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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (23 page)

BOOK: El guardián invisible
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Uno a uno observó los rostros de las chicas. Carla sonreía, seductora, con los labios muy rojos y una dentadura perfecta. Ainhoa miraba a la cámara con timidez, como lo hacen las personas que saben que no son fotogénicas; y ciertamente la foto no hacía justicia a la belleza emergente de la más joven de las víctimas. Y estaba Anne. Anne miraba al objetivo con la displicencia de una emperatriz y sonreía con un gesto que era a la vez pícaro y recatado. Miró fijamente sus ojos verdes y no le costó imaginarlos acerados por el brillo del desprecio y la maldad mientras se reía de Ros en su propia cara. Aunque eso fuera imposible, porque ya estaba muerta cuando ella la vio. Una
belagile
. Una bruja. No una adivinadora, ni una curandera. Una mujer poderosa y oscura con un terrible pacto sobre su alma. Una servidora del mal capaz de torcer y retorcer los hechos hasta adaptarlos a su voluntad.
Belagile
. Hacía años que no lo escuchaba así; en euskera moderno se decía
sorgin
,
sorgiña
.
Belagile
era el modo antiguo, el verdadero, el que se refiere a los servidores del maligno. La palabra le trajo a la memoria recuerdos de su infancia, cuando su
amona
Juanita les contaba historias de brujas. Leyendas que ahora formaban parte del folclore popular y de los trucos para atraer turismo, pero que provenían de un tiempo no tan lejano en que la gente creía en la existencia de brujas, en servidores del mal, y en sus fatídicos poderes para sembrar el caos, la destrucción e incluso causar la muerte a aquellos que se interponían en su camino.

Tomó de nuevo el ejemplar de
Brujería y brujas
, de José Miguel Barandiaran, que había enviado a buscar a la biblioteca en cuanto habían abierto. El antropólogo afirmaba que la creencia popular, profundamente arraigada en todo el norte, y principalmente en el País Vasco y Navarra, decía que alguien era
belagile
sin lugar a dudas si no tenía ni una sola mancha o lunar en todo su cuerpo. La imagen de la piel desnuda de Anne sobre la mesa de autopsias la había perseguido de forma recurrente, el relato de la madre sobre el día en que la llevó a casa, las constantes referencias a la blancura de su piel de mármol. Seguramente había sido ésa la particularidad de la piel de la niña que había alarmado a la cuñada.

Amaia leyó la definición de bruja: «Llamo brujería a aquella manifestación del espíritu popular que supone a ciertas personas dotadas de propiedades extraordinarias, en virtud de su ciencia mágica o de su comunicación con potencias infernales». Podría parecer superchería si no fuera porque en los valles de Navarra que rodeaban Elizondo, la creencia en la existencia de brujas y brujos había llevado a la muerte, la tortura y horribles sufrimientos a cientos de personas acusadas de tener pactos con el demonio, en su mayoría mujeres acusadas por el feroz inquisidor Pierre de Lancré, de la diócesis de Bayona, a las que en el siglo XV pertenecía buena parte de Navarra, y que era un insaciable perseguidor de brujas convencido de su existencia y de su demoníaco poder, que plasmó en un libro de la época en el que describía con todo lujo de detalles la jerarquía infernal y su correspondencia en la tierra. Un libro que es todo un ejercicio de fantasía y paranoia que describe prácticas absurdas y ridículas señales de la presencia del mal.

Amaia alzó la mirada hasta encontrar de nuevo los ojos de Anne.

—¿Eras una
belagile
, Anne Arbizu? —preguntó en voz alta.

Desde el verde de los ojos de Anne creyó percibir una sombra que se estiraba hacia ella. Un escalofrío recorrió su espalda. Suspiró y arrojó el librito sobre la mesa mientras maldecía la calefacción de aquella flamante comisaría, que apenas llegaba a templar aquella fría mañana. Un rumor creciente sonó en el pasillo. Consultó su reloj y comprobó sorprendida que ya era mediodía. Los policías entraron en la sala con estruendo de sillas arrastradas, roce de papeles y humedad prendida en la ropa como una pátina cristalina. Sin preámbulos, el inspector Iriarte comenzó a hablar.

—Bueno, ya he comprobado las coartadas. En Nochevieja, Rosaura y Freddy estuvieron cenando en casa de la madre de él, con las tías y unos amigos de la familia; hacia las dos salieron por los bares del pueblo, mucha gente les vio durante toda la noche y hasta bien entrada la mañana, y no se separaron en ningún momento. El día en que mataron a Ainhoa, Freddy estuvo todo el día en casa con varios amigos que se fueron turnando, sin que en ningún momento llegase a quedarse solo. Jugaron a la Play, fueron a la taberna Txokoto a por unos bocadillos y vieron una película. Él no salió de casa. Dicen los amigos que estaba resfriado.

—Bueno, eso lo descarta como sospechoso —apuntó Jonan.

—Sólo para el asesinato de Carla y Ainhoa, pero no para el de Anne. Ocurre que en los últimos días no se mostró tan sociable como de costumbre. Rosaura ya no vivía en la casa y sus amigos dicen que aunque se presentaron varias veces los echó con la disculpa de que no se encontraba bien. Todos juran que no sabían una palabra de lo de Anne y que creyeron de verdad que estaba enfermo. Se quejaba del estómago y el mismo día en que mataron a Anne comentó algo sobre ir a urgencias.

—¿Ha hablado con todos, incluido Ángel? ¿Cómo se apellida? El que le encontró en su casa, parece ser el que más se preocupaba por él. Quizá pueda decirnos algo.

—Ostolaza —apuntó Zabalza—, Ángel Ostolaza.

—Es el que me falta, trabaja en un taller de Vera de Bidasoa, pero la madre no ha sabido decirme cómo se llama, aunque sí tenía el teléfono. Viene a comer a casa, así que sobre la una y media se pasará por aquí.

—¿Tenemos algo más?

—Respecto al móvil de la chica tenía razón, jefa, cambió de teléfono hace dos semanas. Le dijo a su padre que lo había perdido y no quiso conservar el número. Entre el correo de Freddy encontramos la última factura, con su esposa fuera de casa ni siquiera se había molestado en esconderla o destruirla, y en efecto aparecían todas las llamadas y mensajes al antiguo número de Anne. El ordenador de Anne refleja una intensa vida social, muchos acólitos, ningún amigo o amiga íntimos. No confiaba en nadie como para contarles sus secretos, aunque sí alardeaba de su relación con un casado. No hay nada más.

Cuando acabó la reunión, Jonan se demoró unos segundos mientras hojeaba el ejemplar de
Brujería y brujas
. Cuando Amaia se dio cuenta sonrió.

—Vaya, jefa, no me diga que va a intentar ver el caso desde otra perspectiva.

—Ya no sé desde qué perspectiva mirarlo, Jonan. Siento que cada vez sé más de este asesino, y que se ha hecho un buen trabajo, pero todo ha ido tan rápido que da hasta vértigo; y de cualquier modo, no debes confundir lógica y sentido común con cerrazón mental. Aprendí mucho sobre asesinos en serie cuando estuve en Quantico, y la primera lección es saber que por más análisis del comportamiento que hagamos, ellos siempre van un paso por delante, otra vuelta de tuerca. No creo en brujas, Jonan, pero quizás este asesino sí, o al menos en un tipo de mal específico, propio de mujeres muy jóvenes, a partir de unas señales que sin duda interpreta a su modo para elegir a la víctima. Y eso —dijo señalando el libro— es por algo que varias personas me dijeron al respecto de Anne. Y que me da qué pensar.

De nuevo, la actitud de Ángel Ostolaza le produjo la sensación de que disfrutaba sobremanera al verse involucrado en la investigación. Lo había visto en otras ocasiones, pero nunca dejaba de sorprenderle que alguien se sintiera secretamente orgulloso de verse implicado en una muerte violenta.

—Vamos a ver, a Anne Arbizu la mataron el lunes, ¿verdad? Pues ese día Freddy me llamó porque estaba fatal del estómago, no es la primera vez que le pasa, ¿sabe? Hace un par de años tuvo una úlcera, o gastritis o algo así, y desde entonces le ha pasado unas cuantas veces, sobre todo después del fin de semana, cuando bebe demasiado y no come… Bueno, ya sabe lo que pasa. Había pasado el domingo fatal y el lunes tenía un dolor que no se le quitaba con nada. Cuando me llamó serían las tres y media. Yo todavía estaba currando, le dije que fuera al ambulatorio, pero Freddy no va solo a ningún sitio, siempre le acompañábamos Ros o yo, así que cuando salí vine a buscarlo y le acompañé a urgencias.

—¿A qué hora fue eso?

—Pues yo salgo a las siete, calculo que hacia las siete y media.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis en urgencias?

—¿Que cuánto tiempo? Una pasada, casi dos horas, había cantidad de gente por esto de la gripe y para cuando le atendieron el chaval estaba hecho polvo; después le hicieron una placa y unos análisis, y al final le pincharon un Nolotil. Salimos de allí a las once, y como a Freddy ya no le dolía y teníamos hambre nos fuimos al Saioa a comer unos bocatas de lomo y unas bravas.

—¿Freddy comió bravas después de salir de urgencias por dolor de estómago? —se sorprendió Iriarte.

—Ya no le dolía, además lo que peor le sienta es no comer.

—Ya, ¿a qué hora salisteis del bar?

—No sé, pero nos quedamos un buen rato, por lo menos una hora; luego le acompañé a casa y echamos una partida a la Play, pero no me quedé mucho, porque yo madrugo. —Ángel bajó la mirada y permaneció así unos segundos, después emitió un sonido parecido a un gañido e Iriarte supo que estaba llorando. Cuando elevó los ojos había perdido todo control—. ¿Qué va a pasar ahora?, seguramente no podrá volver a caminar, no se merece esto, es un buen tío, ¿sabe? No se merece esto. Se cubrió el rostro con las manos y siguió llorando. Iriarte salió al pasillo y regresó un minuto después con un vaso de café que puso frente al chico. Miró a Amaia.

—Si el amigo Ángel dice la verdad, y yo creo que la dice —concluyó, condescendiente, dedicándole una sonrisa a Ángel, que le respondió con un gesto de circunstancias—, será muy fácil comprobarlo. Me daré una vuelta hasta el ambulatorio, tienen cámaras de seguridad, si estuvieron allí como dice, las imágenes serán su coartada. Le mando un correo. Yo enviaré el informe al comisario exonerando a Freddy.

—Gracias —dijo ella—. Yo voy a reunirme con los expertos de los osos.

27

Flora Salazar se puso un café y se sentó tras la mesa de su despacho antes de consultar el reloj. Las seis en punto. Sus empleados comenzaron a desfilar hacia la salida mientras se despedían unos de otros y de ella misma, saludándola con la mano a través del cristal de la puerta que había dejado entreabierta después de avisar a Ernesto de que debía quedarse una hora más. Ernesto Murúa llevaba diez años trabajando para Flora y ejercía de encargado del obrador y de jefe de reposteros.

Flora oyó el inequívoco sonido de un camión que se detenía en la entrada del almacén y un minuto después la cara escéptica de Ernesto se asomaba por la puerta del despacho.

—Flora, ahí afuera hay un camión de Harinas Ustarroz, el hombre dice que hemos encargado cien sacos de cincuenta. Ya le he dicho que es un error, pero el tío insiste.

Ella tomó un bolígrafo, lo destapó y fingió escribir algo en su agenda.

—No, no es un error, yo hice ese pedido, sabía que lo traerían ahora y por eso te he pedido que te quedaras hoy.

Ernesto la miró confuso.

—Pero, Flora, tenemos el almacén lleno, y creía que estabas contenta con el servicio y la calidad de Harinas Lasa; recuerda que hace un año probamos ésta y decidimos que la calidad era inferior.

—Pues ahora me he decidido a probarla de nuevo, últimamente no estoy demasiado satisfecha de la calidad de la harina; hace grumos y el molido parece distinto, incluso el olor ha cambiado. Me han hecho una buena oferta y era lo que me faltaba para decidirme.

—¿Y qué hacemos con la harina que tenemos?

—Ya lo he arreglado con los de Ustarroz, la del almacén la retirarán ellos mismos, la de la artesa y los botes la tiras a la basura; quiero que sustituyas toda la harina del obrador por la nueva y que tires toda la partida anterior, no se puede aprovechar porque está mala, así que fuera.

Ernesto asintió sin convencimiento alguno, se dirigió a la entrada e indicó al camionero dónde debían dejar los sacos acabados de llegar.

—Ernesto —lo llamó ella de nuevo. Él volvió atrás—. Por supuesto espero discreción con este asunto, admitir que la harina estaba mala es algo que puede perjudicarnos mucho. Ni una palabra, y si algún empleado te pregunta di simplemente que nos han hecho una importante oferta y nada más, lo mejor es evitar el tema.

—Por supuesto —respondió Ernesto.

Flora todavía permaneció en su despacho quince minutos más, que perdió lavando la taza del café y limpiando la cafetera mientras un siniestro pensamiento tomaba fuerza en su mente. Aseguró el cierre de la puerta y avanzó hacia la pared mirando fijamente la obra de Javier Ciga que adornaba el despacho y que había comprado dos años antes. Con infinito cuidado, lo descolgó y lo apoyó en el sofá, dejando a la vista la caja fuerte blindada que se escondía tras el cuadro. Accionó las pequeñas ruletas plateadas con dedos hábiles y la caja se abrió con un chasquido. Sobres con papeles, un fajo de billetes para pagos, valijas y carpetas con documentos se apilaban en una torre ordenada de mayor a menor junto a la que había un saquito de terciopelo. Tomó todo el montón y lo sacó de la caja, dejando a la vista un grueso dietario de piel que había permanecido oculto apoyado sobre la pared trasera de la caja. Al cogerlo tuvo la impresión de que el cuero estaba húmedo y de que pesaba más de lo que recordaba. Lo llevó a su mesa, se sentó ante él mirándolo con una mezcla de excitación y urgencia, y lo abrió. Los recortes no estaban pegados, pero quizá debido al tiempo que llevaban comprimidos entre aquellas páginas permanecían en el mismo lugar en que ella los había colocado, más de veinte años atrás. Apenas habían amarilleado, aunque la tinta había perdido parte de su negrura y se veía gris y gastada, como si hubiera sido lavada muchas veces. Pasó las páginas con cuidado de no alterar el orden cronológico con que habían sido ordenadas y releyó el nombre que una voz había estado repitiendo en su cabeza desde que Amaia salió del obrador. Teresa Klas.

Teresa era hija de unos inmigrantes serbios que habían llegado al valle a principios de los noventa, según algunos huyendo de la justicia en su país, aunque sólo eran rumores. Se habían empleado enseguida en el pueblo y cuando Teresa, que no iba demasiado bien en la escuela, tuvo edad de trabajar, entró en el caserío Berrueta para cuidar a la anciana madre, que tenía bastantes dificultades para andar. Teresa tenía de hermosa todo lo que no tenía de lista, y lo sabía; su larga melena rubia y un cuerpo muy desarrollado para su edad fueron la causa de muchos comentarios en el pueblo. Llevaba tres meses en el caserío Berrueta cuando apareció muerta tras unos almiares; la policía interrogó a todos los varones que trabajaban allí, pero no llegaron a detener a nadie. Era verano, había mucha gente de fuera y se llegó a la conclusión de que la chica había acompañado a algún desconocido a los campos y allí la habían violentado y asesinado. Teresa Klas, Teresa Klas. Teresa Klas. Si cerraba los ojos casi podía ver su rostro de putilla.

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