El juego de los abalorios (8 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Entre tanto estaba concedida a Knecht la facultad de sobrellevar esta evolución sin trabas y con total inocencia; cuando finalmente él consejo de maestros le comunicó la distinción merecida y su inminente admisión en las escuelas de selección, se sintió completamente asombrado en el primer instante, pero en seguida, la noticia fue como algo muy sabido y esperado desde mucho tiempo atrás. Sólo entonces recordó que desde hacía muchas semanas le habían gritado a sus espaldas cada vez más a menudo en tono de mofa la palabra
electus
o «niño de selección». Lo había oído, pero sólo a medias, y nunca lo había interpretado sino como burla. ¡No lo decían en serio!, pensaba él, sino como: «¡Eh, tú, que en tu orgullo te crees un
electus!»
. A veces, había sufrido vivamente por estos estallidos la sensación de alejamiento entre él y sus camaradas, pero nunca se hubiera considerado realmente un
electus
: su conciencia de la vocación no fue elevación de categoría, sino advertencia y exigencia íntimas. Pero de todas maneras, ¿no lo había sabido, intuido, sentido mil veces, a pesar de todo? Ahora estaba maduro, su beatitud, confirmada y legitimada; sus padecimientos tenían un significado, el traje insoportablemente viejo y ya demasiado estrecho podía ser abandonado; había uno nuevo para él…

Con el acceso a la «selección», la vida de Knecht fue trasplantada a otro plano; ocurrió entonces el primero y el más decisivo de los pasos de su evolución. Por cierto, no a todos los alumnos de selección les ocurre que la admisión oficial entre los elegidos coincida con el íntimo sucedido de la vocación. Esta coincidencia es una gracia o, si se quiere decirlo con palabras más vulgares, una suerte. Aquel a quien toca, recibe para su vida un «más», como lo tiene aquel a quien la suerte otorga dones especialmente afortunados de cuerpo y alma. Ciertamente, la mayoría de los alumnos selectos y podría decirse casi todos, aprecian su elección como una gran dicha, como una distinción de la que están orgullosos, y muchos de ellos se anticipan con sus deseos más ardientes a esa prerrogativa. Pero el paso desde las escuelas comunes del lugar natal a las de Castalia resulta para la mayor parte de los elegidos mucho más grave de lo que imaginaron y trae más de un inesperado desengaño. Sobre todo, para aquellos alumnos que se sienten felices y amados en sus hogares, el traslado es una penosa despedida, una renunciación, y por este motivo, especialmente durante los primeros años de la selección, se produce un considerable número de regresos a las escuelas primitivas, cuya causa no debe ser buscada en la falta de dotes y de aplicación, sino en la incapacidad del alumno para adaptarse a la vida del internado y, más que nada, para conformarse con la idea de acabar en lo futuro con todo vínculo de familia y patria, y finalmente, de no conocer ni respetar más ninguna otra relación y solidaridad que las de la Orden. Pero hay también a menudo el caso de alumnos para quienes, a la inversa, justamente la separación de la familia y de la escuela por ellos mal toleradas es el hecho principal de su aceptación entre los selectos; estos, liberados de pronto de un padre severo o de un maestro para ellos desagradable, respiran aliviados seguramente durante un tiempo, pero como han esperado del cambio muy grandes y aun imposibles innovaciones en su vida, sufren una rápida desilusión. También los verdaderos aspirantes, los alumnos ejemplares, loa casi pedantescos, no pueden resistir siempre en Castalia; no porque carezcan de aptitudes para el estudio, sino porque la selección no reclama solamente estudios y pruebas especializadas, sino que tiende también a metas educativas y artísticas, ante las que algunos abandonan las armas. Ciertamente, en el sistema de las cuatro grandes escuelas de selección con sus numerosas subelecciones e institutos conexos, hay sitio para toda clase de disposiciones intelectuales y morales, y un matemático esforzado o un filólogo de conciencia, si tienen en sí mismo substancia de sabio, no necesitan considerar ni sentir la falta eventual de disposición para la música o la filosofía como un peligro. A veces, hubo en Castalia muy fuertes tendencias hacia el estudio de las ciencias meramente especializadas, y los campeones de estas tendencias no sólo enfrentaron a los «fantasiosos», es decir a los amantes de la música o del arte, en postura crítica o burlona, sino que en ciertos períodos, dentro de su propio círculo, renegaron y prohibieron todo lo artístico y, especialmente, el juego de abalorios.

Como la vida de Knecht, por lo que sabemos, se desarrolló en Castalia —en ese tranquilísimo y gozoso distrito de nuestro montañoso país, que antes se llamara a menudo también «la provincia pedagógica», empleando una expresión poética de Goethe—, delinearemos muy brevemente una vez más esta famosa Castalia y la estructura de sus escuelas, para evitar el peligro de aburrir a los lectores con lo ya sabido. Estas escuelas, llamadas sintéticamente «escuelas de selección», son un sistema de cribado sabio y elástico, por el cual la dirección (un «Consejo de estudios» formado por veinte consejeros, de los que una mitad representa la autoridad educativa, la otra mitad, la Orden) educa a sus elegidos, los mejores dotados de todas las regiones y escuelas del país para renuevos de la Orden y de todos los cargos importantes de la pedagogía y los estudios. Las muchas escuelas normales, los gimnasios
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y liceos del país, ya de carácter humanista, ya de tipo técnico-científico, son para más del noventa por ciento de nuestra juventud estudiosa escuelas preparatorias para las llamadas profesiones Ubres (o liberales), y terminan con el examen de madurez (o bachillerato) para la universidad; en ésta se absuelve luego un determinado curso de estudios para cada rama. Tal es el curso normal de instrucción de nuestros estudiantes, como lo sabe todo el mundo; estas escuelas plantean exigencias tolerablemente severas y eliminan, según los casos, a los no dotados. Al lado o por encima de éstas, se desarrolla el sistema de las escuelas de selección, en las que son admitidos a prueba los alumnos sobresalientes por facultades y carácter. El acceso a ellas no se debe a exámenes, los selectos son elegidos por sus maestros por libre apreciación y recomendados a las autoridades de Castalia. Un día cualquiera, el maestro indica, por ejemplo, a un muchacho de once o doce años, que en el semestre siguiente podría entrar en las escuelas de Castalia y que por eso debe hacer su propio examen, para saber si se siente llamado y atraído. Si al final del plazo de reflexión contesta que sí, para lo cual se supone también la incondicional conformidad de ambos padres, una de las escuelas de selección lo admite a prueba. Los directores y los más altos profesores de estas escuelas selectas (no ya los profesores universitarios) forman la autoridad «educativa», que posee la dirección de toda la instrucción y de todas las organizaciones espirituales del país. Para el alumno elegido, si no fracasa en algún curso y es devuelto a las escuelas comunes, ya no se trata de estudios especializados en una rama o destinados al ejercicio de una profesión; entre los elegidos se van reclutando la Orden y la jerarquía de las doctas autoridades, desde el profesor hasta los cargos supremos: los doce directores de estudio o «grandes Maestros» y el
Ludi
Magister, el director del juego de abalorios. Generalmente, el último curso de las escuelas de selección se cierra a la edad de 22 a 25 años y, precisamente, con la admisión en la Orden. Desde este momento, están a disposición de los que fueran alumnos selectos todos los institutos formativos y de investigación de la Orden y de las autoridades de educación, las universidades de selección para ellos reservadas, las bibliotecas, los archivos, los laboratorios, etc., juntamente con un gran estado mayor de profesores y las instalaciones del juego de abalorios. Aquel que durante los años de estudio demuestra un don especial, para los idiomas, la filosofía, las matemáticas, etc., pasa ya en los grados superiores de las escuelas de selección al curso que ofrece el mejor alimento intelectual para sus dotes; la mayor parte de estos alumnos terminan como profesores especializados en las escuelas y universidades públicas y siguen siendo, aunque dejen a Castalia, miembros vitalicios de la Orden, es decir, permanecen separados severamente de los «normalistas» (los no formados en la selección) y nunca pueden volverse profesionales «libres», como médicos, abogados, técnicos, etc.; si no piden su exclusión de la Orden, están sometidos por toda la vida a las normas de la comunidad, entre las cuales figuran el voto de pobreza y el de castidad o soltería; el pueblo los llama «mandarines», un poco por respeto, un poco por gusto de mofa. En esta forma encuentra su posición final la gran mayoría de los que fueran alumnos de selección. En cambio, el minúsculo resto, la última y más fina selección de las escuelas castalias, está reservada a un libre estudio de ilimitada duración, a una vida intelectual tranquilamente contemplativa. Algunos de los más inteligentes, que por sus altibajos temperamentales u otras razones, como por ejemplo, la debilidad física, no son aptos, como profesores o para cargos de responsabilidad en las reparticiones superiores e inferiores de la educación, siguen estudiando, investigando y recopilando durante toda su vida; pensionados por las autoridades, su aporte a la comunidad consiste generalmente en tareas meramente doctas, cultas. Algunos son asignados como asesores de las comisiones del Diccionario, de los archivos, las bibliotecas, etc., otros realizan su sabiduría según el lema del «arte por el arte»; muchos de ellos han empleado su vida en trabajos muy extraños, a menudo admirables o asombrosos, como por ejemplo aquel
Lodovicus crudelis
, Ludovico el Cruel, que en una labor de treinta años tradujo todos los textos de los primitivos egipcios que conocemos tanto en griego como en sánscrito, o como también el casi milagroso
Chattus Calvensis II
, que en cuatro enormes tomos in folio manuscritos dejó una obra sobre «la pronunciación del latín en las Universidades de la Italia meridional, hacia fines del siglo XII». La obra había sido ideada como primera parte de una «Historia de la pronunciación del latín desde el siglo XII hasta el siglo XVI», pero a pesar de sus mil folios manuscritos no pasó de fragmento y nadie más la continuó. Es lógico que se hayan hecho muchas bromas acerca de trabajos puramente cultos de esta clase; el grueso del pueblo no puede calcular su valor verdadero para el futuro de la ciencia. En cambio ésta, como en tiempos precedentes el arte, necesita de un terreno muy vasto, y a veces el investigador de un tema, que sólo a él interesa, puede acumular un saber que presta a sus colegas contemporáneos servicios sumamente valiosos, como enciclopedia o archivo. En la medida de lo posible, trabajos cultos como los citados eran impresos. Se dejaba a los sabios verdaderos proseguir sus estudios y juegos en casi completa libertad y no se hacía hincapié en que algunos de sus trabajos no tuvieran aparentemente inmediata utilidad para el pueblo o la comunidad, y fueran considerados por los no sabios como entretenimientos de lujo. Más de un sabio de esta clase mereció una sonrisa despectiva por la categoría de sus estudios, pero nunca fue censurado y menos aún privado de sus privilegios. El hecho de que gozaran de estimación y respeto aun entre el pueblo y no fueran simplemente tolerados, aunque se hiciera mofa de ellos, se debía al sacrificio con que todos los miembros del grupo culto pagaban su libertad espiritual. Padecían muchas incomodidades, se les asignaba una módica participación en alimentos, vestidos y habitación; tenían a su disposición magníficas bibliotecas, colecciones, laboratorios, pero para esto no sólo renunciaban al bienestar, al matrimonio y a la familia, sino que estaban excluidos como comunidad monacal de toda competición en el mundo, no conocían propiedad alguna, ni títulos o distinciones, y en lo material debían conformarse con una vida muy sencilla. Si alguien quería dedicar todos los años de su existencia a descifrar una sola inscripción antigua, podía hacerlo y aun se le incitaba a ello, pero si aspiraba a una vida cómoda, a trajes elegantes, a tener dinero o títulos, chocaba con inquebrantables prohibiciones, y si estos apetitos eran fuertes, volvía, casi siempre todavía en su juventud, al «mundo», se convertía en profesor especializado a sueldo o en maestro privado o en periodista, o se casaba o se buscaba una existencia a su gusto de cualquier otra manera.

Cuando el niño Josef Knecht tuvo que despedirse de Berolfingen, fue su maestro de música el que lo acompañó a la estación. Le dolió decirle adiós, y por un rato vaciló su corazón, sintiéndose solo e inseguro, cuando al paso del tren el frontón escalonado y pintado de claro dé la vieja torre del castillo desapareció de su vista.

Muchos otros alumnos iniciaban este primer viaje con sensaciones más violentas, atorados y llorosos. Josef sentía su corazón más allá que aquí, y se dominó pronto.

El viaje no fue largo.

Había sido asignado a la escuela de Eschholz. Ya antes había visto cuadros que representaban esta escuela, en la oficina del rector de su colegio.

Eschholz era la colonia escolar más grande y más nueva de toda Castalia; los edificios eran todos de época reciente, no había ciudades cerca, sólo un pequeño caserío, rodeado apretadamente de árboles.

Detrás se tendía extenso, llano y alegre el Instituto, alrededor de un gran rectángulo libre, en cuyo centro, ordenados como los puntos del cinco en un dado, elevaban su oscura copa al cielo cinco magníficos pinos mastodónticos. La gigantesca plaza estaba cubierta en parte de césped, en parte de arena, y cortada solamente por dos grandes piletas de natación con agua corriente, con acceso por una escalera de anchos y bajos escalones.

A la entrada de esta soleada plaza estaba el edificio de la escuela, el único muy elevado de toda la construcción adyacente, de dos alas, con un atrio de cinco columnas en cada ala. Todos los demás edificios que cerraban la plaza por tres lados sin una brecha, eran bajos, chatos y sin adornos, distribuidos en cuerpos exactamente iguales, cada uno con su galería de pocos peldaños que llevaba a la plaza; en casi todas las aberturas de la galería había macetas con flores.

A su llegada, no fue recibido por un bedel y acompañado hasta el rector o el colegio de profesores, sino que a la manera castalia lo recibió un cantarada, un hermoso niño muy crecido, vestido de tela azul, unos dos años mayor que Josef, que le tendió la mano y le dijo:

—Soy Osear, el mayor de la Casa Hellas
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, donde residirás, y mi misión es darte la bienvenida e introducirte. Te esperan apenas mañana en la escuela, tenemos bastante tiempo para recorrerlo todo; te orientarás en seguida. Te pido también que durante los primeros tiempos, hasta que te hayas adaptado, me consideres como tu amigo y mentor y aun como tu protector, si algún camarada te molesta; muchos creen por cierto que tienen que atormentar un poco a los nuevos. No por maldad, te lo puedo asegurar. Y ahora te llevaré primero a Hellas, a nuestro hogar escolar, para que veas dónde tendrás que vivir.

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