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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (20 page)

BOOK: El guardián invisible
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Amaia lo miró fijamente inclinando levemente la cabeza hacia un lado

—Espere, doctor… —Dio un paso colocándose a escasos centímetros del médico y se demoró leyendo su nombre en la placa identificativa—. Doctor… Martínez Larrea, ¿verdad?

Él retrocedió visiblemente intimidado.

—Soy la inspectora Salazar, de homicidios de la Policía Foral, y estoy al frente de una investigación en la que el señor Belarrain desempeña un papel importante. ¿Lo comprende?

—Sí, bueno…

—Es de vital importancia que pueda interrogarle.

—Imposible —respondió él titubeando mientras alzaba las manos en un claro gesto conciliador. Amaia avanzó otro paso.

—No, ya veo que aunque es tan listo que nos ha hecho el trabajo no entiende una palabra. Ese hombre es el principal sospechoso de una serie de crímenes y tengo que interrogarle.

Él retrocedió unos pasos más hasta quedar casi en el pasillo.

—Si es un asesino pueden estar tranquilos, no irá a ninguna parte: tiene la espalda y la tráquea rotas, tiene un tubo introducido en la boca hasta el pulmón, está en coma inducido, pero aunque pudiera despertarle, que no puedo, él no podría hablar, ni escribir, ni mover las pestañas. —Dio otro paso hacia el pasillo—. Acompáñeme, señora —susurró—, le permitiré verlo, pero sólo dos minutos y a través de los cristales.

Ella asintió y le siguió.

La habitación donde estaba Freddy tenía en común con una habitación la presencia inevitable de la cama hospitalaria, pero por lo demás bien podría haber sido un laboratorio, la cabina de un avión o el decorado de una película futurista. Freddy resultaba apenas visible entre los tubos, los cables y las piezas acolchadas que como un casco le sujetaban la cabeza. De su boca salía un tubo que a Amaia le pareció inusualmente grueso y que estaba sujeto al rostro con un trozo de esparadrapo blanco que hacía más evidente por comparación la palidez de Freddy. Sólo en los párpados, que aparecían hinchados, se apreciaba una nota de color violáceo y el brillo perlado de una lágrima que había resbalado por el rostro hacia la oreja. La imagen de aquella mañana, cuando lo había visto entre los setos de la entrada del cementerio, volvía a su mente una y otra vez. Le dedicó unos instantes más mientras se preguntaba si sentía compasión por él. Y decidió que sí. Sentía compasión por aquella vida destrozada, pero ni toda la compasión del mundo conseguiría detenerla en su búsqueda de la verdad.

Cuando salía se cruzó con la madre de Freddy, que la sustituiría durante dos minutos junto al cristal. Estaba a punto de saludarla cuando la mujer le increpó.

—¿Qué haces tú aquí? El médico me ha dicho que querías interrogar a mi hijo… ¿Por qué no nos dejáis en paz? ¿Te parece que tu hermana no le ha hecho ya suficiente daño? Tu hermana le destrozó el corazón cuando lo abandonó y el pobre no ha podido soportarlo, ha perdido la razón. ¿Y tú vienes a interrogarle? ¿Interrogarle sobre qué?

Amaia salió al pasillo y se unió a Zabalza e Iriarte, que la esperaban; la puerta acristalada acalló los gritos de la mujer.

—¿Qué pasa?

—El doctor lo comprende… El muy imbécil le ha dicho a la madre de Freddy que es sospechoso de asesinato.

21

El comisario recibió a Amaia y a Iriarte en su despacho y, aunque les invitó a sentarse, él decidió permanecer en pie.

—Iré al grano —anunció—. Inspectora, cuando tomé la decisión de ponerla al frente de este caso, siempre contando con el apoyo del jefe de policía de Elizondo, no imaginaba que pudiera dar un giro semejante. No se le escapará que habiendo un familiar suyo implicado en el caso su situación queda comprometida, y no podemos arriesgarnos a que un error de este tipo dé al traste con futuras acciones judiciales.

Miró fijamente a Amaia, que permaneció impasible, aunque un leve temblor nervioso hacía vibrar su rodilla, como si la tuviera conectada a un cable de alta tensión. El comisario se volvió hacia la ventana y permaneció un minuto en silencio mirando al exterior. Dejó salir el aire de sus pulmones sonoramente y preguntó:

—¿Que implicación cree que puede tener este individuo en el caso?

No estaba claro a cuál de los dos dirigía la pregunta. Amaia miró a Iriarte, que la apremió con la mirada.

—Sabíamos que Anne Arbizu mantenía relaciones con un hombre casado, pero a pesar de revisar su ordenador, diarios y llamadas no sabíamos de quién se trataba, aunque sí que la relación había terminado por parte de la chica hacía poco tiempo. Creo que era con Freddy con quien se veía. Pero él no encaja en absoluto con el perfil del asesino que buscamos. Freddy es caótico, vago y desorganizado, y estoy segura de que quien mató a Anne es el autor de las muertes de las otras chicas.

—¿Qué opina usted, Iriarte?

—Estoy completamente de acuerdo con la inspectora.

—No me gusta nada esta situación, inspectora, pero aun así le daré cuarenta y ocho horas para que compruebe las coartadas, si las hay, y descarte a Alfredo Belarrain como sospechoso; pero si ese hombre tiene cualquier tipo de implicación en la muerte de Anne Arbizu, o en la de cualquiera de las otras chicas, tendré que apartarla del caso, y sería el inspector Iriarte quien le sustituiría al mando. Ya he hablado con el comisario de Elizondo y está de acuerdo. Y ahora discúlpenme, tengo prisa. —Abrió la puerta y antes de salir se volvió—. Cuarenta y ocho horas.

Amaia sopló lentamente hasta vaciar del todo sus pulmones.

—Iriarte, gracias —dijo mirándole a los ojos.

Él se puso en pie sonriendo.

—Vamos, tenemos trabajo.

Ya había anochecido cuando llegaron a casa. En el salón de tía Engrasi, las chicas de la alegre pandilla del póquer habían sido sustituidas por una suerte de velatorio familiar sin difunto. James, sentado junto al fuego, parecía más preocupado de lo que Amaia le había visto jamás; la tía se sentaba en el sofá junto a Ros, que, curiosamente, parecía la más serena de los tres. Jonan Etxaide y el inspector Montes ocupaban sendas sillas alrededor de la mesa de juego. La tía se puso en pie en cuanto la vio entrar.

—Hija, ¿cómo está? —preguntó mientras dudaba entre avanzar hacia Amaia o permanecer donde estaba.

Amaia tomó una silla y se sentó frente a Ros, dejando apenas unos centímetros entre ellas. Miró fijamente a su hermana durante unos segundos y contestó:

—Está muy mal, tiene la tráquea destrozada por la cuerda que a punto estuvo de partirle el cuello. Además se ha producido daño de la médula espinal y no volverá a caminar.

Mientras escuchaba los lamentos de la tía y de James no dejó de estudiar el rostro de Ros. Un leve parpadeo, un gesto de disgusto que frunció sus labios brevemente. Y nada más.

—Ros, ¿por qué no has ido al hospital? ¿Por qué no has ido a ver a tu marido, que ha intentado suicidarse cuando has roto con él?

Ros la miró fijamente y comenzó a negar con la cabeza, pero no dijo nada.

—Tú lo sabías —afirmó Amaia.

Ella tragó saliva, y pareció que el acto le costaba un gran esfuerzo.

—Sabía que estaba con alguien —dijo al fin.

—¿Sabías que era Anne?

—No, pero sabía que estaba con otra mujer. Si lo hubieras visto… Era un infiel de manual. Estaba eufórico, dejó de fumar porros y no bebía, se duchaba tres veces al día y hasta se ponía una colonia que le regalé hace tres navidades y que nunca había usado. No soy tonta, y él me dio todas las pistas. Era evidente que estaba con alguien.

—Y tú sabías con quién.

—No, no lo sabía, te lo juro. Pero supe que se había terminado el día en que regresé a casa a por mis cosas y me lo encontré llorando como un niño. Estaba muy borracho. Los ojos arrasados, enterraba el rostro en un cojín y lloraba tan desesperadamente que apenas podía entenderle. Era la viva imagen de la desesperanza, creí que su madre, o una de sus tías… Entonces consiguió calmarse un poco y comenzó a decirme que todo había salido mal por su culpa, y ahora todo había terminado, que nunca había amado a nadie así, que estaba seguro de no poder soportarlo. ¡Qué imbécil! Por un momento pensé que hablaba de nosotros, de nuestra relación, de nuestro amor. Entonces dijo algo así como «La quiero más de lo que he querido nunca a nadie en toda mi vida»… ¿Lo entiendes? Tuve ganas de matarlo.

—¿Te dijo entonces quién era?

—No —susurró Ros.

—¿Has estado hoy en tu casa?

—No. —Apenas se escuchaba un hilo de voz.

—¿Dónde estabas entre la una y las dos?

—¿Qué clase de pregunta es ésa? —dijo Ros alzando la voz de repente.

—Es la clase de pregunta que tengo que hacerte —respondió Amaia sin inmutarse.

—Amaia, es que crees… —dejó la frase sin acabar.

—Es rutina, Ros. Responde.

—A la una en punto salgo de trabajar y como todos los días he comido en un bar de menús de Lekaroz, después me he tomado un café con el encargado y a las dos y media he entrado de nuevo a trabajar hasta las cinco.

—Ahora debo hacerte otra pregunta —dijo Amaia suavizando el tono—. Por favor, sé sincera, Ros. ¿Tú sabías con quién se veía tu marido? Ya sé lo que has dicho, pero quizás alguien te lo dijo, o te lo insinuó al menos.

Ésta se quedó en silencio y bajó los ojos hasta sus manos, que retorcían con fuerza un pañuelo de papel.

—Hermana, por el amor de Dios, dime la verdad, si no no podré ayudarte.

Ros comenzó a llorar en silencio, gruesas lágrimas rodaron por su rostro mientras parodiaba algo parecido a una sonrisa. Amaia sintió como si el suelo se desmoronase bajo sus pies. Se inclinó hacia delante y abrazó a su hermana.

—Dímelo, por favor —dijo pegando la boca a su oído—. Te vieron discutir con una mujer.

Ros se soltó bruscamente de su abrazo y fue a sentarse junto al fuego.

—Era una
belagile
—murmuró, angustiada.

Amaia pensó que era la segunda vez en aquel día que escuchaba aquel adjetivo refiriéndose a Anne.

—¿De qué hablasteis?

—No hablamos.

—¿Qué te dijo?

—Nada.

—¿Nada? Inspector Montes, repita lo que le contó ayer a Zabalza —dijo volviéndose bruscamente hacia el inspector, que había permanecido silencioso y ceñudo hasta aquel instante. Éste se puso en pie como si declarase en un juicio, se estiró la chaqueta y se pasó una mano por el pelo engominado.

—Ayer, después de anochecer, caminaba por este lado del río y en la otra orilla, a la altura de la
ikastola
, vi juntas a Rosaura y a otra mujer, paradas una frente a la otra. No pude oír lo que decían, pero oí reírse a la chica, se rió tan fuerte que la oí claramente desde este lado del río.

—Eso fue todo lo que hizo —dijo Ros componiendo un gesto de aprensión—; ayer por la tarde, después de salir de mi casa, me sentía un poco aturdida y estuve caminando un rato por la otra orilla del río. Anne Arbizu venía caminando en dirección contraria a la mía; llevaba puesta una capa que le cubría en parte la cara, y cuando íbamos a cruzarnos noté que me miraba a los ojos. Aunque la conocía de vista nunca habíamos hablado, y yo pensé que iba a preguntarme algo, pero en lugar de eso se detuvo frente a mí, apenas a dos pasos, y comenzó a reírse sin dejar de mirarme, burlándose.

Amaia vio el gesto de sorpresa de los otros, pero continuó preguntando:

—¿Qué le dijiste?

—Nada, ¿para qué? Lo entendí todo inmediatamente, no había nada que decir, se reía de mí. Me sentí avergonzada y humillada, y también intimidada… Si hubieras visto sus ojos. Te juro que nunca en toda mi vida he visto tanta maldad en una mirada, había tanta malicia y conocimiento como si estuviera mirando a una anciana llena de sabiduría y desprecio.

Amaia suspiró sonoramente.

—Ros, quiero que vuelvas a pensar en lo que me has dicho. Sé que hablaste con una mujer, el inspector Montes fue testigo, pero no pudo ser Anne Arbizu, porque ayer a esa hora, cuando regresabas de tu casa, Anne llevaba veintiuna horas muerta.

Ros tembló como sacudida por un fuerte viento que soplara en todas direcciones mientras elevaba las manos en un gesto de perplejidad.

—¿Con quién hablaste, Ros? ¿Quién era esa mujer?

—Ya te lo he dicho, era Anne Arbizu, era esa
belagile
, ese demonio.

—¡Por el amor de Dios!, deja de mentir, así no puedo ayudarte —exclamó Amaia.

—Era Anne Arbizu —le gritó Ros fuera de sí poniéndose ante ella.

Amaia permaneció en silencio un minuto, miró a Iriarte y asintió autorizándole.

—¿Pudo ser una mujer que se pareciera mucho a Anne? Usted ha dicho que nunca había hablado con ella, ¿puede ser que la confundiera con otra chica? Si llevaba una capucha quizá tampoco pudo ver bien su rostro —dijo él.

—No lo sé. Puede ser… —admitió Ros sin convencimiento. Él se acercó hasta ponerse frente a ella.

—Rosaura Salazar, hemos solicitado una orden de registro para su domicilio, teléfonos móviles, ordenadores, que incluye también las cajas que sacó de allí ayer —dijo Iriarte con voz neutra.

—No la necesitan, pueden buscar todo lo que quieran. Supongo que es así como tienen que ser las cosas. Amaia, en las cajas sólo hay cosas mías, nada de él.

—Ya lo imagino…

—Espera, ¿soy sospechosa? ¿Yo?

Amaia no respondió, miró a la tía, que mantenía un brazo cruzado sobre el pecho y con la otra mano se cubría la boca. Se sintió morir por el daño que sabía que le hacía todo aquello. Iriarte se adelantó un paso, consciente de la tensión que se acumulaba por momentos.

—Su marido tenía una relación con Anne Arbizu, ella está muerta, asesinada, y él intenta suicidarse. Ahora mismo es el principal sospechoso, pero usted tuvo ayer el mismo conocimiento de la aventura, primero por parte de él, y luego esa mujer se burla de usted en plena calle.

—Bueno, esto sí que no me lo esperaba… ¿No se supone que hay un asesino en serie que mata a las niñas? ¿Os vais a sacar ahora una nueva hipótesis de la manga? Porque Freddy es un imbécil, un vago y un mierda, y además un inútil. Pero no es un asesino de niñas.

El subinspector Zabalza miró a Amaia e intervino.

—Rosaura, es rutina en la investigación, registramos la casa y, si no encontramos nada raro, comprobamos sus coartadas y lo descartamos; no es nada personal, es así como trabajamos. No debe preocuparse.

—¿Nada raro? Todo ha sido raro en los últimos meses. Todo. —Se sentó de nuevo en el sillón y cerró los ojos presa de un agotamiento extraordinario.

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