El guardián invisible (8 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—Vamos con el cordel —dijo San Martín.

La técnico sujetó la cabeza de la chica por la base del cráneo y la levantó lo suficiente para que el doctor San Martín extrajera el cordel del reguero oscuro en el que aparecía sepultado. Puso especial atención en los extremos que colgaban a los lados, en los que se apreciaban pequeños restos blanquecinos semejantes a plástico o a residuos de cola.

—Mire esto, inspectora, esto es nuevo: a diferencia de los otros casos hay restos de piel adheridos al cordel. Se ve que al tirar fuertemente se infligió un corte, o por lo menos una rozadura que se llevó parte de su piel.

—Creía que usaba guantes, por la ausencia de huellas —terció Zabalza.

—Eso parece, pero a veces estos asesinos no pueden sustraerse al placer que les provoca sentir cómo arrebatan la vida con sus propias manos, una sensación que quedaría amortiguada por los guantes, por lo que en ocasiones terminan por quitárselos, aunque sólo sea en el momento álgido. Aun así, puede ser suficiente para nosotros.

Tal y como Amaia había supuesto, el doctor San Martín estuvo de acuerdo en que Anne se había defendido. Quizás ella había visto algo que sus predecesoras no vieron, algo que la hizo sospechar y fue suficiente para no entregarse sumisa a la muerte. En su caso los síntomas de asfixia eran evidentes, y aunque el asesino había intentado recrear con Anne su fantasía, y hasta cierto punto lo había conseguido, porque a primera vista aquel crimen y toda la parafernalia que el asesino había dispuesto eran idénticos a los anteriores, Amaia tuvo la sensación inexplicable de que aquella muerte no había satisfecho del todo al asesino, que esa chiquilla de rostro de ángel que podía haber sido la obra cumbre de aquel monstruo había resultado ser más dura y agresiva que las otras. Y aunque el asesino se había esforzado en disponerla con el mismo cuidado que a las anteriores, el rostro de Anne no reflejaba sorpresa y vulnerabilidad, sino la pugna por su vida que había mantenido hasta el final y una parodia de sonrisa que resultaba terrorífica. Amaia observó unas marcas rosadas que aparecían alrededor de la boca y se extendían hasta casi la oreja derecha.

—¿De qué es esa mancha rosa que tiene en la cara?

La técnico tomó una muestra con un bastoncillo.

—En cuanto lo sepamos se lo digo, pero yo diría que es… —olisqueó el bastoncillo—
gloss
.

—¿Qué es
gloss
? —preguntó Zabalza.

—Pintalabios, subinspector, un pintalabios graso, brillante y con sabor a frutas —le aclaró Amaia.

A lo largo de su trayectoria como inspectora de homicidios había asistido a más autopsias de las que quería recordar, y consideraba que su cupo de «lo que debo demostrar por ser mujer» estaba más que cubierto. Por eso no se quedó a presenciar el resto. Cualquier patólogo forense que se precie reconocerá que las incisiones en forma de
y
griega de una autopsia son realmente brutales, que no hay ninguna cirugía que se practique a vivos de una magnificencia semejante, y aunque el proceso de abrir la cavidad, extraer y pesar los órganos no es agradable en absoluto, la parte técnica del proceso lograba en parte sustraerla del horror que suponía. Era cuando volvían a rellenar el cadáver y el ayudante cerraba la terrible herida que iba desde los hombros hasta la mitad del pecho, y desde allí hasta la pelvis rodeando el ombligo, cuando la evidencia de la brutalidad que suponía se hacía insoportable. Cuando el cadáver pertenecía a un niño pequeño o una chiquilla, como en aquel caso, era en ese momento cuando parecía más desvalido y violentado, más maltratado por las grandes puntadas con que lo cosían, como la cremallera en la piel de una muñeca de trapo que ya nunca sanaría.

9

Por el grado de luz calculó que debían de ser las siete de la mañana. Espabiló a Jonan, que dormía en el asiento trasero del coche tapado con su propio anorak.

—Buenos días, jefa. ¿Cómo ha ido? —dijo frotándose los ojos.

—Volvemos a Elizondo. ¿Te ha llamado Montes?

—No, creía que estaba con usted en la autopsia.

—No ha aparecido y no coge el teléfono, me salta el contestador —dijo ella visiblemente contrariada. El subinspector Zabalza, que había bajado a Pamplona en el mismo coche, se sentó atrás y carraspeó.

—Inspectora, bueno, yo no sé si debería meterme en esto, pero al menos para que no esté preocupada. Cuando salimos del barranco el inspector Montes me dijo que tendría que ir a cambiarse porque había quedado para cenar.

—¿Para cenar? —No pudo ocultar su sorpresa.

—Sí, me preguntó si yo iba a acompañarla hasta Pamplona para la autopsia, le dije que sí y me dijo que así se quedaba más tranquilo, que suponía que el subinspector Etxaide también bajaría y que así todo estaba bien.

—¿Que todo estaba bien? Sabía de sobra que debería estar aquí —dijo Amaia furiosa, aunque se arrepintió inmediatamente de haberse puesto en evidencia ante sus subordinados.

—Yo… lo lamento. Oyéndole hablar supuse que usted lo autorizaba.

—No se preocupe, ya hablaré con él.

A pesar de no haber dormido no tenía ni rastro de sueño. Los semblantes de las tres chicas miraban al vacío desde la superficie de la mesa. Tres rostros bien distintos aunque iguales en la muerte. Estudió con atención la ampliación que había solicitado de la imagen de Carla y de Ainhoa.

Montes entró silencioso trayendo dos cafés, colocó uno frente a Amaia y se sentó un poco alejado. Ella levantó un segundo la vista de las fotos y le dirigió una mirada penetrante que duró hasta que él bajó la suya. Había en la sala cinco policías más además de su equipo. Tomó las fotos y las deslizó hasta el centro de la mesa.

—Señores, ¿qué ven en estas fotos?

Todos los presentes se inclinaron sobre la mesa, expectantes.

—Voy a darles una pista.

Añadió a las otras la foto del rostro de Anne.

—Es Anne Arbizu, la chica que fue hallada anoche. ¿Ven los restos rosados que se extienden desde la boca hasta casi la oreja? Pues bien, son de pintalabios, un pintalabios rosa, graso y que da un aspecto húmedo a los labios. Miren de nuevo las fotos.

—Las otras chicas no llevan —observó Iriarte.

—Eso es, las otras chicas no llevan, y quiero saber por qué. Eran muy guapas, actuales, llevaban zapatos de tacón y bolsos, teléfonos móviles y perfume. ¿No es raro que no llevaran ni rastro de maquillaje? Casi todas las chicas de su edad comienzan a usarlo, por lo menos rímel y
gloss
.

Miró a sus compañeros, que la observaban, confusos.

—Lo de las pestañas y el brillo de labios —tradujo Jonan.

—Creo que a Anne la desmaquilló, de ahí que quedaran restos de
gloss
, y para quitarle lo que llevaba tuvo que usar un pañuelo y desmaquillante, o más probablemente toallitas desmaquilladoras; son parecidas a las que se usan para limpiar el culo a los bebés, pero con otra composición, aunque también pudo usar las de los críos. Y creo muy posible que lo hiciera en el río, allí había poca por no decir ninguna luz y aunque llevase una linterna no fue suficiente, porque con Anne el trabajo no quedó completo. Jonan y Montes, quiero que volváis al río y busquéis las toallitas; si las utilizó, y no se las llevó consigo, quizá las podamos encontrar por la zona. —No se le escapó el gesto con que Montes se miraba los zapatos, otro modelo, esta vez en marrón y evidentemente caros—. Subinspector Zabalza, hable por favor con las amigas de Ainhoa para saber si iba maquillada la noche del asesinato; no moleste a los padres con esto, además la chica era muy joven y a lo mejor los padres ni siquiera sabían si se maquillaba… Muchas adolescentes lo hacen fuera de casa y se lo quitan al volver. En el caso de Carla, estoy segura de que tenía que ir más pintada que una puerta. En todas las fotos que tenemos de ella viva aparece maquillada; y por añadidura era Nochevieja. Hasta mi tía Engrasi se pinta los labios en Nochevieja. A ver si tenemos algo para esta tarde. Todo el mundo aquí a las cuatro.

Primavera de 1989

Había días buenos, casi siempre domingos, el único día en que sus padres no trabajaban. Su madre horneaba en casa cruasanes crujientes y pan con pasas, que dejaban en toda la casa un aroma dulce y rico que perduraba durante horas. Su padre entraba despacio en la habitación, abría las contraventanas que daban al monte y salía sin decirles nada, dejando que fuera el sol el que las despertase con sus caricias, insólitamente cálidas para las mañanas de invierno. Ya despiertas, permanecían en la cama escuchando la charla amena de sus padres en la cocina y disfrutando de la sensación de la cama limpia, el sol templando la ropa, los haces dibujando caprichosos senderos de polvo en suspensión. A veces incluso, antes de desayunar, su madre ponía en el tocadiscos del salón uno de aquellos viejos discos suyos, y las voces de Machín o de Nat King Cole invadían la casa con sus boleros y sus chachachás. Entonces su padre tomaba a su madre por la cintura y bailaban unidos, con las caras muy juntas y las manos entrelazadas, girando y girando por todo el salón sorteando los pesados muebles encerados a mano y las alfombras que alguien había tejido en Bagdad. Las niñas salían de sus camas descalzas y soñolientas, y se sentaban en el sofá para verlos bailar mientras sonreían un poco avergonzadas, como si en lugar de verles bailar les hubieran sorprendido en un acto más íntimo. Ros siempre era la primera en abrazarse a las piernas de su padre para unirse al baile; después iba Flora, que se agarraba a la madre, y Amaia sonreía desde el sofá, divertida por la torpeza del grupo de bailarines que daban vueltas canturreando los boleros. Ella no bailaba, porque quería seguir viéndolos, porque quería que aquel ritual durase un poco más, y porque sabía que si se levantaba y se unía al grupo el baile cesaría de inmediato en cuanto rozase a su madre, que lo dejaría con una disculpa absurda, como que estaba ya cansada, que ya no le apetecía bailar más o que tenía que ir a ver el pan que se cocía en el horno. Cuando eso ocurría, el padre la miraba desolado y bailaba un rato más con la niña, intentando compensar el agravio, hasta que cinco minutos más tarde su madre volvía al salón y apagaba el tocadiscos aduciendo que le dolía la cabeza.

10

Tras dormir una breve siesta, de la que despertó desorientada y aturdida, Amaia se sintió peor que por la mañana. Se dio una ducha, leyó la nota que James le había dejado y se sintió un poco molesta por que él no estuviera en casa. Aunque nunca se lo diría, secretamente prefería que él estuviera cerca mientras dormía, como si su presencia pudiera tranquilizar su espíritu. Se sentiría ridícula si tuviese que expresar en voz alta la sensación que le producía despertar en la casa solitaria y el deseo de que él hubiera estado allí mientras ella dormía. No necesitaba que se tendiese a su lado, no quería que la cogiese de la mano; y no era suficiente que él estuviera allí cuando despertaba. Necesitaba su presencia mientras dormía. A menudo, cuando trabajaba de noche y debía dormir por la mañana, lo hacía en el sofá si James no estaba en casa. Allí no conseguía el mismo nivel de sueño profundo que en la cama, pero lo prefería, porque sabía que si se acostaba en la cama le sería imposible dormir. Y daba igual que él saliese cuando ella ya estaba dormida: aunque no oyese la puerta, de pronto advertía su ausencia como si le faltase el aire y al despertar sabía con certeza que él no estaba en casa. «Quiero que estés en casa mientras duermo.» El pensamiento era claro y el razonamiento absurdo, por eso no podía decirlo, decirle que se despertaba cuando él salía, que sentía su presencia en la casa como si lo detectase con un sónar y que se sentía secretamente abandonada cuando despertaba y descubría que él había dejado su puesto a su lado para salir a comprar el pan.

Tres cafés después, ya en comisaría, no consiguió sentirse mucho mejor. Sentada tras la mesa de Iriarte, observó con deleite las huellas de la vida de aquel hombre. Los niños rubios, la esposa joven, los calendarios de vírgenes, las plantas bien cuidadas que crecían cerca de las ventanas…, incluso tenía platillos de barro bajo los tiestos para recoger el agua sobrante.

—¿Se puede, jefa? Me ha dicho Jonan que quería verme.

—Pase, Montes, y no me llame jefa. Siéntese, por favor.

Él se acomodó en la silla de enfrente y la miró formando un leve puchero con los labios.

—Montes, me decepcionó que no asistiera a la autopsia, me preocupó no saber por qué no llegaba y me enfadó mucho tener que enterarme por otra persona de que no vendría porque se iba de cena. Creo que al menos podía haberme ahorrado el bochorno de pasarme la noche preguntando por usted, perdiendo el tiempo en llamadas que no contestó, para que al fin tuviera que ser Zabalza quien me dijera lo que pasaba.

Montes la miraba impasible. Ella prosiguió.

—Fermín, formamos un equipo, los necesito a todos y cada uno en su sitio todo el tiempo, si quería irse yo no se lo hubiera impedido; sólo digo que con lo que tenemos encima creo que por lo menos podía haberme llamado por teléfono, habérselo dicho a Jonan o yo qué sé, pero desde luego no puede esfumarse sin dar ninguna explicación. Ahora, con una niña más asesinada, le necesito a mi lado constantemente. Bueno, espero que al menos haya valido la pena —sonrió y le miró en silencio esperando una respuesta, pero él continuó mirándola como sin verla, con un gesto que había mutado del puchero infantil al desprecio—. Fermín, ¿es que no piensa decir nada?

—Montes —dijo él de golpe—. Inspector Montes para usted, no olvide que aunque ahora está al mando de esta investigación está hablando con un igual. Yo no tengo por qué darle explicaciones a Jonan, que es un subordinado, y avisé al subinspector Zabalza, mi responsabilidad termina ahí. —Sus ojos se entrecerraban por la indignación que sentía—. Por supuesto que usted no me habría impedido ir a la cena, no es quién, aunque últimamente se lo crea. El inspector Montes ya llevaba seis años en homicidios cuando usted entró en la academia, jefa, y lo que le jode es haber quedado como una inepta ante Zabalza. —Se repantingó en el asiento y mantuvo su mirada retándola. Amaia lo miró apenada.

—El único que ha quedado como un inepto ha sido usted, un inepto y un mal policía, ¡por Dios! Acabábamos de hallar el tercer cadáver de una serie, no tenemos nada aún y usted se va de cena. Creo que está resentido conmigo porque el comisario me asignó el caso, pero tiene que entender que en esta decisión yo estaba al margen, que lo que debe ocuparnos ahora es resolver este caso cuanto antes —suavizó un poco el tono y miró a Montes a los ojos tratando de ganarse su apoyo—. Creí que éramos amigos, Fermín, yo me habría alegrado por usted, creí que usted me apreciaba, creí que tendría por su parte toda la colaboración posible…

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