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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (22 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Buenos días —susurró Amaia.

—Buenos días, te he traído un café. —Sonrió él.

Tomarse un café en la cama era una costumbre que tenía desde sus tiempos de estudiante cuando vivía en Pamplona en un viejo piso sin calefacción. Se levantaba a prepararse el café y se lo llevaba a la cama para disfrutarlo bajo las mantas, y sólo cuando ya había entrado en calor y se sentía suficientemente despierta salía de entre las sábanas para vestirse con prisas. James nunca desayunaba en la cama, pero había alimentado su costumbre despertándola cada día con un café.

—¿Qué hora es? —preguntó ella intentando alcanzar su móvil, que reposaba sobre la mesilla.

—Las siete y media. Tranquila, tienes tiempo.

—Quiero ver a Ros antes de que se vaya a trabajar.

James hizo un gesto de contrariedad.

—Acaba de salir para el trabajo.

—Joder, era importante. Quería…

—Quizá sea mejor así. La he visto tranquila, pero creo que es mejor que dejes pasar unas horas, que le des tiempo a calmarse. Esta noche podrás verla, y estoy seguro de que para entonces las aguas ya habrán vuelto a su cauce.

—Tienes razón —admitió Amaia—, pero ya sabes cómo soy, me gusta solucionar las cosas cuanto antes.

—Pues de momento tómate ese café y soluciona a este marido que tienes abandonado.

Ella dejó el vaso sobre la mesilla y tiró de la mano de James hasta tenerlo encima.

—¡Eso está hecho!

Y lo besó apasionadamente. Adoraba sus besos, la forma que tenía de acercarse a ella mirándola a los ojos y sabiendo con certeza que harían el amor en cuanto la rozara. Primero buscaba sus manos, las tomaba entre las suyas y las guiaba hasta depositarlas sobre su pecho o su cintura. Después su mirada recorría el camino que más tarde harían sus labios, de sus ojos a su boca, y cuando al fin la besaba sus labios la elevaban por encima del suelo. Cuando James la besaba, percibía la pasión y la fuerza contenida de un titán, pero además sentía la ternura y el respeto del que besa a quien ama. Pensaba que ningún hombre en la tierra besaba así, que los besos de James respondían a un patrón de correspondencia tan antiguo como el mundo, que hacía que los amantes se buscaran y se encontrasen siempre. James le pertenecía a ella y ella le pertenecía a él, y eso era un designio forjado mucho tiempo antes de ser siquiera una sombra de vida. Y sus besos eran el anticipo de lo que el sexo traería después. James la amaba de un modo delicioso, el sexo con él era un baile, una danza para dos bailarines en la que ninguno de los dos tenía más relevancia que el otro. James recorría su cuerpo arrebatado de pasión, pero sin prisas ni atropello. Conquistando cada centímetro de su carne con manos hábiles y besos febriles que depositaba en su piel haciéndola estremecerse. Él conquistaba y se adueñaba de unos dominios de los que era rey por derecho, pero a los que siempre regresaba con la misma reverencia de la primera vez. La dejaba ser ella, la elevaba junto a él sin dirigirla ni obligarla. Y ella sentía que nada más importaba. Sólo ellos dos.

Desnudos y exhaustos, James la miró fijamente. Estudiaba su rostro con suma dulzura, intentando hallar una pista de su inquietud. Ella le sonrió y él le devolvió una sonrisa en la que Amaia detectó una nota de preocupación sorprendente en él, que era de natural confiado, con ese carácter un poco infantil propio de los norteamericanos cuando están fuera de su país.

—¿Estás bien?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien, aunque tengo un poco de frío —se quejó ella, mimosa.

Él se incorporó un poco, alcanzó el edredón, que había resbalado hasta el suelo, y cubrió a Amaia abrazándola contra su pecho. Dejó pasar unos segundos reconfortándose en la respiración de ella contra su piel.

—Amaia, ayer…

—No te preocupes, amor, no fue nada, solo estrés.

—No, amor, te he visto otras veces saturada por un caso, y esta vez es distinto. Luego está el tema de las pesadillas… Son ya demasiadas noches. Y lo que me dijiste ayer, cuando te encontré frente al obrador.

Ella se incorporó para mirarle a los ojos.

—James, te juro que no tienes por qué preocuparte, no me pasa nada. Es un caso difícil, Fermín con su actitud, y esas niñas muertas. Estrés, y nada más, nada a lo que no me haya enfrentado antes. —Depositó un breve beso en sus labios y salió de la cama.

—Amaia, hay otra cosa, ayer llamé a la clínica Lenox para cambiaros la cita de esta semana y me dijeron que ya habías llamado tú para cancelar el tratamiento.

Ella le miró sin responder.

—Me debes una explicación, creía que estábamos de acuerdo en iniciar el tratamiento de fertilidad.

—¿Ves?, a esto es a lo que me refiero, ¿de verdad crees que puedo pensar en eso ahora? Acabo de decirte que estoy estresada, y tú no contribuyes a que esto mejore.

—Lo siento, Amaia, pero no voy a ceder, es algo que me importa mucho, algo que creí que a ti también te importaba y creo que al menos deberías decirme si piensas someterte al tratamiento o no.

—No lo sé, James…

—Creo que lo sabes, si no ¿por qué has cancelado el tratamiento?

Ella se sentó en la cama y comenzó a trazar con el dedo círculos invisibles sobre la colcha; sin atreverse a mirarle contestó:

—No puedo darte una respuesta ahora, creía que estaba segura, pero en los últimos días las dudas han ido aumentando hasta el punto de que ya no estoy segura de querer tener un hijo así.

—¿Así, te refieres a usar técnicas de fecundación o a nosotros?

—James, no me hagas esto, no pasa nada malo entre nosotros —rebatió, alarmada.

—Me mientes, Amaia, y me ocultas cosas, cancelas el tratamiento sin contar conmigo, como si el hijo lo fueras a tener tú sola, y dices que no nos pasa nada.

Amaia se incorporó y se dirigió al baño.

—Ahora no es buen momento, James, tengo que irme.

—Ayer me llamaron mis padres, te mandan recuerdos —dijo mientras ella cerraba la puerta del baño.

Los señores Westford, los padres de James, parecían haber emprendido una campaña de consigue un nieto o muere en el intento. Recordaba que en el día de su boda su suegro la había obsequiado con un brindis en el que le pedía nietos cuanto antes, y cuando tras varios años de matrimonio los niños no llegaron, la abierta actitud de sus suegros hacia ella se había tornado en una especie de velado reproche que imaginaba que con James no sería tan velado.

James permaneció tendido mirando fijamente a la puerta del baño mientras escuchaba correr el agua, mientras se preguntaba qué demonios les estaba pasando.

25

James Westford llevaba seis meses viviendo en Pamplona cuando conoció a Amaia. Ella era entonces una joven policía en prácticas que había acudido a la galería donde él iba a exponer para informar al propietario de que se estaban produciendo pequeños hurtos en la zona. Él la recordaba vestida de uniforme, de pie junto a su compañero, observando embelesada una de sus esculturas. James, agachado sobre una caja, luchaba con los embalajes que cubrían aún las obras que expondría. Se incorporó sin dejar de mirarla, y sin pensarlo se acercó hasta ella y le tendió uno de los trípticos que la galería había preparado para la presentación. Amaia tomó el papel sin sonreír y le dio las gracias sin prestarle más atención. Se sintió frustrado al comprobar que no lo leía, ni siquiera lo hojeó, y cuando salieron del local observó cómo lo dejaba en una mesa junto a la entrada. Volvió a verla el sábado siguiente en la inauguración de la exposición. Llevaba un vestido negro y el cabello peinado hacia atrás y suelto; al principio no había estado seguro de que fuese la misma chica, pero entonces ella se había acercado hasta la misma escultura de la vez anterior y señalándola le había dicho:

—Desde que la vi el otro día no he podido sacarme esta imagen de la cabeza.

—Entonces te pasa como a mí, desde que te vi el otro día no he podido sacarme tu imagen de la cabeza.

Ella le había mirado sonriendo.

—Vaya, eres ingenioso y hábil con las manos, ¿qué más sabes hacer bien?

Cuando se cerró la galería pasearon por las calles de Pamplona durante horas hablando sin parar de sus vidas, de sus trabajos. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando comenzó a llover. Intentaron alcanzar una calle cercana, pero la intensidad de la lluvia les obligó a guarecerse bajo el estrecho alero de una casa. Amaia se estremeció bajo su fino vestido y él, muy caballeroso, le ofreció su cazadora. Envuelta en la prenda, aspiró el aroma que emanaba de ella mientras la lluvia arreciaba obligándoles a retroceder hasta pegarse a la pared. Él la miró sonriendo con cara de circunstancias y ella, que temblaba aterida, se acercó a él hasta rozarlo.

—¿Puedes abrazarme? —pidió mirándole a los ojos.

Él la atrajo contra su cuerpo y la abrazó. De pronto Amaia comenzó a reírse. Él la miró, sorprendido.

—¿De qué te ríes?

—Oh, de nada, estaba pensando que ha tenido que caer un diluvio para que me abraces. Me pregunto ahora qué tendrá que pasar para que me beses.

—Amaia, todo lo que quieras de mí sólo tienes que pedirlo.

—Entonces bésame.

26

A través de los amplios ventanales de la nueva comisaría, el día amenazaba con no llegar a serlo. El nivel de luz, muy bajo, y la fina lluvia que no había dejado de caer desde la noche anterior, contribuían a oscurecer los campos y los árboles, en su mayoría desnudos por efecto de aquel invierno que ya empezaba a eternizarse. Amaia miró por la ventana mientras sostenía el vaso de café entre sus manos, entumecidas por el frío, y se preguntó una vez más por Montes. Su nivel de insubordinación y chulería había alcanzado límites insospechados. Sabía que de vez en cuando se pasaba por comisaría y charlaba con el subinspector Zabalza o con Iriarte, pero hacía ya dos días que no contestaba a sus llamadas y ni siquiera se le cruzaba por delante. Había acudido a regañadientes al careo con Ros y después había estado en el Registro, pero esta mañana no se había presentado a la reunión. Se dijo una vez más que tendría que hacer algo al respecto, pero odiaba la sola idea de presentar una queja contra Fermín.

No entendía bien lo que estaba pasando por su cabeza. Habían sido compañeros durante los dos últimos años, e incluso quizás amigos en el último, cuando Fermín le confesó que su esposa le había abandonado por un hombre más joven. Ella lo había escuchado en silencio con los ojos bajos, resuelta a no mirarle a la cara, pues sabía que un hombre como Montes no estaba compartiendo su desgracia: se estaba confesando. Como en un acto de contrición, enumeraba sus fallos y las razones de ella para dejarle, para no amarle. Escuchó sin decir ni una palabra, y como absolución le tendió un pañuelo de papel mientras se volvía para no ver sus lágrimas, tan incongruentes en un hombre como él. Siguió los pormenores de su divorcio y lo acompañó en unos cuantos vinos y cervezas cargados de veneno contra su ex esposa. Le había invitado a comer a casa los domingos y, a pesar de su reticencia inicial, había hecho buenas migas con James. Había sido un buen policía, quizás un poco anticuado, pero dotado de buen instinto y perspicacia. Y un buen compañero, que siempre se había mostrado respetuoso y conciliador frente a las actitudes machistas de otros policías; por eso le resultaba tan raro ese repentino ataque de celos de macho alfa destronado. Se volvió hacia la mesa y el panel donde aparecían las fotos de las chicas. De momento tenía asuntos más importantes de qué ocuparse.

A primera hora de la mañana había mantenido una reunión con los de la brigada de delitos contra menores, pues dos de las víctimas no alcanzaban la mayoría de edad. Enseguida había llegado a la conclusión de que no eran los típicos delitos contra menores, y que los perfiles de víctimas y agresores quedaban muy lejos del tipo de asesinatos a los que se enfrentaban. El perfil criminológico del basajaun resultaba sobrecogedor por la evidencia de su comportamiento casi de manual. Amaia recordaba su estancia en el curso sobre perfiles criminales con el FBI y lo que allí aprendió, entre otras cosas que la parafernalia psicosexual que muchos asesinos en serie montaban en torno al cadáver indicaba su deseo de personalizarlos para establecer un vínculo entre ellos y sus víctimas que de otro modo no existiría. Había lógica en sus actos, no se evidenciaba trastorno mental alguno. Los crímenes estaban perfectamente planificados y premeditados, hasta el punto de que el asesino era capaz de reproducir una y otra vez el mismo crimen en diferentes víctimas. No era espontáneo, no cometía errores chapuceros de oportunista eligiendo víctimas al azar o según las brindaba la oportunidad. Matarlas sólo era un paso más de los muchos que debía dar para completar su puesta en escena, su plan maestro, su fantasía psicosexual, que se veía arrastrado a repetir una y otra vez sin que su sed se calmara jamás, sin que sus expectativas se colmaran. Debía personalizar a sus víctimas para hacerlas formar parte de su mundo, para vincularse con ellas y así hacerlas suyas mucho más allá de la mera posesión sexual.

Su modus operandi ponía de manifiesto una inteligencia despierta, por el cuidado que ponía en proteger su identidad, en tener el tiempo necesario para consumar el crimen, facilitar su huida y dejar su firma, la señal inequívoca que le distinguía sin lugar a ninguna duda. El basajaun elegía víctimas de bajo riesgo. No eran prostitutas, ni drogadictas dispuestas a acompañar a cualquiera. Y aunque quizás a primera vista las adolescentes pudieran parecer vulnerables, lo cierto es que las chicas de hoy en día saben cuidarse bastante bien. Conocen los riesgos en cuanto a agresiones y violaciones, y se mueven en grupos de amigos bastante cerrados, con lo que es poco probable que una chica acceda a acompañar a un desconocido. Se daba la circunstancia de que Elizondo era un pueblo pequeño, y como en todos los pueblos pequeños la mayoría de gente se conoce. Amaia estaba segura de que el basajaunue tan conocía a sus víctimas, de que muy probablemente era un hombre adulto y de que debía de disponer de un vehículo con el que transportar a sus víctimas y huir en plena noche, vehículo que probablemente utilizaba también para captarlas. En los pueblos era frecuente que los vecinos se detuvieran en la parada del autobús cuando veían a alguien esperando y se ofreciesen a llevarlo, por lo menos hasta el siguiente pueblo. Carla se había quedado sola en el monte cuando discutió con su novio y Ainhoa había perdido el autobús hasta el pueblo de al lado; si estaba cerca de la parada, y teniendo en cuenta que estaría bastante nerviosa y preocupada por la reacción de sus padres, cobraba fuerza la posibilidad de que hubiera accedido a subir al coche de un conocido, alguien de mediana edad, alguien fiable, alguien que conocía de toda la vida.

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