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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (16 page)

BOOK: El guardián invisible
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Del mismo modo que sobre las puertas de una ciudad se coloca un escudo con sus armas y sus valías, en la puerta del cementerio presidía una calavera que vigilaba desde sus cuencas vacías a los visitantes, avisándoles de que entraban en los dominios de aquel particular gobernador de la ciudad de los muertos. Había un solo ciprés justo a la derecha de la entrada, un poco más allá un sauce llorón y al otro extremo un haya. Un crucero se alzaba majestoso justo en el centro del camposanto, a sus pies se extendían cuatro caminos enlosados que dividían el cementerio en cuatro cuartos perfectos en los que se distribuían las sepulturas. La tumba de la familia Arbizu se encontraba justo donde comenzaba uno de los ramales; sobre el panteón reposaba un ángel que, indolente y con gesto aburrido, ajeno al dolor de los humanos, parecía observar a los enterradores que habían apartado la losa haciéndola rodar sobre unas barras de acero. Amaia se situó junto a Jonan, que parecía absorto en la base del crucero.

—Creía que los cruceros sólo se ponían en los cruces de caminos —apuntó ella.

—Pues se equivoca, jefa, el origen de los cruceros es tan antiguo como incierto, y a pesar de su innegable relación con el cristianismo, su colocación en los cruces de caminos parece obedecer más a la superstición y a las creencias que tienen que ver más con el inframundo que con el mundo de la superficie.

—Pero ¿no los colocaba la Iglesia?

—No necesariamente; la Iglesia más bien los cristianizó, para absorber una costumbre pagana que veían difícil erradicar. Desde antiguo, el lugar donde se cruzan los caminos se ha considerado un lugar de incertidumbre en el que confluían los hechos de tener que tomar una decisión respecto a qué camino seguir y a quién nos cruzaríamos, quién vendría por el otro camino. Imagine esto en plena noche, sin iluminación y sin señales que indiquen qué dirección elegir. El temor llegaba a tal punto que al llegar a un cruce la gente se detenía y permanecía durante un buen rato en el ramal por el que había venido escuchando, aguzando los sentidos, intentando vislumbrar la presencia maligna de un ánima en pena. Existía la creencia profundamente arraigada de que los que habían muerto con violencia y los que les habían dado muerte no descansaban en paz y vagaban por los caminos buscando el lugar correcto al que dirigirse, donde ser vengados, o donde hallarían quien les ayudase a llevar su carga. Y un encuentro con una de estas fuerzas podía hacerte enfermar o enloquecer.

—Vale, lo del cruce de caminos lo entiendo, pero ¿aquí, en el cementerio?

—No mire este lugar como es ahora. Quizás antes de que se ubicase aquí el cementerio ya era un lugar de incertidumbre, quizá confluían tres o cuatro caminos; dos son evidentes, de Elizondo a Beartzun, pero quizá desde esta colina bajaba otro desde Etxaide, que ahora con las carreteras ha desaparecido del todo. Quizás había alguna necesidad de santificar el lugar.

—Jonan, es un camposanto, todo es tierra sagrada.

—Puede que haga referencia a un hecho anterior a la existencia del cementerio… También se ponían cruceros en los lugares donde se había cometido un acto repulsivo, para purificarlo: una muerte violenta, una violación, o también en los lugares de reunión de brujas; hay muchos por aquí. El crucero tiene la función doble de santificar el lugar y avisar de que se está en tierra incierta. O puede que fuera puesto en el cementerio dado su forma. Cuatro caminos —dijo indicando la disposición del lugar— perfectamente trazados que se juntan en el centro del cementerio, pero también bajo él, en el inframundo, por el que quizá pululen las almas atormentadas de los asesinos y sus víctimas.

Amaia observaba admirada al joven subinspector.

—Pero ¿en un camposanto habrían enterrado a asesinos? Creía que los excomulgaban y era obligado enterrarlos fuera del suelo sagrado.

—Sí, si se sabía. Pero si hoy en día quedan asesinatos impunes imagínese en el siglo XV. Un asesino en serie estaría en el paraíso, lo más probable es que sus crímenes le fueran imputados a cualquier analfabeto medio retrasado. Los cruceros se ponían por si acaso, más como defensa de lo oculto que de lo que estaba a la vista. Hay otra explicación que en este caso pierde fuerza, ya que éste se halla dentro del camposanto: hasta bien entrado el siglo XX no se permitía enterrar en suelo sagrado a los niños que habían muerto sin bautizarse, a las criaturas abortadas o a los muertos al nacer; esto presentaba un serio problema para las familias que querían darle algún tipo de protección a sus almas, pero se veían impedidos por la ley. En muchos casos, si la madre fallecía junto al bebé en el parto, la familia ocultaba a la criatura entre sus piernas para poder enterrarlos juntos. Se considera sagrado el lugar que ocupan la vara y el pedestal del crucero, y habiendo un vacío en cuanto a enterramientos se refiere, las familias salían en plena noche y enterraban a sus pequeños a los pies de las cruces; después grababan burdamente las iniciales o una pequeña crucecita en la base. Y eso era lo que yo buscaba, pero aquí no aparece ninguna.

—Bueno, en eso puedo darte yo una lección de antropología, si me lo permites. En el valle de Baztán los niños muertos sin bautizar se enterraban alrededor de la propia casa.

Amaia se inclinó y, al mirar hacia la entrada, creyó percibir una presencia entre los arbustos que formaban la valla del cementerio; se irguió, segura de haber reconocido unos rasgos familiares.

—¿Quién es? —preguntó Jonan a su espalda.

—Freddy, mi cuñado.

La cara demacrada se veía oscurecida por las profundas ojeras que rodeaban los ojos enrojecidos del hombre. Amaia dio un paso hacia la verja, pero el rostro desapareció entre el follaje. Y entonces comenzó a llover. Los innumerables paraguas y el afán de los parroquianos por ocultarse bajo ellos dificultó enormemente la labor de grabar el entierro. Amaia localizó a Montes apostado cerca de los padres de Anne. Él la saludo con un gesto y pareció que iba a decir algo, pero ella le indicó que se callara.

Los padres de Anne Arbizu tenían edad para ser sus abuelos. Anne les llegó cuando parecía que ya no había esperanza para la adopción, y desde entonces se había convertido en el centro de sus vidas. La madre, evidentemente drogada, no lloraba, se mantenía erguida y casi sostenía a otra mujer, quizá su cuñada. Amaia las conocía desde pequeña, aunque no estaba segura del parentesco. La protegía con su brazo mientras miraba al vacío en algún punto entre el ataúd de su hija y la fosa abierta en la tierra. El padre sí lloraba. Adelantado unos pasos, se inclinaba hacia delante sin dejar de acariciar el ataúd, como si temiera perder el único nexo que le unía a su hija y rechazando con brusquedad las manos que venían en su ayuda y los paraguas que en vano intentaban guarecerle de la lluvia que le empapaba el rostro mezclándose con sus lágrimas. Cuando comenzaron a bajar la caja y perdió el contacto con la madera mojada, se derrumbó como un árbol al que le hubieran talado la base, desmayado sobre los charcos que se habían formado en el firme de gravilla.

Fue el gesto lo que le tocó el alma, la resistencia de aquel padre a soltar a su hija de la mano simbólica que era su ataúd. Esa muestra de amor intensísimo fue suficiente para derribar las barreras tras las que, como policía de homicidios, debía salvaguardar sus propios sentimientos. Y fue la mano del padre, en aquel gesto que secretamente envidiaba de otros padres, lo que rompió el dique de sus emociones y, a través de la profunda brecha que abrió, se desbordó un océano de temor, ansiedad y deseo incumplido de ser madre. Asolada por la oleada de sentimientos, Amaia retrocedió unos pasos y se dirigió hacia el crucero intentando disimular su zozobra. La mano. Ése era el vínculo. A pesar de que llevaba años intentando quedar embarazada, no sentía esa especial atracción hacia los bebés pequeños que había visto en amigas o en sus propias hermanas, no se le iban los ojos tras los bebés que las madres sostenían entre sus brazos. Pero era consciente del privilegio del que se la privaba cuando veía a una madre que caminaba junto a su hijo llevándole de la mano. La protección y la confianza que encerraba ese gesto íntimo era para ella superior a cualquier otro que pudiera darse entre dos seres humanos y simbolizaba en cada pareja de pequeñas manos acunadas en otras más fuertes todo el amor, la entrega y la confianza que para ella suponía la maternidad que no llegaba, que quizá nunca llegaría, despojándola para siempre del honor de llevar a su hijo de la mano. Una maternidad con la que quería compensar en otro ser humano, sangre de su sangre, la infancia feliz que ella no tuvo, la ausencia de amor que siempre sintió en una madre torturada. La suya.

18

Al terminar el entierro, la lluvia y los asistentes al sepelio parecían haberse evaporado, sustituidos por una densa niebla que se extendía por el valle a lomos del río Baztán y que se esparcía por las calles entristeciéndolas más si cabía. Aterida de frío, Amaia hizo tiempo frente al obrador hasta que vio venir a su hermana.

—¡Vaya, la señora inspectora! ¡Cuánto honor! —se burló Flora—. ¿No deberías estar por ahí buscando a un asesino?

Amaia sonrió y la apuntó con un dedo.

—Eso es lo que hago.

Flora se detuvo con la llave en la mano, interesada de pronto, quizás un poco azorada.

—¿Aquí, en Elizondo?

—Sí, aquí, normalmente estos asesinos suelen ser personas cercanas a las víctimas. Si sólo tuviéramos un caso… Pero ya son tres. Por fuerza ha de ser de aquí o de muy cerca.

Entraron en el obrador y les recibió el aroma familiar que Amaia había respirado desde su infancia y que formaba parte de sus recuerdos. Si cerraba los ojos, casi podía ver a su padre con pantalones blancos y camiseta de tirantes amasando las placas de hojaldre con un enorme rodillo de acero, mientras su madre medía los ingredientes en una jarra numerada con las manos manchadas de harina y aquel olor a esencia de anís que para siempre relacionaría con ella. Miró la artesa de la harina y un escalofrío recorrió su espalda mientras una acuciante sensación de náusea le anegaba el estómago. Una abrumadora oleada de recuerdos oscuros la aturdió de repente y los ecos del pasado la bloquearon por completo. Cerró los ojos y los apretó con fuerza, intentando cerrar el camino hacia el horror que la visión había abierto

—¿En qué piensas? —interrogó Flora, sorprendida por el gesto de su hermana.

—En el
aita
y la
ama
, en cuánto trabajaban y lo felices que parecían —mintió.

—Es verdad que trabajaron —dijo Flora mientras se lavaba las manos—. Pero ellos eran dos, y ahora yo debo hacer mucho más trabajo, pero sola… Aunque eso no parece preocuparte demasiado, ¿verdad, hermana?

—Sé que es mucho trabajo, Flora, pero no has escuchado la segunda parte: ellos eran felices haciéndolo. Sin duda eso fue clave en su éxito, y lo es en el tuyo.

—¿Ah, sí? Qué sabrás tú… ¿Crees que soy feliz haciendo esto? —dijo volviéndose hacia su hermana mientras subía las persianas del despacho.

—Bueno, te va muy bien… De maravilla, diría yo. Has escrito libros, vas a hacer un programa en televisión, Mantecadas Salazar es un referente en media Europa y eres rica. No eres la imagen del fracaso precisamente.

El rostro de su hermana parecía atento, valorando las palabras de Amaia, seguramente intentando hallar doblez en ellas.

—Creo que si no hubieras puesto corazón en tu trabajo no habrías triunfado —prosiguió Amaia—. Tienes razones para estar muy satisfecha, y la satisfacción se halla muy cerca de la felicidad.

—Sí —admitió la otra alzando las cejas—, quizás ahora, pero hasta llegar aquí…

—Flora, todos tenemos que andar nuestro camino.

—¿De verdad? —se indignó—, ¿y qué camino has tenido que andar tú si puede saberse?

—Te aseguro que no he llegado hasta donde estoy sin esfuerzo —replicó Amaia manteniendo el tono bajo y tranquilo que tanto irritaba a su hermana.

—Ya, pero tú elegiste hacer tu esfuerzo, a mí me fue impuesto, no conté con ayuda, me falló todo el mundo, tú te largaste, Víctor empinando el codo y tu hermana…

Amaia permaneció un instante en silencio valorando el reproche que en menos de veinticuatro horas había escuchado de sus dos hermanas.

—Tú también pudiste elegir si no era esto lo que querías.

—¿Y quién me preguntó qué era lo que yo quería?

—Flora…

—No, dímelo, ¿quién me preguntó si quería quedarme aquí amasando hojaldres?

—Flora, pudiste elegir como todo el mundo, pero elegiste no elegir… Tampoco a mí me preguntó nadie. Tomé mi decisión y mi camino.

—Importándote una mierda los demás.

—Eso no es verdad, Flora, ni que hubiera salido alguien herido. Al contrario que a ti y a Ros, nunca me gustó el obrador, ni cuando era más pequeña… En cuanto podía me escapaba, y sólo estaba aquí a la fuerza, lo sabes tan bien como yo. No quería trabajar en esto, estudié, y a los
aitas
les pareció bien.

—A la
ama
no tan bien, pero de todos modos estaban tranquilos: ya nos tenían a Ros y a mí para seguir con la tradición familiar.

—Pudiste elegir.

Flora explotó.

—No tienes ni idea de lo que es la responsabilidad —dijo volviéndose hacia ella mientras la apuntaba con el dedo.

—Por favor… —rogó una Amaia hastiada.

—Ni por favor ni nada… Ni tú ni tu hermana ni el perdido de Víctor sabéis lo que significa esa palabra…

—Ya veo que hay para todos. —Sonrió cansada y sin elevar la voz—. Flora, tú ya no me conoces, ya no soy la niña de nueve años que se escapaba del obrador. Te aseguro que en mi trabajo, todos los días…

—Tu trabajo —la interrumpió—, ¿quién habla de tu trabajo? Sólo tú hermanita, yo hablo de la familia, de que alguien tenía que continuar con el negocio.

—Por Dios, pareces Michael Corleone… El negocio, la familia, la mafia. —Amaia hizo un gesto de burla juntando los dedos de la mano, y eso irritó aún más a su hermana, que la miró furiosa y arrojó el trapo que tenía en las manos sobre la mesa antes de sentarse en su sillón haciendo temblar la lamparita que iluminaba el escritorio—. Flora, Ros y tú vivíais aquí, las dos habíais mostrado interés por la repostería desde pequeñas, os encantaba pasaros las horas aquí, con tres años Ros ya sabía hacer rosquillas y magdalenas…

—Tu hermana —murmuró con desprecio…—. Le duró poco la pasión, justo hasta que vio lo que era el trabajo de verdad. ¿O crees acaso que el negocio se hubiera podido sostener mucho tiempo tal y como lo llevaban los
aitas
? Renové este negocio desde los cimientos hasta el tejado, lo modernicé y lo hice competitivo. ¿Tienes idea de los controles que hay que pasar para estar en Europa? Lo único que conserva es el nombre, Mantecadas Salazar, y el cartel de cuando los tatarabuelos lo fundaron.

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