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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (15 page)

BOOK: El guardián invisible
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—Tía —comenzó—, no es que no crea que fue así como lo viviste y como lo recuerdas, pero tienes que reconocer, y no lo digo peyorativamente, que tú siempre has tenido mucha imaginación, y no me malinterpretes, ya sabes que opino que eso no tiene nada de malo… Pero has de entender que me encuentro en mitad de una investigación por asesinato y he de verlo como una investigadora…

—Tienes un magnífico criterio —apuntó ella.

—¿Te has planteado —continuó Amaia— la posibilidad de que lo que viste no fuera un basajaun, sino otra cosa? Hay que tener en cuenta que las chicas de tu generación no estaban influenciadas por la televisión e internet como las de ahora, y sin embargo, en esta zona y en los medios rurales en general, abundaban las leyendas de este tipo. Míralo desde mi punto de vista. Adolescente premenstrual, sola todo el día en el bosque, agotada y medio deshidratada por el esfuerzo físico, llorando hasta quedar extenuada, puede que incluso hasta quedar dormida. Pareces una candidata a una aparición mariana en el Medievo o a una abducción extraterrestre en los setenta.

—No lo soñé, estaba tan despierta como ahora mismo y lo vi como te veo a ti. Pero, bueno, cuando me decidí a contártelo ya esperaba esta reacción.

Amaia la miró con complicidad y Engrasi sonrió a su vez mostrando las piezas perfectas de su dentadura postiza, que la inspectora no sabía por qué siempre le causaban risa y una intensa oleada de amor hacia ella. Sin dejar de sonreír, su tía la apuntó con un dedo blanco y huesudo lleno de anillos.

—Sí, señora, lo sabía, por eso, porque sé de sobra cómo funciona esa cabecita tuya, tengo para ti otro testigo.

Su sobrina la miró, suspicaz.

—¿Quién, una de tus colegas de póquer de la alegre pandilla?

—Calla, descreída, y escucha. Hace seis años, una tarde de invierno después de salir de misa, encontré esperándome en el portal a Carlos Vallejo.

—Carlos Vallejo, ¿mi profesor del instituto? —A pesar de que hacía años que no le veía, la imagen de don Carlos Vallejo acudió a su mente fresca como si acabase de estar con él. Sus trajes de mezclilla perfectamente cortados, su libro de matemáticas bajo el brazo, el bigote siempre arreglado, el cabello cano y abundante que se peinaba hacia atrás con brillantina y el penetrante olor a loción para después del afeitado.

—Sí, señorita —sonrió Engrasi al ver crecer su interés—. Traía puesta ropa de caza completamente empapada y sucia de barro, y aún tenía consigo su escopeta metida en la funda de cuero. Me llamó la atención, porque como te he dicho era invierno, y anochecía temprano, no eran horas para volver de caza, la ropa mojada a pesar de que no había llovido en los últimos días y sobre todo su rostro, pálido y demudado como si le hubieran desdibujado los rasgos a fuerza de lavarlos con agua helada. Yo sabía que era muy aficionado a la caza, alguna vez me lo había cruzado en su coche regresando del monte a media mañana, pero jamás vestía prendas de caza por el pueblo… De hecho ya sabes cómo le han llamado siempre.

—El dandi —musitó Amaia.

—El dandi, sí, señora… Pues el dandi traía barro en los pantalones y en las botas, y cuando le puse una taza de manzanilla en las manos vi que las tenía cubiertas de rasguños y las uñas más negras que las de un carbonero. Esperé a que arrancase a hablar, es lo que da mejor resultado.

Amaia asintió.

—Él permaneció silencioso largo rato con la mirada perdida en el fondo de la taza; después, dio un largo trago, me miró a los ojos y me dijo con toda la elegancia y educación de la que siempre ha hecho gala: «Engrasi, espero que puedas disculparme por presentarme así en tu casa». Miró a su alrededor como si sólo entonces se diera cuenta de dónde estaba realmente. «En todos los años que hace que te conozco nunca había venido a tu casa.» Supe que quería decir «Tu consulta». Yo asentí lentamente esperando a que prosiguiese.

»“Supongo que te sorprenderá mi visita, pero es que no sabía adónde ir, y pensé que tú, quizá…” Le animé a seguir hasta que me lo dijo: “Esta mañana en el bosque he visto un basajaun”.

17

La pizarra de la comisaría aparecía cubierta con un esquema de diagramas de Venn cuyo centro ocupaban las fotos de las tres chicas. Jonan repasaba una y otra vez los informes forenses mientras Amaia sorbía tragos diminutos de la taza que sostenía entre las manos, enlazadas en un ensayo de calidez, mientras observaba la pizarra de modo casi hipnótico, como si a fuerza de escrutar aquellos rostros, aquellas palabras, fuera a extraer de ellos un elixir, la viva esencia de las almas que faltaban tras los ojos muertos de las niñas.

—Inspectora Salazar —la interrumpió Iriarte. Al ver su sobresalto, él sonrió y Amaia pensó que era un tipo amable, con un despacho adornado con calendarios de vírgenes y una foto de su mujer y un par de chavales rubitos que sonreían abiertamente al objetivo y que habían heredado el pelo de su madre, porque Iriarte tenía poco, negro y muy fino.

—Tenemos el informe de taxicología de Anne. Cannabis y alcohol.

Amaia repasó sus notas en voz alta.

—Quince años, Juventudes Marianas Vicencianas, sobresalientes y notables. Equipo de baloncesto y club de ajedrez, carnet de la biblioteca. En su habitación: colcha rosa, ositos Pooh, corazones y libros de Danielle Steel. Algo no me cuadra —dijo alzando la mirada hacia Zabalza.

—A mí tampoco, así que esta mañana hemos hablado con un par de amigas de Anne, y tienen una versión bastante distinta. Anne vivía una doble vida para mantener contentos y engañados a sus padres. Según ellas, fumaba porros, bebía y en ocasiones caía algo más fuerte. Pasaba horas en grupos sociales de internet y publicaba en la red fotos subidas de tono; según ellas, le encantaba enseñar las tetas por la
webcam
; leo textualmente: «Era una golfa disfrazada de santita, hasta el punto de mantener una relación con un hombre casado».

—¿Un casado? ¿Quién? Eso puede ser muy importante… ¿Qué más le han dicho?

—Dicen que no lo saben, o no lo quieren decir. Por lo visto la cosa duraba unos meses, pero ella lo iba a dejar; decía —leyó— «que el tío se estaba encoñando y que ya no era divertido».

—Por el amor de Dios, Iriarte, creo que hemos hallado la veta: ella no quería continuar y él la mata, quizá también mantuvo algún tipo de relación con Carla y Ainhoa…

—Puede que con Carla. Ainhoa era virgen, sólo tenía doce años.

—Quizá lo intentó y al recibir una negativa… Bueno, reconozco que está un poco traído por los pelos, pero podemos investigarlo; ¿sabemos al menos si es del pueblo?

—Las chicas dicen que casi seguro que sí, aunque también podría ser de una localidad cercana.

—Hay que encontrar a ese tío al que le van las jovencitas. Conseguid una orden para el ordenador y los diarios y apuntes que pueda haber en la casa de la chica, registrad también su taquilla en el instituto, llamad a los padres y pedidles permiso para hablar con todas las amigas menores, visitadles en sus casas… Y todo el mundo de civil, lo último que querría es levantar suspicacias entre los que deben colaborar. E, inspector —dijo mirando a Iriarte—, de momento ni una palabra a los padres de Anne, es evidente que no sabían nada de la doble vida de su hija.

Consultó su reloj.

—Dentro de tres horas quiero a todo el mundo en la iglesia y el cementerio, idéntico operativo que con Ainhoa. En cuanto terminéis allí quiero que os vengáis a comisaría, Jonan tiene un programa buenísimo de fotografía digital de gran resolución y en cuanto estén listas las imágenes os quiero aquí para una puesta en común. Jonan, mira a ver si puedes obtener algo del ordenador de Anne Arbizu, busca a fondo, me da igual si te lleva toda la noche.

—Claro, jefa, lo que haga falta.

—Por cierto, ¿cómo vas con los cazafantasmas de Huesca?

—Tengo una reunión con ellos esta tarde a las seis, cuando regresen del monte. Espero que para entonces puedan decirme algo.

—Yo también lo espero, ¿les has citado aquí?

—Bueno, lo insinué, pero por lo visto la doctora rusa es alérgica a las comisarías, o algo así, intentó explicármelo por teléfono y no me enteré de la mitad. Así que hemos quedado en el hotel en el que están alojados. El Baztán —leyó.

—Sé cuál es, procuraré pasarme por allí —dijo Amaia mientras lo apuntaba en su PDA.

Zabalza irrumpió en la sala trayendo en las manos varios pliegos de fax, que dejó sobre la mesa.

—Inspectora, están llamando desde Pamplona, varios medios están interesados en cubrir el entierro y el funeral, y aconsejan que hagamos un comunicado.

—Ése es el trabajo de Montes —dijo mirando a su alrededor—. ¿Se puede saber dónde cojones se ha metido?

—Llamó esta mañana para decir que no se encontraba bien y que se nos uniría en el cementerio.

Amaia resopló.

—Será posible… Por favor, el primero que lo vea que le diga que se presente urgentemente en el despacho del inspector Iriarte. Zabalza, consígame una cita con los padres de Anne hacia las cuatro de la tarde, si puede ser.

Había comenzado a llover una hora antes, y el aroma dulzón de las flores, junto a los abrigos mojados de los asistentes, tornaba el aire irrespirable en el interior de la iglesia. El sermón, un eco de los anteriores al que Amaia apenas prestó atención; quizá más asistentes, morbosos, curiosos y periodistas a los que el párroco había dejado entrar a condición de que no grabasen en el interior del templo. Otra vez las mismas escenas de dolor, los mismos llantos… Y algo nuevo, un clima especial de horror que parecía haberse extendido sobre los rostros de los asistentes al funeral como un velo, sutil, pero omnipresente. En las primeras filas, además de la familia, había un numeroso grupo de chicos y chicas muy jóvenes, seguramente compañeros de instituto de Anne. Algunas chicas se abrazaban entre sí y lloraban en silencio; la falta de energía que ya había visto en las amigas de Ainhoa se reflejaba también en esos rostros. Habían perdido ese brillo natural que poseen las caras de los jóvenes, ese aspecto de constante burla que otorga la certeza de no ir a morir jamás, de una muerte tras una vejez impensable, a mil años luz, que para estos adolescentes, en ese momento cruel, cobraba presencia real y palpable. Tenían miedo. Ese tipo de miedo que te deja inmóvil, que invita a ser invisible para que la muerte no te encuentre. La certeza, su proximidad, era perceptible como una fina capa de ceniza sobre sus rostros fatigados, como de ancianos silenciosos y contenidos. Nadie apartaba los ojos del ataúd de Anne, que, dispuesto frente al altar, brillaba de un modo hipnótico con las luces de los cirios que ardían a los lados, rodeado de flores blancas de novia virginal.

—Vámonos —susurró Amaia a Jonan—. Quiero estar en el cementerio antes de que comience a llegar la gente.

El cementerio de Elizondo estaba ubicado en una ligera pendiente en el barrio de Anzanborda, aunque llamar barrio a los tres caseríos que se divisaban desde la puerta del camposanto era bastante pretencioso. La inclinación apenas insinuada en la entrada se hacía más evidente a medida que se avanzaba entre las sepulturas. Amaia supuso que estaba pensado así para evitar que las frecuentes lluvias se estancasen en el interior de los sepulcros; muchas de las tumbas eran elevadas y estaban cerradas con profundos portales, aunque en la parte baja del cementerio había otras más humildes y tradicionales distinguidas con estelas discoidales que se enclavaban en la tierra. Esas tumbas trajeron a su memoria otros sepulcros elevados: los que había visto en Nueva Orleans, dos años atrás. Por aquel entonces había acudido a un intercambio de policías con la academia que el FBI tiene en Quantico, en Virginia, que incluía un simposio sobre perfiles criminales. El congreso se completaba con una visita a Nueva Orleans, donde se impartía parte del curso de trabajo de campo sobre identificación y encubrimiento, pues habían sido muchos los crímenes que habían quedado velados por el huracán Katrina, y numerosos los restos y evidencias que seguían apareciendo años después. A Amaia le sorprendió que, a pesar del tiempo transcurrido, la ciudad siguiese evidenciando las consecuencias del desastre y conservando a pesar de ello una majestuosidad decadente y lóbrega que recordaba al lujo marchito que acompaña a la muerte en algunas culturas. Uno de los policías que la acompañaba, el agente especial Dupree, la animó a seguir a la comitiva de uno de aquellos magníficos funerales en que una banda de jazz acompañaba al sepelio hasta el cementerio de Saint Louis.

—Aquí todas la tumbas están elevadas sobre el suelo para evitar que las cíclicas inundaciones desentierren a los muertos —explicó Dupree—. No es la primera vez que el mal nos visita; la última vez fue bajo el nombre de Katrina, pero ya ha venido muchas veces antes bajo otros nombres.

Amaia lo miró perpleja.

—Ya supongo que le resultará sorprendente oír a un agente del FBI hablar en estos términos pero, créame, ésta es la maldición de mi ciudad, aquí los muertos no pueden ser enterrados debido a que estamos seis pies por debajo del nivel del mar, así que los cadáveres son apilados en tumbas de piedra que pueden contener varias generaciones de familias enteras, y creo que es por eso, por no recibir cristiana sepultura, por lo que los muertos no descansan en Nueva Orleans. Es el único lugar de Estados Unidos donde los cementerios no se llaman cementerios sino ciudades de los muertos, como si los difuntos viviesen de algún modo aquí.

Amaia lo miró de hito en hito antes de hablar.

—En euskera cementerio se dice
hilherria
. Literalmente, «el pueblo de los muertos».

Él la miró sonriendo.

—Ya tenemos algo más en común: la cercanía con el pueblo francés, el encierro del siete de julio y el nombre de nuestros cementerios.

Amaia volvió a su presente. Puede que la idea de evitar inundaciones hubiera llevado a los pobladores de Elizondo a diseñar el nuevo cementerio así. El cementerio original se encontraba, como era tradición, rodeando la iglesia, que entonces estaba junto al ayuntamiento, en la plaza del pueblo, hasta que fue trasladada piedra a piedra y reconstruida en el lugar que ocupa actualmente. Lo mismo se hizo con el cementerio, que se trasladó al camino de los Alduides, a la altura de Anzanborda. En los anales sólo se recogía una mención que justificaba el cambio de ubicación del camposanto por «razones de salubridad», pero es fácil suponer que si una gran riada derribó la iglesia, arrastrando las piedras de una de sus torres tan lejos que fueron irrecuperables, también levantaría las tumbas que la rodeaban.

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