musicae
. Alimentaba a la salón el orgullo de elaborar una historia de la sonata desde nuevos puntos de vista, pero llegó un momento en que no sólo no progresé ya, sino que comencé a dudar más y más de si todas aquellas investigaciones históricas y musicales tenían siquiera algún valor, de si en realidad no eran más bien juego para ociosos y sustituto de oropel espiritual y artístico de vida genuina, vivida. Para ser breve, estaba por pasar a través de una de las crisis en las que todo estudio, todo esfuerzo intelectual, todo el espíritu, sobre todo, se vuelve para nosotros dudoso y falto de valor, y nos inclinamos a envidiar a cualquier campesino que ara, a cualquier pareja que ama al atardecer, o aun a cualquier pájaro que canta en las ramas o a cualquier cigarra que chirría entre la hierba del verano, porque nos parecen tan naturales, tan colmadas y felices en su vida, porque nada sabemos de sus necesidades, sus penas, sus peligros y sus sufrimientos. En fin, había perdido yo mucho de mi equilibrio; mi estado era desagradable y aun casi insoportable. Imaginé las posibilidades más aventureras de fuga y liberación, pensé volver al mundo como músico, para tocar para reuniones de danza en las bodas, pensé, como en los viejos novelones, que se me aparecería un alistador extranjero y me ofrecería vestir un uniforme para seguirlo a una determinada guerra con determinado ejército: me hubiese ido con él. Y así fue —como suele ocurrir en situaciones semejantes— que me sentí tan perdido que no me hubiese podido orientar por mi solo y necesité ayuda.

Se detuvo un segundo y se rió para sí. Luego prosiguió: —Tenía, naturalmente, un consejero de estudio, como está prescrito, y lógicamente hubiera sido razonable y correcto, como era mi deber, pedirle consejo. Pero ocurre siempre así, Josef: precisamente cuando uno se encuentra en dificultades y se ha desviado del camino y tendría suma necesidad de un correctivo, se experimenta la máxima aversión a ello, a volver al camino normal, a buscar la corrección necesaria. Mi consejero de estudio no estaba satisfecho con el informe de mi último cuatrimestre; me hizo severas observaciones. Yo creía en cambio hallarme en vísperas de nuevos descubrimientos, de nuevas convicciones y, en cierto modo, tomé a mal sus reparos. En fin, no quería acudir a él, no quería humillarme y admitir que él hubiese tenido razón. Tampoco quería confiarme a mis cantaradas, pero muy cerca de mí estaba un hombre singular a quien sólo conocía de vista o de oídas, un docto en sánscrito con el apodo de «el yoghi». En un momento en que la situación se me había vuelto insoportable, me dirigí a este hombre, cuya personalidad un poco solitaria y extraña había yo ridiculizado tantas veces como en secreto la había admirado. Lo visité en su celda, quise hablarle, pero se hallaba en una especie de trance, sumergido en un estado ritual hindú, y no podía ser alcanzado, cabeceaba sonriendo ligeramente en una perfecta abstracción del mundo, y yo no pude hacer otra cosa que quedarme parado en la puerta y esperar que volviera de su ausencia espiritual. Tardó mucho, una hora, dos horas; al final me cansé y me dejé deslizar al suelo; y allí me quedé sentado, contra la pared, y seguí esperando. Finalmente, vi que el hombre despertaba lentamente, movía un poco la cabeza, levantaba los hombros y separaba las piernas antes cruzadas; cuando se dispuso a levantarse, su mirada cayó sobre mí. Me preguntó qué deseaba. Me levanté, y sin reflexionar, sin saber realmente lo que decía, contesté: «Se trata de las sonatas de Andrea Gabrielli». El se levantó del todo, me hizo sentar en su silla, tomó asiento en el borde de la mesa y dijo: «¿Gabrielli? ¿Qué te ha hecho con sus sonatas?» Comencé a contarle lo que me había ocurrido, a confesarle cómo me sentía. Me preguntó con una minuciosidad que me pareció pedantería, por mi historia, por los estudios sobre Gabrielli y la Sonata, quiso saber cuándo me levanté, cuántas horas dediqué a la lectura, qué música toqué, a qué hora almorcé o cené, y cuándo me acosté. Me había confiado a él; molestándole, debía soportar, pues, sus preguntas y contestarlas, pero ellas me avergonzaban, descendían cada vez más al detalle, encarnizadamente: mi vida espiritual y moral de las últimas semanas, de los últimos días, era sometida a detenido análisis. De pronto se calló el yoghi y como siguiera sin entender, se encogió de hombros y me preguntó:

«—¿No ves tú mismo, pues, dónde está el error?

«No, yo no podía verlo. Entonces él lo recapituló todo con sorprendente exactitud, resumió todo lo preguntado, remontándose hasta el primer signo de cansancio, de contrariedad y de saturación espiritual, y me demostró que eso podía pasar solamente a quien estudiar demasiado impetuosa y libremente, y que no había tiempo que perder para volver a hallar con ayuda ajena el dominio perdido sobre mí mismo y mis energías. Si me tomaba la libertad de renunciar a ejercicios regulares de meditación —me indicó—, por lo menos debía recordarme de esa renuncia al advertir las primeras consecuencias enfadosas y poner remedio inmediatamente. Y él tenía toda la razón. No sólo había yo dejado de meditar por largo período y carecido de tiempo, estaba siempre demasiado desganado y distraído o demasiado ocupado en estudios y me sentía excitado, sino que con el correr de los días perdí totalmente hasta la conciencia de mi largo pecado de omisión y tuve que dejarme recordar de ello por otro, cuando estaba casi fracasando y desesperado. En verdad, dediqué luego el mayor cuidado en arrancarme de mi abandono, y retorné a los ejercicios escolares del principiante en la meditación, para volver a dominar poco a poco la capacidad del recogimiento y del ensimismamiento».

El
Magister
concluyó su paseo por la habitación con un ligero suspiro, diciéndome:

—Eso me ocurrió entonces y me avergüenzo hoy todavía de hablar al respecto. Pero es así, Josef; cuanto más nos exigimos o cuanto más nuestra tarea ocasional nos demanda, tanto más debemos contar con la fuente de energía de la meditación, con la conciliación constantemente renovada de espíritu y alma. Y cuanto más intensamente nos solicita una labor —y podría citar muchos ejemplos más—, cuanto más ora nos excita y eleva, ora nos cansa y oprime, tanto más fácilmente puede suceder que descuidamos esa fuente, del mismo modo que estando completamente dedicados a un trabajo intelectual, nos inclinamos fácilmente también a descuidar nuestro cuerpo y su atención. Los hombres realmente grandes de la historia universal o bien supieron dedicarse a la meditación, todos, o bien conocieron inconscientemente el camino por el cual nos lleva la meditación. Los otros, aun los más dotados y fuertes, al final fracasaron y sucumbieron, porque su cometido o su ambicioso sueño los invadió, los poseyó y los convirtió en posesos de tal manera que perdieron la facultad de liberarse cada vez y alejarse de lo actual. Bien, ya lo sabes, eso se aprende con los primeros ejercicios. Es una despiadada verdad. Sólo cuando se ha perdido alguna vez el rumbo, se ve lo inexorable de esta verdad.

De esta explicación quedó en Josef un residuo tan eficaz que sospechó el peligro en que se hallaba él mismo y se sometió a los ejercicios con renovada diligencia. Le hizo profunda impresión que el maestro le mostrara por primera vez un trocito de su vida absolutamente privada, de su juventud, de sus días de estudiante; por primera vez comprendió que también un semidiós, un maestro, pudo ser joven un día y haberse extraviado. Sintió con profunda gratitud la confianza que le había demostrado el venerable señor con sus confidencias. Era posible extraviarse, cansarse, cometer errores, chocar con las reglas, pero uno podía detenerse, volver a hallarse y, al final, llegar a ser todavía un maestro. Y superó la crisis.

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