De esta manera, Osear, el delegado por el jefe del hogar como mentor de Josef, saludó al novicio y en realidad se esforzó en representar bien su papel; este papel divierte siempre a los «seniors» y cuando un muchacho de quince años trata de conquistar a uno de trece con afectuoso tono de camaradería y ligero padrinazgo, lo logra siempre.
En los primeros días, Josef fue tratado por el mentor absolutamente como un huésped del cual se desea lleve al partir una buena impresión de la casa y del anfitrión. Josef fue llevado al dormitorio que debía compartir con otros dos niños, fue convidado con bizcochos, y un vaso de jugo de frutas, se le mostró la Casa Hellas, grupo residencial del gran cuadrado, se le indicó dónde debía colgar su toalla en el «solarium» y en qué rincón podía poner macetas con flores si le gustaba tenerlas, y antes del anochecer fue llevado por el maestro del guardarropa hasta el lavadero, donde se le eligió y arregló un traje de tela azul. Josef se sintió desde el primer instante muy a gusto en el lugar y correspondió con placer al modo de ser de Óscar; apenas si se podía notar en él una ligera perplejidad, porque el muchacho mayor que él y ya adaptado desde mucho tiempo atrás al ambiente de Castalia resultaba para él una especie de semidiós.
También le agradaban las ocasionales pequeñas fanfarronadas y las teatralidades como cuando Osear intercalaba en su conversación una complicada cita griega, aunque luego en seguida recordaba cortésmente que el novicio no podía ciertamente entender eso: ¡era natural que así fuera y nadie tampoco se lo podría exigir!
Por otra parte, la vida en el internado no era nada nuevo para Josef Knecht: se insertó sin esfuerzo en el sistema. Cierto es que de los años que pasó en Eschholz no conocemos sucesos importantes; no debe haber presenciado el pavoroso incendio en el edificio escolar. Sus certificados, hasta donde pudieron hallarse, muestran, por ejemplo, las notas más altas en música y latín; en matemáticas y griego se mantuvieron por encima del mejor promedio; en el «libro de la Casa» se encuentran con mayor frecuencia cada vez anotaciones que se refieren a él, como
ingenium valde, capax, studia non angusta, mores probantur, o ingeniumf elix et profectuum arvidissimus moribus placet officiosis
[11]
. No es posible ya establecer qué castigos recibió en Eschholz, el libro de castigos se perdió en el incendio con muchos otros. Un condiscípulo parece que más tarde aseguró que, en los cuatro años de su permanencia en Eschhols, Knecht, fue castigado sólo una vez (mediante la privación de la excursión semanal), y precisamente porque se rehusó tercamente a dar el nombre de un camarada que había hecho algo prohibido. La anécdota parece digna de fe, Knecht fue, sin duda, siempre un buen compañero y nunca un adulón o un espía; pero resulta muy poco verosímil que aquélla haya sido la única pena disciplinaria durante los cuatro años.
Como carecemos de documentos sobre el primer tiempo de los estudios de Knecht entre los elegidos, citaremos un pasaje sacado de sus posteriores conferencias acerca del juego de abalorios. Por desgracia, no existen manuscritos de Josef acerca de estas conferencias pronunciadas para los principiantes; un alumno las tomó taquigráficamente mientras el maestro hablaba libremente. En ese pasaje, Knecht habla de analogías y asociaciones de ideas en el juego de abalorios y distingue entre «legítimas» asociaciones, es decir comprensibles para todos, y «privadas», o sea subjetivas. Allí dice:
«Para daros un ejemplo de estas asociaciones privadas, que no pierden por esto su valor particular, al estar terminantemente vedadas en el juego de abalorios, os contaré algo acerca de una de tales asociaciones de la época de mis estudios. Tenía alrededor de catorce años y era inminente la primavera, estaríamos en febrero o marzo, cuando una tarde un camarada me invitó a salir con él, para cortar un par de ramas de saúco, que pensaba emplear como tubos en la construcción de un molinillo de agua. Salimos, pues, y hubo de ser un día particularmente hermoso para el mundo o para mi ánimo, porque quedó fijado en mi memoria y representó para mí una pequeña experiencia. La tierra estaba húmeda, pero no había nieve ya; en la orilla de los arroyos brotaba vigoroso el verdor de la hierba, los arbustos desnudos se cubrían de yemas y los primeros amentos abiertos poseían un velo de color, el aire estaba saturado de fragancia, una fragancia llena de vida y de contradicción; olía a tierra húmeda, a hojas descompuestas, a frescos gérmenes vegetales; a cada instante uno pensaba que iba a oler las primeras violetas, aunque no se veía una sola todavía. Llegamos hasta los saúcos, tenían pequeños brotes, pero no hojas y cuando corté una rama, llegó hasta mí penetrante un aroma agridulce y violento que parecía recoger, sumar y aumentar en sí mismo todos los demás aromas de la primavera. Me sentí completamente embargado, olía mi cuchillo, olía mis manos, olía la rama de saúco: era su jugo el que despedía ese aroma tan penetrante, irresistible. Nada dijimos al respecto, pero también mi compañero aspiró largo rato el perfume, pensativo, con la rama delante de la cara; a él también le hablaba el extraño aroma. Bien, toda experiencia tiene su magia, y aquí mi experiencia consistió en que la primavera inminente, percibida ya al caminar por las praderas húmedas y blandas, en el perfume de la tierra y los brotes, fuerte y delicioso, se concentraba ahora y culminaba en un
fortissimo
del perfume del saúco hasta ser un símbolo sensual y un hechizo. Tal vez, aunque la pequeña experiencia no hubiera sido otra cosa, nunca hubiera olvidado esa fragancia; tal vez, todo nuevo encuentro futuro con ese aroma hubiera despertado en mí, probablemente hasta la ancianidad, el recuerdo de aquella primera vez en que tuve conciencia de ese olor. Pero hay algo más. En el estudio de mi maestro de piano, había hallado en aquella época un viejo volumen de música que me sedujo poderosamente, un tomo de
Heder
de Franz Schubert. Lo había hojeado un día que tuve que esperar al maestro más de lo ordinario y, cuando se lo pedí, él me lo prestó por unos pocos días. En mis horas libres experimenté todo el gozo del descubrimiento; hasta ese día no había conocido nada de Schubert y quedé hechizado.
El día de la aventura de los saúcos o el día después, encontré el
lied
primaveral de Schubert «Han despertado los céfiros suaves», y los primeros acordes del acompañamiento del piano me invadieron como un «reconocer»: estos acordes olían exactamente como los jóvenes saúcos, igualmente agridulces, penetrantes y concentrados, henchidos de una primavera inminente… Desde esa hora, para mí, la asociación «primavera cercana —perfume de saúco— acordes de Schubert» es algo innegable, absoluto, eternamente válido; con los primeros compases de los acordes huelo inmediata y fatalmente el agrio olor vegetal y las dos cosas juntas significan «primavera próxima». En esta asociación privada poseo algo muy hermoso, algo que no daría por nada del mundo. Pero la asociación, el surgir constante de dos experiencias de los sentidos ante la idea «primavera inminente», es asunto privado, particular, que me pertenece sólo a mí. Puede ser comunicada, es cierto, como lo hago ahora con vosotros. Pero no es posible trasladarla, cederla. Puedo haceros comprensible mi asociación, pero no puedo lograr que aún para uno solo de vosotros mi asociación privada se convierta también en un signo real, efectivo, en un mecanismo que reaccione indefectiblemente a la llamada y se desarrolle siempre exactamente igual».
Uno de los condiscípulos de Knecht, a quien él llevó más tarde al cargo de primer archivista del juego de abalorios, solía narrar que Knecht fue en todo un jovencito tranquilo y alegre, pero que cuando tocaba música, tenía a veces una expresión admirablemente introvertida o feliz; rara vez se mostró violento o apasionado, sobre todo en el juego rítmico de pelota, que le agradaba mucho. Algunas veces, sin embargo, el niño amable y sano llamó la atención y causó burlas y aun preocupaciones; esto ocurría en los casos de eliminación de alumnos, problema frecuente, sobre todo, en los primeros cursos de la escuela de selección. La primera vez que un compañero de clase faltaba a la instrucción y al juego, y tampoco reaparecía al día siguiente y corría la voz de que no estaba enfermo, sino que había sido despedido y no volvería más, Knecht no se mostraba solamente triste, sino trastornado, casi por días enteros. Él mismo, años más tarde, se expresó al respecto de la siguiente manera: «Cuando se expulsaba a un alumno de Eschholz y éste nos dejaba, yo tenía la sensación de una muerte. Si me hubiesen preguntado la razón de mi dolor, hubiera contestado que la mía era piedad por el pobre que había arruinado su porvenir por ligereza o inercia, y miedo además, miedo de que quizá me pudiera suceder lo mismo algún día. Sólo cuando experimenté, a menudo, lo mismo y ya no creía en la posibilidad de que la misma suerte pudiera caberme también a mí, comencé a ver un poco más hondo. Ya no consideraba la exclusión de un
electus
como desgracia y castigo.
Sabía que los eliminados mismos en muchos casos volvían gustosos a su casa. Sentía entonces que no había solamente juicio y castigo, que hubiera podido merecer alguien por liviandad, sino que el «mundo» de fuera, del cual habíamos llegado un día los
electi
, no había dejado de existir en la medida en que yo creía, que ese mundo era más bien para muchos una gran realidad llena de atracción, que los seducía y, finalmente, los volvía a reclamar. Y tal vez no era eso solamente para algunos individuos, sino para todos; tal vez no era justo tampoco que sedujera de lejos únicamente a los más débiles, a los menos capaces: quizás el aparente retroceso que experimentaban no era caída ni sufrimiento, sino un salto y una acción, y quizás éramos nosotros justamente los débiles y cobardes, los que nos quedábamos valientemente el Eschholz». Ya veremos que estas ideas le afectaron más tarde muy profundamente.
Una gran alegría era para él volver a ver al
Magister Musicae
. Llegaba por lo menos una vez cada dos o tres meses hasta Eschholz, visitaba e inspeccionaba las clases de música; era también muy amigo de uno de los profesores locales, de quien era huésped a menudo por algunos días. Una vez dirigió personalmente los ensayos finales para la ejecución de un «Véspero», de Monteverdi. Sobre todo no perdía de vista a los mejores entre los alumnos de música, y Knecht pertenecía al grupo al cual concedía su paternal amistad. Cada vez pasaba con él una hora en la sala de estudio, sentado ante el piano, y repasaba con Knecht obras de sus músicos preferidos o modelos de las antiguas reglas de composición. «Construir un canon con el
Magister Musicae
u oírle llevar
ad absurdum
uno mal construido, representaba una incomparable festividad y también un verdadero gozo; a veces era casi imposible retener las lágrimas o la risa constante. Uno salía de una de estas horas privadas de música como de un baño y de un masaje.»
Cuando Knecht se acercaba al final de su período escolar en Eschholz —juntamente con alrededor de una docena de compañeros de su grado iba a ser admitido en una escuela de grado superior—, el rector dirigió a los candidatos el acostumbrado discurso, en el cual el ponía una vez más a los promovidos el significado y las normas de las escuelas castalias, señalándoles en cierto modo el camino, en nombre de la Orden, por el que al final alcanzarían el derecho de integrarla. Este solemne discurso corresponde al programa de una fiesta que la escuela otorga a los componentes de su promoción y en la que éstos son tratados por maestros y condiscípulos como huéspedes. En estos días, se realizan siempre ejecuciones cuidadosamente preparadas —aquella vez una gran Cantata del siglo XVII—, y el
Magister Musicae
concurrió personalmente para escucharla. Después del discurso del rector, mientras se dirigían al comedor engalanado, Knecht se acercó al gran Maestro con una pregunta:
—El rector —dijo— no ha hablado de lo que sucede fuera de Castalia, en las escuelas comunes y en las universidades. Explicó que los alumnos de ellas en sus universidades se dedican a prepararse para las «profesiones libres». Si he comprendido bien, se trata en gran parte de profesiones que no conocemos aquí en Castalia. ¿Cómo debo entender eso? ¿Por qué se las llama profesiones «libres»? Y ¿por qué estamos excluidos de ellas justamente los castalios?
El
Magister Musicae
llevó al niño aparte y se detuvo debajo de uno de los gigantescos pinos de la plaza. Una sonrisa casi astuta arrugó la piel alrededor de sus ojos en finos pliegues, cuando le contestó:
—Te llamas Knecht
[12]
, mi querido; tal vez por esta razón tiene para ti tanto embeleso la palabra «libre». ¡Pero no lo tomes demasiado en serio en este caso! Cuando los no castalios hablan de profesiones libres, el término es tomado quizá demasiado en serio y suena con cierto patetismo. Nosotros, en cambio, lo empleamos con intención irónica. Existe ciertamente una libertad en aquellas profesiones, por cuanto el estudiante elige por sí mismo la profesión. Esto brinda una apariencia de libertad, aunque en la mayoría de los casos la elección corresponde más a la familia que al muchacho y más de un padre se dejaría arrancar la lengua antes de dejar realmente al hijo una libre elección. Pero esto podría ser tal vez una calumnia; ¡eliminemos este pretexto! La libertad existe, pues, más ella se limita al único acto de la elección de una carrera. Después, la libertad ha terminado. Ya durante los estudios en la universidad, el médico, el jurisperito, el técnico, son constreñidos dentro de un curso cultural rígido, muy rígido, que concluye con una serie de exámenes. Si los superan, reciben su diploma o patente y pueden entonces practicar su profesión en una libertad de ejercicio también aparente. Pero con ello se convierten en esclavos de poderes inferiores, se someten a la dependencia del éxito, del dinero, de su ambición, de su afán de renombre, del agrado que los hombres sientan a no sientan por ellos. Deben someterse a concursos y elecciones, ganar dinero, tomar parte en competencias sin consideraciones de casta, familia, partido, ni diarios. Tienen la libertad de convertirse en triunfadores y en hombres ricos, y de ser odiados por los que fracasan, y viceversa. Con los alumnos de selección y futuros miembros de la Orden ocurre todo lo contrario. No «eligen» ninguna profesión. No creen poder juzgar sus talentos mejor que los maestros. Se dejan colocar dentro de la jerarquía del sistema en el lugar y en la función que eligen para ellos los superiores; a veces las cosas ocurren en forma opuesta, y las cualidades, las dotes o los defectos del alumno obligan al maestro a insertarlo aquí o allá. Pero en esta aparente falta de libertad, todo
electas
goza, después de su primer ciclo, de la libertad más amplia que pueda imaginarse. Mientras que el hombre de las profesiones «libres» debe someterse en la formación de su rama a un estudio limitado y estricto con exámenes también estrictos, el
electas
en cambio, apenas comienza a estudiar independientemente, goza de una libertad tan grande que muchos realizan durante toda su vida, por propia elección, los estudios más dispares y a menudo casi extravagantes, y nadie los molesta, si sus costumbres no degeneran. Aquel que tiene aptitudes para maestro es empleado como maestro, el apto para educador será educador, el adecuado para traductor no será otra cosa; cada uno encuentra por si mismo el lugar en que podrá servir y ser libre sirviendo. Además, queda así sustraído durante toda su vida a esa «libertad» de la profesión que significa tan tremenda esclavitud. No conoce el anhelo de dinero, de gloria, de rango, no conoce partidos ni contradicciones entre persona y cargo, entre lo privado y lo público, no se esclaviza al triunfo. Ya ves, hijo mío, que cuando se habla de profesiones «libres», el término «libre» se usa en son de broma.