Tal vez es éste el lugar para transcribir también aquel otro pasaje de la correspondencia de Knecht, que se refiere al juego de abalorios, aunque la carta respectiva, dirigida al
Magister Musicae
, fue escrita por lo menos un año o dos más tarde.
«Creo —escribe Knecht a su protector— que se puede ser excelente, hasta virtuosista jugador de abalorios, y aun quizá muy hábil
Magister Ludi
, sin sospechar el verdadero secreto del juego y su último significado. Sí, podría ocurrir que precisamente quien intuye y sabe, si llega a perito en el juego o lo dirige, sería más peligroso para el juego que aquél. Porque la parte interior, lo esotérico del juego, tiende como todo lo esotérico hacia abajo, hacia lo Uno y Todo, en las profundidades donde reina solamente el aliento eterno en el eterno inspirar y espirar, bastándose a sí mismo. Aquel que hubiese experimentado, viviéndolo hasta el final, el sentido del juego en sí, ya no sería más realmente un jugador, no estaría ya más en la multiplicidad y no sería capaz de la alegría del inventar, construir y combinar, porque conoce un gozo y una alegría completamente distintos. Como yo creo estar muy cerca del sentido del juego de abalorios, será mejor para mi y para otros que no haga de este juego mi profesión, sino que pase de preferencia al terreno de la música».
El
Magister Musicae
, casi siempre muy limitado en su correspondencia, se inquietó evidentemente por esta manifestación y le dio una respuesta que, es una amable advertencia: «Está muy bien que tú mismo no requieras de un maestro del juego que sea un
esotérico
como tú lo entiendes, porque espero que lo hayas dicho sin ironía. Un maestro del juego o un profesor, que en primer término se preocupara para acercarse lo bastante al «sentido intimo», sería uno de los peores. Yo, por ejemplo, debo confesarlo sinceramente, nunca dije en toda mi vida una palabra sobre el «sentido» de la música a mis alumnos; si lo hay, no necesita de mí. En cambio, di siempre gran valor a que mis discípulos contaran muy exactamente sus octavos o dieciseisavos. Si llegas a maestro, sabio o ejecutante, conserva el respeto por el «sentido», pero no creas que puede enseñarse. Por querer enseñar el «sentido», los filósofos de la historia arruinaron una vez la mitad de la historia universal, iniciaron la época folletinesca y cargaron con la complicidad en mucha sangre vertida. Aunque yo debiera introducir, por ejemplo, alumnos en la comprensión de Hornero o de los trágicos griegos, no intentaría sugerirles la poesía o la literatura como una forma fenoménica de lo divino, sino que me esforzaría para tornársela accesible mediante el exacto conocimiento de los recursos idiomáticos y métricos. Es tarea del maestro y del sabio investigar los medios y el cuidado de la tradición, de la transmisión, la pureza de los métodos, no la excitación y el apremio de las vivencias ya inefables que sólo a los elegidos —a menudo vencidos y víctimas— están reservadas».
Por lo demás, Knecht no recuerda el juego de abalorios y su concepción
esotérica
en ningún lugar de su correspondencia de esos años, que asimismo no parece haber sido abultada o en parte se ha perdido; la mayor parte y la mejor conservada de esas cartas, aquellas cambiadas con Ferromonte, trata sin más casi exclusivamente de problemas de música y de análisis del estilo musical.
Vemos así, pues, empeñarse un sentido y una voluntad muy determinados en el curioso sigzag que describió el curso de los estudios de Knecht y que no fue otra cosa que la exacta notación y la elaboración de largos años de un esquema propio y único de juego. Para extraer la esencia o el contenido de este esquema único, que en un tiempo los alumnos componían en pocos días para ejercitarse, y que en la lengua del juego de abalorios podía leerse en un cuarto de hora, empleó años y años, vivió en salas de lectura y bibliotecas, estudio a Fromerzer y a Américo Scarlatti, aprendió la construcción de fugas y de sonatas, repitió matemática, se aplicó al chino, elaboró un sistema de las figuras del sonido y la teoría de Feustel sobre la relación de la gama de los colores y la escala de las tonalidades musicales. Uno se pregunta por qué eligió este camino fatigoso, extravagante y sobre todo solitario, cuando su metal final (fuera de Castalia se diría «su profesión libremente elegida») fue sin duda el juego de abalorios. Si como transeúnte, y además sin compromisos, hubiese entrado en uno de los Institutos del
Vicus Lusorum
, la colonia de los jugadores de Waldzell, se hubieran vuelto para él más fáciles todos los estudios especiales con referencia al juego, hubiera podido encontrar consejo e información en cualquier momento para todas las cuestiones aisladas y seguir además sus estudios entre cantaradas y coaspirantes, en lugar de atormentarse, en soledad y ciertamente muchas veces, en su voluntario destierro. Pero él marchaba por su propio camino. Evitó la residencia en Waldzell, suponemos, no solamente para dejar que se borrara allí en todo lo posible su actuación como alumno y se extinguiera el recuerdo de ella en los demás y en sí mismo, sino también para no volver a caer en otra situación parecida en la comunidad de los jugadores de abalorios. Porque debió sentir entonces en sí mismo algo como un destino, una predestinación a ser un conductor y un representante, e hizo lo posible para hacer trampa a este destino que se sentía impuesto. Intuyó de antemano todo lo grave de la responsabilidad, lo intuyó ya frente a los condiscípulos en Waldzell, que estaban entusiasmados por él y a quienes se sustrajo, y especialmente frente a aquel Tegularius de quien sabía por instinto que se hubiera echado entre las llamas por él. Y así buscó el ocultamiento y la contemplación, mientras aquel destino quería impulsarlo hacia adelante y a la vida pública. Más o menos así nos imaginamos su posición moral en esa época. Pero existía aún un motivo o un estímulo importante más para alejarlo asustado del aprendizaje corriente de las escuelas superiores del juego de abalorios y convertirlo en un foráneo, en un «outsider», es decir, un instinto irreprimible de investigación, sobre el cual se fundaron las dudas precedentes acerca del juego. Era cierto, él había experimentado y gustado que el juego podía ser jugado realmente en un sentido elevadísimo y santo, mas había visto también que la mayoría de los jugadores y alumnos, y aun parte de los maestros y directores, no eran jugadores en aquel elevado y sagrado sentido y no veían en la lengua del mismo una
lingua sacra
, sino precisamente un arte gracioso de estenografía, y realizaban el juego como especialidad interesante y divertida, como deporte intelectual o como competición ambiciosa. Sí; como lo demuestra su carta al
Magister Musicae
, intuía ya que, posiblemente, no siempre es la búsqueda del sentido último la cualidad del jugador y que el juego necesita también de un exoterismo, que es también técnica, ciencia e institución social. En resumen, existían dudas y contrastes, el juego era un problema vital y se convirtió tal vez en el problema capital de su existencia, y él no estaba absolutamente dispuesto a dejarse facilitar sus luchas por bondadosos pastores de almas o a permitir que las empequeñeciera la amable sonrisa denegatoria de los maestros.
Naturalmente, hubiera podido poner como base de sus estudios cualesquiera de los juegos de abalorios ya jugados entre decenas de miles y entre los millones posibles aún. Lo sabía y tomó como punto de partida aquel plan casual de juego combinado por él y su camarada en el citado curso escolar. Era el juego en el que por primera vez se sintió envuelto en el sentido de todos los juegos de abalorios y conoció su vocación como jugador. Un esquema de ese juego, dibujado por él en la forma taquigráfica habitual, lo acompañó constantemente durante estos años. En las marcas, claves, signaturas y abreviaturas del idioma del juego estaba anotada allí una fórmula de matemática astronómica, el principio formal de una antigua sonata, una sentencia de Kung Fu Tse, etc. Un lector que no conociera por ejemplo el juego de abalorios, podría imaginar el tal esquema quizá parecido al esquema de una partida de ajedrez, sólo que los significados de las figuras y las posibilidades de sus mutuas relaciones y sus reciprocas influencias serían múltiples y a cada figura, a cada constelación, a cada jugada o movimiento de piezas habría que atribuir un sentido real, definido simbólicamente por este rasgo, esta configuración, etc. Ahora bien, los estudios de Knecht en estos años no tendieron solamente a la tarea de conocer lo más exactamente posible las esencias, los principios, las obras y los sistemas contenidos en el plan de juego, en aprender a recorrer un camino a través de distintas civilizaciones, lenguas y artes, a través de siglos distintos; también se había prefijado la tarea desconocida por todos sus maestros de examinar lo más exactamente posible en estos objetivos los sistemas y las posibilidades de expresión del arte del juego de abalorios.
Anticipemos desde ahora el resultado: Knecht encontró aquí y allá una laguna, una insuficiencia, pero en conjunto nuestro juego de abalorios debió resistir victoriosamente a su duro análisis, pues de otra manera no hubiera vuelto a él, cuando concluyó.
Si escribiéramos con este libro un estudio cultural, merecería seguramente describirse más de un lugar y más de una escena de la época estudiosa de Knecht. Prefería, hasta donde era posible para él, sitios en que pudiera trabajar solo o entre muy poca gente, y por algunos de ellos supo mantener una adhesión llena de gratitud. A menudo residía en Monteport, a veces huésped del
Magister Musicae
, otras como participante de un seminario de historia de la música. Dos veces lo hallamos en Hirsland, asiento de la dirección de la Orden, como copartícipe del «gran ejercicio»: un ayuno de doce días y meditación respectiva. Con particular alegría, con ternura, diríamos, hablaba más tarde a sus íntimos del soto de bambúes, la agradable ermita que fue escenario de sus estudios sobre el
I Ching
. Allí no sólo aprendió y experimentó algo decisivo, sino que también encontró —guiado por una maravillosa intuición o guía— un ambiente único y a un hombre extraordinario, el llamado Hermano Mayor, el creador y el inquilino de la ermita china del soto de bambúes. Nos parece conveniente describir un poco más extensamente este notabilísimo episodio de sus años de estudio.
Knecht comenzó el estudio de la lengua china y de los clásicos en el famoso Instituto para el Asia Oriental, que desde muchas generaciones estaba incorporado a la colonia estudiosa de los filólogos de la antigüedad, en San Urbano. Allí mismo hizo rápidos progresos en la lectura y en la escritura, trabó relación amistosa con algunos chinos que trabajaban allí y aprendió de memoria una cantidad de canciones de Chi King, cuando en el segundo año de su permanencia comenzó a interesarse con creciente intensidad, por el
I Ching
, el libro de las trasmigraciones o las metamorfosis. Los chinos le brindaron toda clase de informaciones, dada su insistencia, pero ni la menor introducción o iniciación; el Instituto carecía de maestro para ello, y cada vez que Knecht presentaba el pedido de que se le proveyera de profesor para ocuparse fundamentalmente con el
I Ching
, se le habló del Hermano Mayor y de su ermita. Josef había observado perfectamente que con su interés por el libro de las trasmigraciones tendía a un terreno del cual muy poco se quería saber en el Instituto; se tornó más prudente en sus averiguaciones y como se esforzara todavía para obtener informaciones acerca del legendario Hermano Mayor, no dejó de comprender en seguida que este ermitaño gozaba, sí, de cierto respeto y aun de cierta fama, pero más como foráneo extravagante que como sabio. Sintió que en este caso debía ayudarse por sí solo, terminó lo más rápidamente posible un trabajo de seminario ya comenzado y se despidió. Se encaminó a pie hacia la región en que ese ser misterioso levantara un día su cabaña de bambú; tal vez fuera un sabio, un maestro, tal vez un loco… Acerca de él pudo saber lo que sigue: Un cuarto de siglo antes, aproximadamente, el hombre fue el estudiante de más porvenir de la sección china, parecía nacido para esos estudios y tener vocación; superó así a los mejores maestros, ya fueran chinos de nacimiento o bien occidentales, en la técnica de la escritura con pincel y en el descifrar antiguos escritos, pero llamó un poco la atención por el entusiasmo con que trataba de convertirse también exteriormente en chino. Así se dirigió tercamente a todos los superiores, desde el director de un seminario hasta los grandes maestros, no ya con sus títulos y el tratamiento prescrito, como lo hacían todos los estudiantes, sino con la alocución: «Mi hermano mayor», denominación que al final le quedó pegada como apodo burlón, para el resto de su vida. Especial cuidado dedicaba el hombre al juego profético, a los oráculos del
I Ching
, cuyo manejo dominaba magistralmente con el auxilio del tradicional tallo de la milenrama. Juntamente con los antiguos comentarios al libro de los oráculos, su libro preferido era el de Chuang Dchi. Evidentemente, el espíritu racionalista y tendencialmente antimístico estrictamente fiel a Confucio, en la sección china del Instituto, como lo conociera Knecht, debió hacerse sentir ya en esos años, porque el Hermano Mayor abandonó un día la casa y comenzó a vagabundear, armado de pincel, platillo para la tinta y dos o tres libros. Llegó hasta el sur del país, fue huésped aquí y allá de Hermanos de la Orden, buscó y halló el sitio adecuado para su planeada ermita, logró con obstinados pedidos y solicitudes verbales tanto de las autoridades civiles como de la Orden el derecho de cultivar el sitio como colonizador, y desde entonces vivió allí en un idilio organizado estrictamente a la manera china, ora ridiculizado como lunático, ora venerado como una especie de santo, en paz consigo mismo y con el mundo, pasando sus días en la meditación y copiando viejos rollos, en cuanto no tenía que dedicarse al trabajo en su ermita que protegía contra el viento del norte al pequeño jardín chino cuidadosamente plantado.
Hacia allá, pues, marchó Josef Knecht, con frecuentes descansos y seducido por el paisaje, que aparecía ante sus ojos azul y lleno de aromas desde el sur, apenas superados los pasos montañeses, con asoleadas terrazas de vides, muros grises habitados por lagartijas, imponentes bosques de castaños, sabrosa mezcla de país meridional y alta montaña. Fue avanzada la tarde cuando llegó a la ermita del soto de bambúes; entró y vio con sorpresa un pabellón chino en un jardín maravilloso; una fuente cantaba a través de caños de madera, el agua que corría por un lecho de guijarros llenaba allí cerca un cuenco de mampostería, en cuyas resquebrajaduras crecía el verde y en cuya agua tranquila y clara nadaban dos carpas doradas. Las hojas de bambú ondeaban suaves y delicadas sobre las esbeltas y fuertes cañas, el césped estaba sembrado de lajas en que se podían leer inscripciones en estilo clásico. Un hombre delgado, vestido de tela de color gris amarillento, con lentes sobre los ojos azules expectantes, se levantó de un cantero de flores, sobre el cual había estado acurrucado, vino lentamente hacia el visitante, no hostilmente, pero con ese torpe temor que muestran a veces los reservados y solitarios, dirigió la mirada inquisitiva hacia Knecht y esperó lo que éste podía decir. Josef pronunció con cierta timidez las palabras chinas que había pensado para su salutación.