El guardián invisible (21 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—Rosaura, necesitaremos que haga una declaración —dijo Iriarte.

—Acabo de hacerla —replicó ella sin abrir los ojos.

—En comisaría.

—Ya entiendo. —Se levantó bruscamente, tomó su bolso y su chaqueta, que colgaban del sofá, y se dirigió a la puerta besando de camino a la tía y sin mirar a su hermana.

—Cuanto antes —dijo dirigiéndose a Iriarte.

—Gracias —dijo él antes de salir tras ella.

Amaia apoyó las manos en la repisa de la chimenea y sintió sus pantalones tan calientes que parecía que en cualquier momento se prenderían en llamas. El teléfono de Montes, el de Jonan y el suyo emitieron casi al unísono la señal de que había llegado un mensaje. Sin mirarlo preguntó:

—¿La orden de registro?

—Sí, jefa.

Les acompañó hasta la entrada y cerró a su espalda la puerta del salón.

—Vayan al encuentro de los agentes de Elizondo Montes, usted y el subinspector Etxaide pueden ayudarlos. Yo esperaré en la comisaría hasta que hayan terminado, para no comprometer la investigación.

—Pero, jefa… No creo que… —protestó Jonan.

—Es la casa de mi hermana, Jonan. Regístrenla, busquen cualquier indicio de la relación entre Anne y Freddy, y si la hubiese, cualquiera que sugiera que mi hermana tenía conocimiento de los hechos con anterioridad. Sean minuciosos: cartas, libros, mensajes en el móvil, correo electrónico, fotos, objetos personales, juguetes sexuales… Pidan a su compañía de teléfonos un listado de sus llamadas, a lo mejor hasta encuentran la factura. Interroguen a los amigos de ambos, alguien tenía que saberlo.

—He revisado todo el correo de Anne y puedo asegurar que no había nada para Freddy. Y en su listado de llamadas y mensajes tampoco hay señal de que lo llamase jamás. A pesar de ello las amigas están seguras de que andaba con un casado, según las propias palabras de Anne iba a terminar la relación porque el tío se había encoñado demasiado. ¿Cree que él se tomó mal lo de dejar la relación hasta el punto de matarla?

—No lo creo, Jonan, ¿y los otros asesinatos? Si en algo estamos de acuerdo es en que forman una serie, y el de Anne no es una imitación, fue ejecutado siguiendo la misma pauta. Por lo tanto, si Freddy hubiese matado a Anne, tendría que haber matado también a las demás chicas. Él es tan idiota como para tener una aventura con una menor diez veces más lista que él, pero no da el perfil de un asesino tan metódico: la frialdad, y el control, la puesta en escena siguiendo un protocolo del que no se sale no encajan en absoluto con el carácter de Freddy. Los asesinos en serie no tienen remordimientos y no se suicidan por sus víctimas. Registrad la casa, después ya veremos.

La puerta se cerró tras Jonan, y Amaia volvió a entrar en el salón. James y la tía la miraban en silencio.

—Amaia… —empezó James.

—No me digáis nada, por favor, todo esto está siendo muy difícil para mí. Por favor, os lo pido. He hecho cuanto podía. Ahora ya habéis visto lo que tengo que hacer cada día, ya habéis visto mi mierda de trabajo.

Tomó su plumífero y salió de casa. Caminó a paso firme hasta el Trinquete, penetró unos pasos en el puente, se detuvo, regresó sobre sus pasos a la calle Braulio Iriarte y caminó decidida hacia Menditurri, hasta el obrador.

22

Se acercó a la puerta y palpó la cerradura sintiendo cómo el corazón se le desbocaba en el pecho. Inconscientemente, se llevó la otra mano hasta el cuello, buscando el cordel del que hacía mucho tiempo había colgado la llave. Una voz a su espalda la sobresaltó.

—Amaia.

Se dio la vuelta mientras con un gesto automático desenfundaba su arma.

—James, ¡por Dios! ¿Qué haces aquí?

—La tía me dijo que vendrías aquí —dijo mirando la puerta del obrador un poco perplejo.

—La tía… —murmuró ella maldiciendo ser tan previsible—. Casi te pego un tiro —susurró guardando la Glock en su funda.

—Estaba… Estamos preocupados por ti, la tía y yo…

—Ya, vámonos de aquí —dijo mirando la puerta, aprensiva de pronto.

—Amaia… —James se acercó y le pasó un brazo por los hombros atrayéndola hacia él mientras caminaban en dirección al puente.

—No entiendo por qué te comportas de pronto como si todos estuviésemos en tu contra. Yo entiendo tu trabajo y entiendo que has hecho lo que debías, y la tía también lo sabe. Ros cometió un error al no contarte lo de la chica, pero puedo entenderla, por muy poli que seas también eres su hermana pequeña, y creo que se sentía un poco avergonzada. Tienes que intentar entenderlo, porque la tía y yo lo entendemos, y nos damos cuenta de que has intentado facilitar las cosas siendo tú la que la interrogase en casa, y no en la comisaría.

—Sí —admitió ella relajando la tensión de su cuerpo y acercándose un poco más a su marido—. Quizá tengas razón.

—Amaia, hay algo más. Llevamos cinco años casados, y en este tiempo no sé si habremos pasado cuarenta y ocho horas seguidas en Elizondo. Siempre pensé que te ocurría lo que a muchas personas nacidas en pueblos pequeños, que después de vivir en una ciudad se vuelven urbanitas radicales. Creía que eso era lo que te ocurría a ti. Una chica criada en una zona rural que se va a vivir a una ciudad, se hace policía y deja un poco a un lado sus orígenes… Pero hay algo más, ¿verdad?

Se detuvo e intentó mirarla a los ojos, pero ella los evitó. James no se rindió y tomándola por los hombros la obligó a mirarle.

—Amaia, ¿qué está pasando? ¿Hay algo que no me cuentas? Estoy preocupado de verdad, si hay algo importante que nos afecta tienes que contármelo.

Ella lo miró, primero enfadada, pero al ver la preocupación e impotencia con que demandaba respuestas le sonrió tristemente.

—Fantasmas, James. Fantasmas del pasado. Tu mujer, que no cree en la magia, la adivinación, los basajaunes y los genios, está atormentada por fantasmas. He pasado años intentando esconderme en Pamplona, tengo una placa y una pistola y he evitado venir aquí durante mucho tiempo porque sabía que si volvía me encontrarían. Es todo, todo este mal, este monstruo que mata niñas y las deja en el río, niñas como yo, James. —Él abrió más los ojos, confuso. Pero ella ya no le miraba, miraba a través de él hacia un punto en el infinito—. El mal me ha obligado a volver, los fantasmas han salido de sus tumbas alentados por mi presencia, y ahora me han encontrado.

James la abrazó dejando que ella enterrase el rostro en su pecho en ese gesto íntimo que siempre la reconfortaba.

—Niñas como tú… —susurró él.

23

El coche patrulla que la había llevado hasta allí aparcó bajo el voladizo que formaba el segundo piso de la comisaría. El policía le dio las buenas noches, pero Amaia aún se demoró un par de segundos en el interior del vehículo mientras fingía buscar su móvil y esperaba a que se alejaran su hermana y el inspector Iriarte, que salían y subían al coche de él para llevarla de vuelta a casa. Una fina lluvia comenzó a caer en el momento en que traspasaba la puerta. Un agente evidentemente en prácticas charlaba por el móvil, que colgó y escondió torpemente nada más verla. Ella caminó hasta el ascensor sin detenerse, pulsó el botón y miró de nuevo hacia el policía del mostrador. Volvió sobre sus pasos.

—¿Puede enseñarme el móvil?

—Lo siento, inspectora, yo…

—Déjeme verlo.

Él le tendió un teléfono plateado que destelló bajo las luces de la entrada. Amaia lo inspeccionó cuidadosamente.

—¿Es nuevo? Tiene buen aspecto.

—Sí, es bastante bueno —declaró él con orgullo de propietario.

—Parece caro, no es uno de esos que te dan con puntos.

—No, es verdad, cuesta ochocientos euros y corresponde a una edición limitada.

—Se lo vi a otra persona.

—Pues debió de ser hace poco, porque hace sólo una semana que lo tengo, salió a la venta hace diez días y yo tengo uno de los primeros.

—Enhorabuena, agente —dijo ella, y corrió para alcanzar el ascensor antes de que cerrara sus puertas. Sobre la mesa había un ordenador, un teléfono móvil, el correo de un mes incluidas las facturas y unas bolsitas de pruebas que contenían lo que parecía hachís. Jonan cotejaba una factura con los datos que aparecían en la pantalla de su ordenador.

—Buenas noches —saludó Amaia.

—Hola, jefa —contestó vagamente, sin apartar los ojos de la pantalla.

—¿Qué tenemos?

—En el correo electrónico nada, pero el móvil está plagado de llamadas y mensajes de lo más lastimeros… Aunque no al número de Anne.

—No, al otro número de Anne —puntualizó ella. Él se volvió, sorprendido.

—Acabo de ver un móvil idéntico al de Anne Arbizu, un móvil muy caro y exclusivo que apenas lleva diez días en el mercado. Los mismos que su contrato telefónico. Pero resulta un poco raro que una chica como Anne no tuviera ningún teléfono hasta hace unos días, justo cuando se hartó de las llamadas y los mensajes de Freddy. Era una chica muy práctica, así que se deshizo de su viejo móvil… No podía perder sólo la tarjeta, así que «perdió» el móvil entero y le pidió a su
aita
que le comprase uno de contrato con un número nuevo.

—Joder —musitó Jonan.

—Pregunta a sus padres. Con comprobar el número con la factura de Freddy tenemos suficiente. ¿Habéis encontrado algo más?

—Nada, aparte de hachís. En las cajas de Ros, sólo objetos personales. Voy a revisar el correo, pero lo único que hay son facturas y publicidad, nada que indique que su hermana pudiera saber lo de su aventura. —Amaia resopló y se volvió hacia los ventanales que miraban al exterior. Más allá del paseo de acceso iluminado por las farolas de luz amarillenta sólo había oscuridad—. Inspectora. Esto puedo hacerlo yo, todavía me llevará un buen rato. Váyase a descansar, si hay algo la avisaré.

Ella se volvió y sonrió mientras se abrochaba la cremallera del plumífero.

—Buenas noches, Jonan.

Pidió al patrullero que la dejara en el bar Saioa, donde pidió un café solo que el propietario le puso sin protestar a pesar de que ya había limpiado la cafetera. Estaba hirviendo y ella lo bebió a cortos sorbos saboreando la fuerza del brebaje, fingiendo no darse cuenta del interés que suscitaba entre los escasos parroquianos que a aquella hora de la noche tomaban gin-tonics en vasos de sidra repletos de hielo ignorando el frío siberiano que amenazaba fuera. Cuando salió a la calle le pareció que la temperatura hubiera descendido cinco grados de golpe. Metió las manos en los bolsillos y cruzó la calle. La gran mayoría de las casas de Elizondo, al igual que del resto del valle, eran edificios que se amoldan al clima húmedo y lluvioso del lugar, de planta cuadrada o rectangular, con tres o cuatro plantas y tejado pluvial cubierto con tejas y gran alero, el cual delimita el fuero de la casa y servía a los viandantes más avezados, como ella misma, de pobre refugio de la lluvia. Según recogía Barandiaran era en ese estrecho espacio en el que el agua de la lluvia resbalaba desde el tejado, el lugar que antiguamente se reservaba para enterrar a las criaturas abortivas y a los niños muertos en el parto. Existía la creencia de que sus pequeños espíritus, los
mairu
, guardaban la casa protegiéndola del mal y que a la vez se quedaban para siempre en la casa materna como eternos infantes. Recordaba que su tía le había contado que una vez al derribar una casa y cavar alrededor habían encontrado huesos pertenecientes a más de diez bebés que se habían ido apostando bajo el alero de la casa durante siglos como centinelas.

Caminó por la calle Santiago junto a los portales intentando guarecerse del viento, que se hizo más fuerte al bajar por Javier Ciga, junto a la casa señorial que daba nombre al puente. El río rugía en la presa de un modo que le resultó ensordecedor y le hizo preguntarse cómo podían dormir los vecinos cuyas ventanas daban sobre el pequeño salto de agua. Las luces del Trinquete estaban apagadas. La calle estaba desierta como en un pueblo fantasma. Poco a poco, llevada por la corriente de aquel otro río que fluía en su interior, fue penetrando en la que fuera calle del Sol hacia Txokoto, hasta llegar de nuevo a la puerta del obrador. Sacó una mano del bolsillo de su plumífero y la apoyó sobre la cerradura helada. Inclinó la cabeza hasta tocar con la frente la áspera madera de la puerta y comenzó a llorar en silencio.

24

Había muerto. Lo supo con la misma seguridad con que antes sabía que estaba viva. Había muerto. E igual que era consciente de su muerte, lo era de todo cuanto sucedía a su alrededor. La sangre que aún brotaba de su cabeza, el corazón detenido a mitad de un latido que ya nunca culminaría.

El silencio extraño en el que se había sumido su cuerpo, y que desde dentro resultaba casi ensordecedor, le permitía alcanzar a oír otros sonidos de su alrededor. Una gota cayendo sobre una plancha metálica una y otra vez. Un jadeo, el esfuerzo y el empeño con que alguien tiraba de sus miembros sin vida. Una respiración rápida y desacompasada. Un susurro, quizás una amenaza. Pero ya no importaba, porque todo había acabado. La muerte es el fin del miedo, y saberlo casi la hizo feliz, porque era una niña muerta en una tumba blanca, y alguien que jadeó por el esfuerzo, comenzó a enterrarla.

La tierra era suave y perfumada, y cubrió sus miembros fríos como una manta mullida y templada. Pensó que la tierra era piadosa con los muertos. Pero no quien la enterraba. Arrojaba puñados de polvo sobre sus manos, sobre su boca, sobre sus ojos y su nariz, cubriéndola, tapando el horror. La tierra penetró en su boca y se hizo barro pastoso y denso, se pegó a sus dientes y se endureció en sus labios. Entró en su nariz invadiendo las fosas nasales y entonces, y a pesar de que había creído que estaba muerta, inhaló aquella tierra piadosa y comenzó a toser. Las paletadas que caían sobre su rostro se multiplicaron unidas a la especie de ahogado grito de pánico que emitió el monstruo sin piedad que la enterraba. La tierra de su tumba blanca anegaba su boca, pero aun así gritó, desesperada:

—Sólo soy una niña, sólo soy una niña.

Pero su boca estaba cegada por el barro y las palabras no traspasaban la frontera de sus dientes sellados con engrudo.

—Amaia, Amaia —la zarandeó James.

Ella lo miró, horrorizada todavía, mientras se sentía emerger del sueño como si subiese a toda velocidad en un rápido ascensor que la sacase del abismo en el que estaba atrapada, y casi a la vez olvidó los detalles del sueño. Cuando miró a James y contestó, ya sólo pudo recordar la sensación de horror y de ahogo, que sin embargo la acompañó el resto de la noche y aún persistía por la mañana. James le acariciaba dulcemente la cabeza deslizando su mano por el cabello.

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