—Creo comprender —observó Knecht—. Mas, ¿no son precisamente los temperamentos más apasionados los que tienen preferencias y aversiones tan vivas, y los otros los más tranquilos y dulces?
—Parece que así debiera ser, pero no es —contestó riendo el
Magister
—. Para ser capaz de todo y estar versado en todo, se necesita no ya un
menos
de energía anímica, de impulso y calor, sino un
más
. Lo que denominas pasión no es fuerza del alma, sino roce entre el alma y el mundo exterior. Allí donde domina el apasionamiento no hay un «más» de esta energía del deseo y de la aspiración, tino que ésta se dirige a una meta individual y falsa de donde resultan la tensión y el bochorno en la atmósfera. Aquel que lanza la suprema energía del deseo hacia el centro, hacia el ser verdadero, hacia lo perfecto, parece más calmo que el apasionado, porque no siempre se ve la llama de su fervor, porque, por ejemplo, no grita ni agita los brazos mientras discute. Mas te digo: «Aquél debe abrasarse y arder».
—¡Oh, si fuera posible saber! —exclamó Knecht—. ¡Si hubiera una doctrina o algo en que poder creer! Todo se contradice, todo pasa corriendo, en ningún lugar hay certidumbre. Todo puede interpretarse de una manera y también de la manera contraria. Se puede explicar toda la historia del mundo como evolución y progreso, y también considerarla nada más que como ruina e insensatez. ¿No hay una verdad? ¿No hay una doctrina legítima y valedera?
El maestro nunca había oído hablar con tanta vehemencia. Adelantóse un trecho más, luego dijo:
—¡La verdad existe, querido! Mas no existe la «doctrina» que anhelas, la doctrina absoluta, perfecta, la única que da la sabiduría. Tampoco debes anhelar una doctrina perfecta, amigo mío, sino la perfección de ti mismo. La divinidad está
en ti
, no en las ideas o en los libros. La verdad se vive, no se enseña. Prepárate a la lucha, Josef Knecht, a grandes luchas; veo claramente que éstas han comenzado ya.
En estos días, Josef vio a su querido
Magister
por primera vez en su vida diaria, en su trabajo, y lo admiró mucho, aunque sólo podía percibir una pequeña parte de su cotidiana colaboración. Pero el maestro le impresionaba sobre todo porque se preocupaba por él, un hombre de tan alta categoría y de aspecto a menudo tan cansado, lo había invitado; a pesar de su labor, encontraba tiempo para dedicárselo, ¡y no sólo el tiempo! Si esta introducción en el arte de meditar le producía tan profunda y firme impresión, no era debido —como pudo juzgar más tarde— a su técnica particularmente refinada o especial, sino a la persona, al ejemplo del maestro. Los profesores que tuvo durante el año siguiente cuando fue instruido en dicho arte, le dieron más indicaciones, doctrinas más exactas, lo vigilaron más severamente, le plantearon más cuestiones, solieron corregirlo más. El
Magister Musicae
, seguro de su poder sobre el jovencito, hablaba poco y no le enseñaba casi nada, señalaba solamente los temas y lo precedía con su ejemplo. Knecht observaba que su maestro a menudo tenía un aspecto de anciano debilitado; que luego, con los ojos semicerrados, se ensimismaba, para volverse después fuerte, calmo, de mirar alegre y amable otra vez; nada ni nadie hubiera podido convencerlo mejor acerca del rumbo hacia las fuentes, acerca del camino que lleva de la inquietud a la paz. Lo que tenía que decir al respecto el maestro con palabras, lo supo el joven durante un corto paseo o durante las comidas.
Sabemos que Knecht recibió del
Magister
en esos días también algunas indicaciones y normas previas para el juego de abalorios, pero nada dejó escrito al respecto. También le emocionó que su anfitrión se preocupara por su acompañante, para que no tuviese la sensación demasiado viva de ser apenas un agregado. Este hombre parecía pensar en todo.
La breve residencia en Monteport, las tres horas de meditación, la corta asistencia al curso de jefes, los pocos diálogos con el
Magister
, representaban mucho para Knecht; con toda seguridad, el anciano había elegido el momento más eficaz para su limitada intervención. Su invitación había tenido principalmente el propósito de recordar ardorosamente al joven la meditación, pero esta visita no era menos importante por sí, como distinción, como signo de que se le prestaba atención, se esperaba de él algo, más adelante: fue el segundo grado de la vocación. Se le había concedido echar una mirada a las zonas interiores; cuando uno de los doce maestros atraía tan cerca de sí a un alumno de estas clases, no se trataba de mera simpatía personal. Los gestos de un maestro siempre sobrepasaban lo personal.
En el momento de los adioses, ambos alumnos recibieron pequeños regalos, Josef un cuaderno con preludios corales de Bach, el camarada una lujosa edición de bolsillo de Horacio. A Josef, el
Magister
dijo como despedida:
—En pocos días más, te comunicarán a qué escuela has sido asignado. Llegaré allá con menos frecuencia que a Eschholz, pero también en la nueva escuela nos volveremos a ver, si no me enfermo. Si te agrada, puedes escribirme una carta una vez por año, sobre todo acerca del curso de tus estudios musicales. No te está vedado criticar a tus profesores, pero yo asigno a esto muy poco valor. Muchas cosas te esperan; deseo creer que saldrás adelante. Nuestra Castalia no debe ser mera selección, sino en especial modo una jerarquía, una construcción, en la que cada piedra cobra sentido solamente por el todo. Desde este modo no parte ningún camino hacia afuera y aquel que más alto sube y recibe más grandes misiones, no se vuelve más libre, sólo se torna cada vez más responsable. Hasta la vista, joven amigo; fue un placer para mí que estuvieras a mi lado.
Los dos camaradas emprendieron el retorno; en el camino, se sintieron más alegres y dicharacheros que a la venida; los dos días en una distinta atmósfera y, entre otras figuras, el contacto con otro círculo existencial les había dado soltura, los había liberado de Eschholz y del estado de ánimo de la partida, y los había llenado doblemente de curiosidad por el cambio y lo porvenir. Durante los descansos en el bosque o al borde de los altos precipicios de la región de Monteport, sacaron de sus bolsillos flautas de madera y tocaron a dos voces un par de
Heder
. Y cuando llegaron a la cumbre que domina a Eschhols, con el panorama del Instituto y los árboles a sus pies, les pareció que la conversación que mantuvieron allí quedaba relegada a un remotísimo pasado; las cosas habían cobrado un nuevo aspecto; no pronunciaron una sola palabra, un poco avergonzados de los sentimientos y las palabras de entonces, tan rápidamente superados hasta perder su esencia y su contenido.
En Eschholz conocieron ya al día siguiente su destino. Knecht había sido asignado a Waldzell.
«WALDZELL, sin embargo, suscita la reducida población de artistas en el juego de abalorios», reza el antiguo lema de esta famosa escuela. Entre las castalias del segundo y tercer grado, era la más artística, es decir que, mientras en otras predominaba determinada ciencia, como en Keuperheim la filología antigua, en Porta la filosofía aristotélica y la escolástica, y en Planvaste las matemáticas, en cambio en Waldzell se cultivaba por tradición una tendencia al universalismo y a la conciliación entre ciencia y artes, y el símbolo supremo de estas tendencias era el juego de abalorios. Tampoco aquí, como en todas las escuelas se lo enseñaba oficialmente o como materia obligatoria; en cambio los estudios privados de los alumnos le estaban dedicados casi exclusivamente; y, además, la pequeña ciudad de Waldzell representaba la sede del juego oficial y de sus instituciones: aquí estaba el famoso salón para los juegos solemnes, el gigantesco archivo del juego con sus funcionarios y sus bibliotecas, el asiento oficial del
Ludi Magister
. Y aunque estas instalaciones subsistían por entero en forma independiente, porque la escuela no estaba unida a ellas en manera alguna, reinaba allí el espíritu de tales instituciones y había algo de la unción de los grandes juegos públicos en el aire del lugar. La pequeña ciudad misma se enorgullecía por el hecho de ofrecer albergue no sólo a la escuela sino también al juego. Entre la población, los alumnos de la escuela se denominaban «estudiantes», los discípulos y los huéspedes de la enseñanza del juego se llamaban «hueros», corrupción de
lusores
, jugadores. Por lo demás, la escuela de Waldzell era la más pequeña de todas las escuelas castalias, el número de alumnos apenas excedía a veces de dieciséis y, seguramente, esta circunstancia le confería también un matiz especial y aristocrático, haciéndola aparecer en la selección como algo distinguido, una especie de super-selección; de esta venerable escuela habían salido en los últimos decenios muchos grandes maestros y todos los profesores del juego de abalorios. Para ser sinceros, el luminoso renombre de Waldzell no era del todo incontrastado: aquí y allá corría la opinión de que los estudiosos de Waldzell eran literatos orondos y príncipes mal acostumbrados, inservibles para lo que no fuera el juego de abalorios; de tiempo en tiempo, estuvieron de moda en muchas otras escuelas frases muy malignas y amargas acerca de aquellos estudiosos, pero la misma violencia de esos chistes y de esas censuras revela que había motivos para los celos y la envidia. En resumen, el traslado a Waldzell implicaba cierta distinción; también Josef Knecht lo sabía, y aunque no era ambicioso en el sentido común de la palabra, aceptó ese honor con alegre orgullo. Llegó a Waldzell, caminante gozoso, junto con otros cantaradas; lleno de vivida expectativa y total disposición, pasó por la Puerta del Sur y quedó en seguida seducido y hechizado por la antiquísima ciudad gris y el enorme monasterio que perteneciera al Císter y ahora hospedaba la escuela. Antes de obtener su nuevo traje, después del refrigerio de recibimiento en el salón de la portería de la escuela, salió solo para descubrir su nuevo hogar, su nueva patria; encontró el estrecho sendero que a través de las ruinas de las antiguas murallas de la ciudad atraviesa el río, se detuvo sobre el abovedado puente y escuchó allí el zumbido del molino; pasando delante del cementerio descendió por la Avenida de los Tilos, detrás de altos setos vio y reconoció el
Vicus Lusorum
[15]
, la pequeña ciudad aislada de los jugadores de abalorios: el salón de fiestas, el archivo, las aulas, las casas de los huéspedes y de los profesores. De una de esas casas vio salir a un hombre con el traje de los jugadores y pensó si sería uno de los legendarios
lusores
, posiblemente el mismo
Magister Ludi
. Sintió vivamente lo mágico de esta atmósfera, todo allí le pareció antiguo, respetable, sagrado, cargado de tradición; allí estaba uno un poco más cerca del centro que en Eschholz. Volviendo de la zona del famoso juego, sintió también otros hechizos, menos nobles tal vez, pero no menos excitantes: la pequeña ciudad, el fragmento de mundo profano con su ir y venir, sus perros y sus niños, con olores a tiendas y obras, con ciudadanos barbudos y gruesas mujeres detrás de las puertas de las casas de comercio, criaturas juguetonas y ruidosas, muchachas de mirada burlona. Muchos aspectos le recordaban lejanos mundos anteriores, a Berolfingen, por ejemplo, que creyó deber olvidar. Profundos substractos de su aura contestaban a todo esto, a las imágenes, a los sonidos, a los perfumes. Le pareció que allí le esperaba un mundo menos calmoso, pero más pintoresco y rico que el de Eschholz.
Ciertamente, la escuela era ante todo la exacta continuación de la precedente, aun cuando se agregaban algunas ramas nuevas. Nuevos, en realidad, eran solamente los ejercicios de meditación y también de éstos le había ofrecido un pregusto el
Magister Musicae
. Se dedicó con placer a la meditación, sin ver en ella al principio, algo más que un juego agradablemente estimulador. Sólo un poco más tarde —ya lo recordaremos—, debía reconocer por experiencia su verdadero elevado valor. El rector de Waldzell era un hombre original y casi temido, de nombre Otto Zbinden, por ese entonces ya casi sexagenario; de su hermosa letra llena de carácter son muchas de las anotaciones que sobre el alumno Josef Knecht hemos consultado. Pero los maestros despertaron menos que los condiscípulos la curiosidad del jovencito en un principio. Con dos de ellos tuvo especialmente trato e intercambio espiritual intenso y documentado en muchos aspectos. El primero con quien trabó relación ya en los primeros meses, Carlos Ferromonte (que llegó más tarde, como sustituto del
Magister Musicae
, a la segunda dignidad entre las autoridades), tenía la misma edad de Knecht; entre otras obras, le debemos una «Historia del estilo en la música del laúd en el siglo XVI». En la escuela lo denominaban «el comedor de arroz» y lo apreciaban como agradable compañero de juego; su amistad con Josef comenzó en conversaciones sobre música y los llevó a estudios y ejercicios en común durante muchos años, acerca de los que estamos informados en parte por las raras y prietas cartas de Knecht al
Magister Musicae
. Knecht, en la primera de estas cartas, llama a Ferromonte «especialista y perito en la música de la rica ornamentación, las galas, los trinos, etc.»; tocaba con él obras de Couperin, Purcell y otros maestros de la época alrededor de 1700. En una de esas cartas, Knecht habla extensamente de aquellos ejercicios y de aquella música, «donde casi sobre cada nota, en determinados pasajes, hay un adorno». «Cuando durante un par de horas —continúa diciendo— no se ha tocado más que dobles apoyaturas, trinos y mordentes, los dedos parecen cargados de electricidad».
En la música hizo realmente grandes progresos; en el segundo o tercer año de su estada en Waldzell, tocaba con mucha facilidad notaciones musicales, llaves, abreviaturas, acompañamientos de todos los siglos y estilos, y en el terreno de la música occidental, hasta donde nos ha sido conservada, llegó al dominio de aquella forma especial que parte de lo manual y no desdeña un cuidadoso respeto, una fiel atención a lo sensorio y técnico, para penetrar en el espíritu. Precisamente, su celo por abarcar lo sensible o lo sensual, su esfuerzo por entender el espíritu de lo sensorio, de lo sonoro, de las sensaciones acústicas en los distintos estilos musicales, lo alejaron por un período sorprendentemente largo de la dedicación al estudio preliminar del juego de abalorios. En una de sus conferencias confesó más tarde: «Aquel que conoce la música solamente por los extractos que el juego de abalorios destiló de ella, puede ser un buen jugador, pero está muy lejos de ser un músico y, es de presumir, tampoco un historiador. La música no consiste solamente en los vuelos y en las imágenes meramente espirituales que hemos deducido de ella por abstracción; consistió a través de todos los siglos en primer término en la alegría por lo sensible, en el fluir del aliento, en el latido del compás, en las coloraturas, los roces, las provocaciones que nacen de la mezcla de voces, del efecto del conjunto instrumental. Es cierto, el espíritu es lo principal, y no puede dudarse de que la invención de nuevos instrumentos, la transformación de los antiguos, la introducción de nuevas tonalidades y de nuevas normas constructivas y armónicas o la prohibición de ellas, son siempre y solamente gestos y exterioridades, del mismo modo que lo son los trajes y las modas de los pueblos; mas hay que haber concebido sensoria e intensivamente y además gustado estas características exteriores y sensorias para comprender en todo eso la época y el estilo. Se hace música con las manos y los dedos, con la boca, con el pulmón, pero no con el cerebro solamente, y aquel que, por ejemplo, sabe leer las notas pero no tocar perfectamente un instrumento, no puede hablar de música, no puede discutirla. Y de la misma manera no se debe entender absolutamente la historia de la música sólo como historia abstracta de un estilo; resultarían incomprensibles, por ejemplo, las épocas de decadencia de la música, si en ellas no supiéramos ver el predominio de lo sensorio y cuantitativo sobre lo espiritual».