—El joven discípulo se permite presentar su homenaje al Hermano Mayor.
—Bienvenido el huésped bien educado —contestó el Hermano Mayor—; siempre es bienvenido para mí un joven colega para que tome conmigo una taza de té y converse alegremente conmigo, y también puede encontrar un lugar para pasar la noche, si lo desea.
Knecht hizo el
kotao
[21]
y agradeció; fue conducido al interior de la casita y convidado con té; luego le fue enseñado el jardín, las piedras con las inscripciones, el estanque, los peces dorados de los que se le dijo la edad. Hasta la hora de la cena permanecieron sentados debajo de los bambúes ondeantes, intercambiaron cortesías, versos de canciones y sentencias de los clásicos, contemplaron las flores y gozaron del crepúsculo rosado que se marchitaba en las curvas de las montañas. Entonces regresaron a la casa, el Hermano Mayor trajo pan y fruta, frió en el minúsculo hogar sendas tortillas sabrosas para él y para el huésped, y después de comer, el Hermano interrogó en alemán al estudiante acerca del motivo de su visita, y éste narró en alemán cómo había llegado hasta allí y lo que le interesaba, es decir poder quedarse allí todo el tiempo que el Hermano Mayor lo permitiera, para ser su discípulo.
—De esto hablaremos mañana —dijo el ermitaño y ofreció al huésped una yacija. Por la mañana, Knecht se sentó al lado del cuenco de agua de los peces dorados, fijó sus ojos en el pequeño y fresco mundo de sombra y luz, y de colores mágicamente reflejados, hasta abajo donde se movían los cuerpos de los dorados en el azul verdoso oscuro y la sombra de tinta, y de vez en vez, precisamente cuando todo el mundo parecía hechizado y dormido para siempre y perdido en la lejanía del ensueño, despedían a través de la adormecida tiniebla relámpagos de cristal y oro con un movimiento suavemente elástico y, sin embargo, alarmante. Miró abajo, cada vez más hondo, soñando más que contemplando, y no se percató de que el Hermano Mayor salió de la casa con pasos leves, se detuvo y se quedó observando largo rato a su huésped tan ensimismado o absorto. Cuando, finalmente, Knecht se levantó, percibiendo su ausencia, aquél ya no estaba allí, pero casi en seguida su voz lo invitó a tomar el té, desde el interior de su casucha. Cambiaron un breve saludo, bebieron el té, se sentaron y escucharon en la paz de la mañana la música del hilillo de agua de la fuente, melodía de la eternidad. Luego el ermitaño se levantó, te entretuvo en algunos quehaceres aquí y allá en la habitación de construcción irregular, echó de paso una guiñada a Knecht y preguntó de pronto:
—¿Estás preparado para calzar otra vez tus zapatos y seguir viaje?
Knecht titubeó, luego contestó:
—Si así debe ser, lo estoy.
—Y si te ocurriera quedarte aquí por breve tiempo, ¿estarías dispuesto a prestar obediencia y a quedarte quieto como un pez dorado?
El estudioso contestó una vez más que sí.
—Está bien —dijo el Hermano Mayor—. Colocaré las varitas e interrogaré el oráculo.
Mientras Knecht, sentado, observaba con tanto respeto como curiosidad, manteniéndose quieto «como un pez dorado», aquél sacó de un cubo de madera, suerte de carcaj más bien, un manojo de varitas; eran tallos de milenrama; los contó con atención, volvió a poner en el recipiente una parte del hatajo, dejó un tallo aparte, dividió loa restantes en dos montoncitos iguales, conservó uno en la mano izquierda, con la derecha tomó del otro, con afilados dedos sensitivos, pequeñísimos haces, los contó y apartó, hasta que quedaron pocos tallos, que apretó entre dos dedos de su izquierda. Después de reducir a pocos tallos un manojo en esta forma, contándolos ritualmente, procedió de idéntica manera con el otro. Dejó los tallos contados, repasó uno y otro de los hacecillos, contó y apretó los reducidos restos entre los dedos, que lo realizaron todo con tranquila y parca agilidad: parecía aquello un juego de destreza, misterioso, regido por severas normas, practicado mil veces y llevado a plenitud de virtuoso. Después de haber realizado varias veces esta operación, quedaron tres diminutos hacecillos; dedujo un signo del número de sus tallos y lo anotó con su fino pincel en una hojita. Y volvió a comenzar todo el complicado proceso; las varitas fueron divididas en dos manojos iguales; el anciano apartó los tallos, metió algunos entre los dedos, hasta que al final quedaron nuevamente tres pequeños rimeros, cuyo resultado fue un segundo signo. Movidos como en una danza, los tallos se golpearon con un ruidito seco muy leve, cambiaron de lugar, formaron hacecillos, fueron separados y contados otra vez, se desplazaron rítmicamente con fantasmal seguridad. Al final de cada ejercicio, el pincel anotó un signo, para concluir con seis líneas de notaciones positivas y negativas, superpuestas. Los tallos fueron recogidos y colocados cuidadosamente otra vez en su recipiente; el mago se acurrucó en el suelo sobre una estera de junto: delante de él tenía el resultado de la consulta formulada al oráculo, resumido en una hoja, que contempló largo rato en silencio.
—Es el signo de Mong —dijo—. Este signo tiene nombre: locura juvenil. Arriba el monte, abajo el agua, arriba Gen, abajo Kan. Al pie del monte brota la fuente, símbolo de juventud. Mas la sentencia dice:
La locura juvenil logra triunfar.
No busco al joven alocado,
es él quien me busca a mí.
Contesto al primer oráculo.
Molesta si pregunta de nuevo.
Si molesta, nada contesto.
La insistencia desafía…
En tensa atención, Knecht estuvo conteniendo el aliento. Cuando se hizo el silencio, respiró profundamente, sin querer. No se atrevía a preguntar. Pero creyó haber comprendido: el joven alocado había sido aceptado, podía quedarse. Mientras estaba todavía aprisionado y hechizado por el sublime juego de títeres de los dedos y las varitas, al que había asistido todo ese tiempo y que parecía tan convincentemente significativo, aunque no se pudiera adivinar su sentido, el sucedido se apoderó de él. El oráculo había hablado, había decidido a su favor.
No hubiéramos descrito con tantos pormenores el episodio, si el mismo Knecht no lo hubiese contado a menudo con cierta satisfacción a amigos y discípulos. Reanudemos ahora nuestra narración objetiva. Knecht permaneció largos meses en el soto de bambúes y aprendió a manipular los tallos de milenrama casi con la misma perfección que su maestro. Éste lo ejercitó todos los días durante una hora en la cuenta de los tallos, lo inició en la gramática y en la simbolística del idioma del oráculo, le enseñó para que supiera escribir y conocer de memoria los sesenta y cuatro signos, le leyó páginas de los antiguos comentarios y le contó sucesivamente, en días especialmente favorables, historias de Chuang Dchi. Además el discípulo aprendió a cuidar el jardín, a lavar los pinceles, a raspar la tinta china en barras; también a preparar sopa y té, a recoger leña, a tener cuenta del tiempo y manejar el calendario chino. Pero las tentativas espaciadas de Knecht para interesar al Hermano Mayor en sus parcas conversaciones por el juego de abalorios y la música, fueron completamente vanas, parecían dirigidas a un sordo o fueron rechazadas con una sonrisa indulgente o contestadas con máximas, como «Nubes densas, nada de lluvia» o «El noble no tiene mancha». Mas cuando Knecht se hizo enviar desde Monteport un pequeño clavicordio y todos los días estuvo tocando una hora, no hubo oposición alguna. Una vez confesó a su maestro que quería lograr ser capaz de adaptar el sistema del
I Ching
al juego de abalorios. El Hermano Mayor se rió:
—¡Manos a la obra! —exclamó—. Es posible colocar en el mundo un hermoso bosquecillo de bambúes. Pero me parece muy problemático que un jardinero pueda poner el mundo en su soto.
Mas, basta de esto. Citaremos solamente que el Hermano Mayor, algunos años más tarde, cuando Knecht era en Waldzell una personalidad muy estimada, fue invitado por éste a aceptar un curso, pero el curioso sabio ni contestó siquiera.
Posteriormente, Josef Knecht definió los meses de su vida en el soto de bambúes muy a menudo como el «comienzo de su despertar», como advertimos muchas veces en sus manifestaciones acerca del «período del despertar», con parecida aunque no igual importancia de la atribuida al período de la vocación. Cabe suponer que el «despertar» debe significar un eventual conocimiento de sí mismo y del lugar en que él se encontraba realmente dentro del orden castalio y dentro del humano, pero nos parece que el acento se desplaza cada vez más hacia el autoconocimiento, en el sentido de que él desde el «comienzo del despertar» se acercaba más y más al sentimiento de su situación especial y de su particular destino, mientras que los conceptos y las categorías de la jerarquía general sobreviniente y en especial le la castalia se le tornaban cada vez más relativos.
Los estudios chinos no concluyeron ni con mucho con su residencia en el soto de bambúes, continuaron, y Knecht se esforzó por conocer la antigua música china. En cada página de los escritores chinos más antiguos tropezó con la loa de la música como una de las fuentes primitivas de todo orden, de toda moral, de toda belleza y salud, y este concepto amplio y moral de la música lo conocía ya profundamente desde mucho antes gracias al
Magister Musicae
, que podía ser considerado casi como su encarnación. Sin abandonar nunca fundamentalmente el plan de sus estudios que conocemos por aquella carta a Fritz Tegularius, avanzó con prestancia y energía en todas partes donde intuía algo para él esencial, es decir, donde pareciese conducir el camino del «despertar» por él iniciado. Uno de loa resultados positivos de su aprendizaje al lado del Hermano Mayor fue que desde entonces venció su miedo ante el retorno a Waldzell, cada año tomó parte allí en algún curso superior y llegó a ser en seguida, sin saber exactamente cómo lo había logrado, una personalidad considerada con interés y respeto en el
Vicus Lusorum
, y perteneció a ese organismo íntimo y sensibilísimo de todo el juego, a ese grupo anónimo de jugadores expertos, en cuyas manos está realmente el destino eventual o, por lo menos, la tendencia y la moda del momento para el juego de abalorios. Este grupo de jugadores, en el cual no faltaban funcionarios de los institutos del juego, aunque sin dominar en él, se podía encontrarlo especialmente en algunos locales alejados y tranquilos del archivo del juego, ocupado en estudios críticos del sistema, luchando por la incorporación de nuevas materias o campos en el juego o por su eliminación o rechaco, discutiendo a favor o en contra de ciertas tendencias de los gustos en continua evolución, ya sea en cuanto a la forma, al manejo exterior, a lo deportivo del juego de abalorios; cada uno de los que habían penetrado allí era un virtuoso del juego, muy exactamente conocido por los demás por su talento o sus modalidades; era como el ámbito de un ministerio o un club aristocrático, donde los dominadores y los responsables se encuentran y se conocen diariamente. Reinaba allí el tono suave y afilado; todos eran ambiciosos sin demostrarlo y estaban atentos y prontos a la crítica casi exagerada. Este grupo selecto de renuevos del
Vicus Lusorum
era considerado por muchos en Castalia y también por algunos en el país, como la suprema floración de la tradición castalia, como la flor y nata de una espiritualidad exclusivamente aristocrática, y muchos jovencitos acariciaron durante muchos años, colmados de orgullo, el sueño de pertenecer un día a este grupo. Para otros en cambio, este circulo seleccionado de pretendientes a las más altas dignidades de la jerarquía del juego de abalorios, era algo odiado y depravado, una camarilla de encopetados holgazanes, de genios desperdiciados, sin sentido por la existencia y la realidad, una asociación arrogante y en el fondo parasitaria de elegantes y arribistas, cuya profesión y actividad vital eran un necio jugar, un estéril autodisfrute del espíritu.
Knecht permaneció insensible ante ambas concepciones; nada le importaba que el cotarro estudiantil lo ensalzara como un fenómeno o lo ridiculizara como «arribista» y ambicioso. Sólo tenían importancia para él sus estudios, todos comprendidos ahora en el ámbito del juego. Además tenía importancia para él solamente otra cuestión, es decir, si el juego era precisamente lo más noble y elevado de Castalia y merecía que se le dedicara la vida. Porque con la iniciación en los misterios cada vez más ocultos de las leyes y las posibilidades del juego, con su familiaridad en los pintorescos laberintos del archivo y del complejo mundo íntimo del simbolismo del juego, no estaban acalladas todavía sus dudas; ya había experimentado dentro de sí mismo que fe y duda se relacionan estrechamente, que se condicionan como el inspirar y el espirar, y con los progresos en todos los terrenos del microcosmos del juego fueron creciendo lógicamente también su capacidad de visión y su sensibilidad para toda la problemática del mismo. Por breves momentos tal vez, el idilio en el soto de bambúes lo tranquilizó o quizá lo indujo en error; el ejemplo del Hermano Mayor le había demostrado que siempre existían salidas o expedientes para evitar toda esta problemática; se podía, por ejemplo, convertirse como aquél en chino, encerrarse detrás de un cerco de jardín y vivir en una especie bastante hermosa de perfección. Tal vez hasta podía convertirse uno en pitagórico o en monje o en escolástico, pero sería solamente un recurso del egoísmo, una renuncia a la universalidad posible y consentida sólo para una exigua minoría, una renuncia al hoy y al mañana en favor de algo perfecto, pero pasado, era una forma sublime de fuga, y Knecht había sentido ya para esa fecha que ésta no era su ruta. Pero ¿cuál era entonces? Además de su gran capacidad para la música y el juego de abalorios, sabía que existían en él otras fuerzas, cierta independencia interior, una noble extravagancia, que por cierto no le prohibía ni le agravaba el servir de alguna manera, pero que le exigía servir solamente al supremo Señor. Y esta fuerza, esta independencia, esta extravagancia no eran solamente un rasgo de su figura, no tendían solamente ni influían solamente hacia adentro, sino que se expandían activamente también hacia afuera. Ya durante sus años de alumno y especialmente en el período de su rivalidad con Plinio Designen, Josef Knecht había hecho a menudo la experiencia que muchos de su misma edad y aun más los más jóvenes entre sus camaradas no sólo simpatizaban con él y buscaban su amistad, sino que se inclinaban a dejarse dominar por él, a pedirle consejo, a dejar que influyera en ellos, y esta experiencia se fue repitiendo mucho desde entonces. Ella tenía un lado sumamente agradable y halagador, acariciaba al orgullo y robustecía su conciencia de sí mismo. Pero tenía también su reverso, oscuro y temible, porque ya de por sí la tendencia de mirar de arriba abajo por su debilidad, su falta de personalidad y dignidad a estos camaradas anhelosos de consejo, dirección y ejemplo, hasta el deseo secreto que brotaba en ciertas ocasiones de convertirlos (por lo menos en la fantasía) en acomodaticios esclavos, tenía algo prohibido y odioso. Además, durante la época de Plinio había podido sentir con qué responsabilidad, esfuerzo y peso interior se paga toda posición brillante y representativa; sabía también desde mucho antes qué carga era para el
Magister Musicae
la distinción suprema. Era hermoso y poseía un «quid» tentador el tener poder sobre seres humanos y brillar delante de los demás, pero contenía también algo diabólico y peligroso, y la historia universal consistía solamente en una ininterrumpida serie de amos, conductores, ejecutores y comandantes, que con escasas excepciones habían empezado bien y concluido mal, que, por lo menos según ellos, habían aspirado al poder con buenas intenciones, todos, para luego ser poseídos y cegados por ese poder y llevados a amarlo para su propia satisfacción. Era necesario santificar y tornar útil aquel poder que la naturaleza le diera, poniéndolo al servicio de la jerarquía; esto fue siempre algo natural y lógico para él. Mas ¿en qué lugar podían servir mejor sus energías y dar el mejor fruto? La facultad, el don de atraer e influir más o menos en los demás, sobre todo en los jóvenes, hubiera tenido mucho valor para un militar o un político, pero allí en Castalia no había lugar para ello; allí los dones sólo podían servir al maestro y al educador, en realidad, y precisamente para estas actividades no sentía Knecht mucha atracción. Si se hubiese tratado de hacer solamente su voluntad, hubiera preferido la existencia del sabio independiente a cualquier otra, o a la del juego de abalorios. Y así se enfrentó con la vieja y torturante cuestión: ¿era este juego lo supremo, era realmente el rey en el reino espiritual? ¿No era a pesar de todo, en resumidas cuentas, solamente un juego? ¿Merecía en realidad una completa entrega, un servicio de toda la vida? Este famoso juego nació, generaciones antes, como una suerte de sustituto del arte, y, para muchos por lo menos, estaba por convertirse poco a poco en una especie de religión, de posibilidad, de recogimiento, elevación y devoción para inteligencias muy desarrolladas. Como se ve, en Knecht se estaba cumpliendo el antiguo conflicto entre estética y ética. La cuestión nunca totalmente expresada, pero tampoco nunca cabalmente acallada es la misma que surge aquí y allá oscura y amenazante en sus poesías escolares de Waldzell; no se refería solamente al juego de abalorios, sino a Castalia sobre todo.