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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (18 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Víctor, no quería molestarte…

—No te preocupes, Amaia, soy alcohólico, es algo que me ha costado admitir, pero forma parte de mí y vivo con ello. Soy como un diabético, aunque en lugar de no volver a comer tarta me he quedado sin tu hermana.

—¿Qué tal te va? Me ha dicho la tía que estás en el caserío de tus padres…

—Me va bien; aparte del caserío, y con muy buen criterio, mi madre me dejó una paga mensual que me permite vivir. Voy a las reuniones de alcohólicos anónimos a Irún, restauro motos… No me quejo.

—¿Y con Flora?

—Bueno… —Sonrió mirando hacia la puerta del almacén—. Ya la conoces, como siempre.

—Pero…

—No nos hemos divorciado, Amaia, ella no quiere ni oír la mención, y yo tampoco, aunque supongo que por distintas razones.

Se fijó en Víctor, con su camisa azul recién planchada, afeitado, oliendo levemente a colonia y apoyado en su moto… Le recordó al novio que fue una vez, y tuvo la certeza de que aún amaba a Flora, de que nunca había dejado de amarla, a pesar de todo. Esa certeza la desconcertó, y sintió de inmediato una oleada de afecto hacia su cuñado.

—La verdad es que le puse las cosas bastante difíciles, no imaginas lo que te lleva a hacer el alcohol.

«Mejor di que no sabes hasta dónde te puede llevar vivir veinte años con la bruja del oeste —pensó Amaia—. Seguro que acabar empinando el codo le pareció lo más leve para poder aguantarla.»

—¿Por qué vas a las reuniones a Irún?, ¿no hay ninguna más cerca?

—Sí, en el local parroquial, creo que los jueves, pero aquí prefiero seguir siendo el borracho conocido.

Primavera de 1989

Era sin lugar a dudas la cartera escolar más fea que había visto jamás, de color verde oscuro y con unas hebillas marrones que hacía años que nadie llevaba. No la tocó, al menos no ese día. Por suerte el curso estaba a punto de terminar y no tendría que usarla hasta septiembre. Eso pensó. Pero ese día no la tocó. Se quedó en silencio mirando aquel horror apoyado sobre una silla de la cocina y sin darse cuenta elevó una mano y la pasó por el cortísimo cabello que a duras penas había igualado su tía, como si entendiese a un nivel muy básico que las ofensas estaban relacionadas. Los ojos se le llenaron de lágrimas de niña en su cumpleaños, lágrimas de pura decepción. Sus dos hermanas la miraban con ojos como platos medio ocultas por los grandes tazones de leche humeante. Ninguna dijo nada, aunque a veces, cuando Rosario la reñía, Rosaura lloraba en silencio.

—¿Se puede saber qué te pasa ahora? —preguntó su madre impacientándose.

Quiso decir muchas cosas. Que era un regalo horrible, que ya sabía que no tendría el peto vaquero, pero que no esperaba algo así. Que algunos regalos estaban pensados para deshonrar, para humillar y para herir, y ésa era una lección que una niña no debería aprender en su noveno cumpleaños. Amaia lo supo mientras miraba desolada aquel espanto sin poder contener sus lágrimas. Alcanzaba a entender que aquella horrible cartera no era el fruto de la dejadez ni de la prisa de última hora por encontrar un regalo, del mismo modo que no respondía a una necesidad. Tenía una bandolera de lona en la que portaba sus libros que estaba en perfecto estado. No. Había sido pensado y elegido con sumo cuidado para causar el efecto deseado. Un éxito rotundo.

—¿No te gusta? —inquirió su madre.

Quiso decir tantas cosas, cosas que sabía, que presentía y que en su mente de niña ni siquiera acertaba a ordenar. Sólo musitó:

—Es de chico.

Rosario sonrió con un aire condescendiente que evidenciaba cuánto estaba disfrutando con aquello.

—No digas tonterías, estas cosas son indistintas para niños y niñas.

Amaia no contestó, se volvió muy despacio y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas?

—Me voy a casa de la tía.

—De eso nada —dijo irritada de pronto—. ¿Qué te crees, desprecias el regalo que te hacen tus padres y ahora quieres irle con el cuento a tu tía la
sorgiña
? ¿Quieres que te adivine el futuro? ¿Quieres saber cuándo vas a tener unos pantalones de peto como los de tus amigos? De eso nada, si quieres largarte de aquí vete a ayudar a tu padre en el obrador.

Amaia siguió caminando hacia la puerta sin atreverse a mirarla.

—Antes de irte lleva tu regalo a tu habitación.

Amaia siguió caminando sin volverse, apuró el paso y aún la oyó llamarla un par de veces antes de alcanzar la calle.

El obrador la recibió con el dulzón aroma de la esencia de anís. Su padre acarreaba sacos de harina que depositaba junto a la artesa en la que después los volcaría. Reparó de pronto en su presencia y avanzó hacia ella, sacudiéndose la harina del delantal antes de abrazarla.

—¿Pero qué carita traes?


Ama
me ha dado el regalo —gimió ella sepultando su rostro en el pecho de su padre y ahogando así sus palabras.

—Venga, vamos, ya pasó —la consoló acariciando la cabeza rala donde antes estuvo su precioso cabello—. Venga —dijo apartándola lo suficiente como para verle la cara—, deja de llorar y ve a lavarte esa carita. Yo aún no te he dado mi regalo.

Amaia se lavó la cara en la pila que había junto a la mesa sin dejar de mirar a su padre, que sostenía en la mano un sobre sepia en el que estaba escrito su nombre. Contenía un billete nuevo de cinco mil pesetas. La niña se mordió el labio y miró a su padre.


Ama
me lo quitará —dijo preocupada— y te reñirá —añadió.

—Ya lo he pensado, por eso dentro del sobre hay otra cosa.

Amaia atisbó en el fondo y vio que contenía una llave. Miró a su padre interrogándole. Él tomó el sobre y lo vació sobre su mano.

—Es una llave del obrador. He pensado que puedes guardar aquí el dinero y cuando necesites una parte puedes entrar con tu llave mientras la
ama
está en casa. Ya he hablado con la tía y ella te comprará el pantalón que quieres en Pamplona, pero este dinero es para ti, para que tú te compres lo que quieras; procura ser discreta y no te lo gastes todo de golpe o tu madre se dará cuenta.

Amaia miró a su alrededor saboreando de antemano la libertad y el privilegio que suponía tener la llave. El padre pasó un trozo de fino cordel por el agujero de la llave, lo anudó y quemó con un mechero los extremos de la cuerda para evitar que se deshilachase antes de colgárselo en el cuello a su hija.

—Que no te la vea la
ama
, pero si te la ve, di que es de casa de la tía. Asegúrate de cerrar bien al salir y no habrá problema. Puedes guardar el sobre tras esas garrafas de esencia, hace años que no las tocamos para nada.

En los días que siguieron, Amaia acumuló en su cartera escolar los pequeños tesoros que iba comprando con su dinero, casi todo artículos de papelería. Una agenda en cuya tapa se veía un bellísimo Pierrot sentado sobre una luna menguante; un bolígrafo con estampado de flores y tinta perfumada de rosas; un estuche de tela que imitaba la parte superior de un pantalón con sus bolsillos y cremalleras, y un cuño con forma de corazón con tres cajitas de tinta de distintos colores.

19

A las cuatro de la tarde, el padre de Anne les recibió en un salón tan limpio como atestado de fotos de la chica. A pesar del leve temblor en las manos con el que sirvió el café, se mostraba sereno y controlado.

—Tendrán que disculpar a mi mujer, se ha tomado un tranquilizante y está acostada, pero si es preciso…

—No se preocupe, sólo queremos hacerle unas preguntas sencillas; a menos que usted lo estime oportuno creo que no será necesario molestarla —dijo Iriarte con una nota de emoción en la voz que a Amaia no le pasó desapercibida. Recordó el modo en que le había afectado reconocer a Anne en el río. El padre de Anne sonrió de una forma que Amaia había visto en muchas ocasiones: era un hombre vencido.

—¿Se encuentra mejor? Le vi en el cementerio…

—Sí, gracias, fue la tensión, el médico me ha dicho que tome estas pastillas —dijo señalando una cajita— y que no tome café. —Sonrió de nuevo mirando las humeantes tazas sobre la mesita.

Amaia se tomó unos segundos para mirar fijamente al hombre y calibrar su dolor; después preguntó:

—¿Qué puede decirnos de Anne, señor Arbizu?

—Sólo cosas buenas. Quería decirles que no tuvimos a Anne biológicamente. —Amaia se percató de que evitaba decir las palabras «No era nuestra hija».

—Desde el día en que la trajimos a casa todo fue felicidad… Era preciosa, mire —y extrajo de debajo de un cojín un portafotos que mostraba a un bebé rubito y sonriente. Amaia supuso que había estado mirándola hasta que ellos habían llegado y que la había cubierto con el cojín obedeciendo a una orden inconsciente. Observó la foto y se la mostró a Iriarte, que susurró:

—Preciosa. —Y le devolvió el retrato, que él volvió a cubrir con el cojín.

—Sacaba muy buenas notas, pregunte a sus profesores, es…, era muy lista, mucho más que nosotros, y muy buena, nunca nos dio un disgusto. No bebía ni fumaba, como otras chicas de su edad, y no tenía novio, decía que con los estudios no tenía tiempo para esas cosas.

Se detuvo y bajó la mirada hasta sus manos vacías. Permaneció así durante unos segundos, como alguien que ha sido expoliado y no comprende dónde está aquello que tenía entre sus brazos tan sólo un instante antes.

—Era la hija que cualquiera habría querido tener… —musitaba casi para sí.

—Señor Arbizu —interrumpió Amaia, y él la miró como si acabase de despertar de un largo letargo—. ¿Nos permitiría ver la habitación de su hija?

—Claro.

Recorrieron juntos el pasillo, en el que a un lado y a otro colgaban más fotos de Anne, fotos de la comunión, en el colegio con tres o cuatro años, vestida de vaquera con siete; ante cada una el padre se detenía a contarles alguna anécdota. El dormitorio aparecía algo revuelto por Jonan y el equipo que había venido a llevarse su ordenador y sus diarios. Amaia dio un vistazo general. Colores rosas y violetas en una habitación por lo demás bastante clásica. Muebles de buena calidad en color crema. Una colcha edredón con motivos florales que se repetían en las cortinas y estanterías en las que se veían más peluches que libros. Se acercó y ojeó los títulos. Matemáticas, ajedrez y astronomía mezclados con novelas románticas; se volvió sorprendida hacia Iriarte, que entendiendo la pregunta no formulada contestó:

—Está recogido en el informe, incluida la lista de títulos.

—Ya le he dicho que mi Anne era muy lista —apuntó torpemente el padre desde la entrada de la habitación, donde se había detenido a mirar el interior del dormitorio con un gesto en la boca que Amaia sabía que iba destinado a contener el llanto.

Dio un último vistazo al interior del armario ropero. La ropa que una buena madre cristiana le compraría a su hija adolescente. Cerró las puertas y salió de la habitación precedida por Iriarte. El hombre les acompañó hasta la puerta.

—Señor Arbizu, ¿hay alguna posibilidad de que Anne les hubiera ocultado algo, de que tuviera secretos importantes o amistades que ustedes desconociesen?

El padre negó categóricamente.

—Es imposible. Anne nos lo contaba todo, conocíamos a todos sus amigos, teníamos muy buena comunicación.

Cuando bajaban, la madre de Anne les abordó en la escalera. Amaia supuso que les había esperado sentada allí, en los escalones que separaban la entrada principal de la planta. Llevaba una bata marrón de hombre sobre un pijama azul también de hombre.

—Amaia… Perdón, inspectora, ¿te acuerdas de mí? Yo conocía a tu madre, mi hermana mayor y ella eran amigas, igual no te acuerdas. —Mientras hablaba se retorcía las manos una dentro de otra de un modo tan atroz que Amaia no podía dejar de mirarlas, como si fueran dos criaturas heridas buscando un cobijo imposible.

—La recuerdo —dijo tendiéndole la mano.

De pronto, sin que ninguno de los presentes hubiera advertido su intención, se arrodilló frente a Amaia y sus manos, aquellas manos heridas de vacío, atenazaron las de ella con una fuerza que parecía imposible en aquella frágil mujer. Elevó los ojos y suplicó:

—Coge al monstruo que ha matado a mi princesa, a mi niñita maravillosa. Me la ha matado y no puede haber paz para él.

El marido gimió.

—Oh, por Dios, ¿qué haces, cariño?

Bajó corriendo las escaleras y trató de abrazar a su mujer. Iriarte la levantó cogiéndola por las axilas, pero aun así no soltó las manos de Amaia.

—Yo sé que es un hombre, porque he visto muchas veces cómo miraban los hombres a mi Anne, como los lobos, con codicia y hambre feroz… Una madre puede ver eso, lo distingue claramente, y yo veía cómo codiciaban su cuerpo, su rostro, su boca maravillosa, ¿la has visto, inspectora? Era un ángel. Tan perfecta que no parecía de verdad.

El marido la miraba a los ojos llorando en silencio, y Amaia vio cómo Iriarte tragaba saliva y tomaba aire lentamente.

—Recuerdo el día en que fui madre, el día en que me la entregaron y la cogí en mis brazos. Yo no podía tener hijos, las criaturas morían en mi vientre en las primeras semanas de gestación, los abortos me sobrevenían súbitamente, enteros y sin residuos, naturales los llaman, como si pudiera haber algo de natural en el hecho de que tus hijos se te mueran dentro. Tuve cinco abortos antes de ir a buscar a Anne, y para entonces yo ya había perdido cualquier tipo de ilusión por ser madre, ya no quería…, no quería volver a pasar de nuevo por aquello y era incapaz de imaginarme a mí misma sosteniendo en las manos algo más que uno de aquellos saquitos sanguinolentos que eran todo lo que podía llegar a gestar. El día que traje a Anne a casa no podía dejar de temblar, tanto que mi marido pensó que la niña se me caería de los brazos. ¿Te acuerdas? —dijo mirándole. Él asintió en silencio—. Por el camino, mientras veníamos en el coche, no había podido apartar los ojos de su rostro perfecto, era tan bella que parecía irreal. Cuando entramos la puse sobre mi cama y la desnudé completamente, en el informe ponía que era una niña sana, pero yo estaba segura de que tendría algún defecto, una tara, una horrible mancha, algo que afeara su perfección. Inspeccioné su cuerpecillo y sólo pude maravillarme ante lo que veía, producía una extraña sensación, como de estar viendo una estatua de mármol. —Amaia recordó el cuerpo inerte de la chica, que le había recordado a una madona, perfecta en su blancura—. Pasé los días siguientes observándola maravillada, cuando la tomaba en los brazos me sentía tan agradecida que rompía a llorar de pura angustia y felicidad. Y entonces, en el transcurso de esos días mágicos, quedé de nuevo embarazada, y cuando lo descubrí apenas me importó, ¿sabe?, porque yo ya era madre, parí desde el corazón y gesté a mi hija entre mis brazos, y quizá por eso, porque gestar a un hijo ya no era el objetivo de mi vida, el embarazo prosperó. No se lo contamos a nadie, ya no lo hacíamos. Después de tantas decepciones habíamos aprendido a mantenerlo en secreto. Pero esta vez el embarazo siguió progresando, llegué al quinto mes; la barriga era más que evidente y la gente comenzó a hablar. Anne tenía casi el mismo tiempo que la criatura que llevaba dentro, unos seis meses, y estaba preciosa, el pelo rubio ya le cubría la cabeza y se le ondulaba en las sienes, y sus ojos azules, con esas largas pestañas, le iluminaban el rostro, que seguía inmaculado. La llevaba en el carrito con un vestidito azul que todavía guardo y sentía tanto orgullo cuando se inclinaban a mirarla que casi rayaba en la euforia. Una de mis cuñadas se acercó a mí y me besó. Felicidades, me dijo, ves lo que son las cosas, sólo necesitabas relajarte para quedarte embarazada, y ahora por fin vas a tener un hijo de tu misma sangre. Me quedé helada. «Los hijos no son de sangre, son de amor», le dije casi temblando. Me respondió: «Ya, ya, si ya te entiendo, recoger a un niño de la inclusa es muy generoso y todo eso, pero si tú llegas a saber esto —dijo tocándome la tripa—,
pa
rato la traes». Volví a casa mareada y asqueada, cogí a mi hija en los brazos y la apreté contra mi pecho mientras la angustia y el pánico iban en aumento y una sensación ardiente se extendía por mi vientre en el lugar donde aquella bruja me había tocado. Esa misma noche desperté bañada en sudor y aterrada con la certeza de saber que mi hijo se estaba rompiendo en mi interior. Sentía cómo se rompían las finas amarras que lo habían unido a mí y mientras el dolor crecía sentí una fuerza poderosa que me arrasaba por dentro inmovilizándome hasta el punto de que fui incapaz de extender la mano hasta mi esposo, que dormía a mi lado, ni de emitir más que mudos jadeos hasta que el líquido ardiente comenzó a derramarse entre mis piernas. El médico me mostró la criatura, un varón de rostro morado formadito y transparente en algunos sitios. Me dijo que tenía que intervenirme, que tenía que hacerme un legrado porque la placenta no había salido entera. Y yo, sin dejar de mirar el rostro horrible de mi hijo muerto, le dije que me ligara las trompas o que me quitara el útero, que me daba igual, que mi vientre no era una cuna, era la tumba de mis hijos. El médico titubeó, me dijo que quizá más adelante podría intentar de nuevo ser madre, pero yo le dije que ya lo era, que ya era la madre de un ángel y que no quería ser madre de nadie más.

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