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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (12 page)

BOOK: El guardián invisible
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Admiró la fachada del ayuntamiento y al lado el casino, construido a principios del siglo XX, lugar de reunión de los vecinos más acomodados, donde hacían gran parte de su vida social. Muchas decisiones de negocios y políticas se habrían tomado tras aquellas ventanas, probablemente más que en el mismo ayuntamiento, en un tiempo en que la posición social y el hacerla valer habían primado más incluso que ahora. A un costado de la plaza, en el lugar que antes ocupaba la antigua iglesia, halló la casa del arquitecto Víctor Eusa, pero él tenía un particular interés por ver la casa Arizkunenea, y su presencia majestuosa no le decepcionó.

Descendió por la calle Jaime Urrutia embelesado por la lluvia y la evocadora arquitectura de las hermosas casas. En el número 27 existe un pasaje,
belena
o pasadizo, entre las calles Jaime Urrutia y Santiago, que unía, junto con otros ya desaparecidos, las casas con los campos, cuadras y huertas posteriores, desaparecidos tras la construcción de la carretera actual. Frente a los
gorapes
, o espacios porticados bajo las casas, a un lado de la plaza de abastos, se encontraba el antiguo molino de Elizondo, reedificado a finales del XIX y reconvertido en central eléctrica a mediados del siglo XX. La arquitectura de un pueblo o ciudad establece un patrón tan claro de las vivencias y preferencias de sus pobladores como las costumbres de un hombre establecen los rasgos de un perfil de comportamiento. Los lugares marcaban una tendencia en el carácter, como la familia y la educación, y este lugar hablaba de orgullo, de valor y lucha, de honor y gloria conquistados no sólo a la fuerza, sino con ingenio y gracia, no en vano representada por un tablero de ajedrez, que los moradores de Elizondo exhibían con el decoro de quien ha ganado su casa con honradez y lealtad.

Y en medio de esta plaza de honor y orgullo, un asesino se atrevía a representar su particular obra macabra, como un despiadado rey negro avanzando implacable por el tablero y devorando peones blancos. La misma jactancia, el mismo alarde y endiosamiento de todos los asesinos en serie que le habían precedido. Jonan repasaba bajo la lluvia la cruel historia de tan siniestros depredadores. El primer asesino en serie de los tiempos modernos había sido sin lugar a dudas Jack el Destripador, que asesinó a cinco inocentes peatones e innumerables prostitutas y creó gran conmoción en todo el mundo; aún hoy su identidad constituye un misterio. El contemporáneo de Jack el Destripador en Estados Unidos, H. H. Holmes, confesó haber cometido veintisiete asesinatos y fue el primer asesino en serie cuyo comportamiento se documentó. Dos décadas después surgió en Nueva Orleans un descuartizador que mataba a sus víctimas con un hacha y aterró a esa ciudad durante dos años antes de ser atrapado.

Pero la gran ola de asesinos en serie en Estados Unidos se desató tras la segunda guerra mundial, y principalmente durante la guerra de Vietnam, con unas tropas cuya media de edad era de diecinueve años y de las que se recogieron informes y confesiones en los que se apreciaba que muchos soldados, enloquecidos por el clima de extrema violencia unido al pánico y a la impunidad de la que gozaban, se dedicaron a matar a inocentes vietnamitas y organizar masacres que dejaron a muchos de ellos marcados de por vida. Murria Glatman, de California, tomaba fotos de sus víctimas aterradas momentos antes de asesinarlas, cuando ellas ya sabían que iban a morir. Martha Beck y Raymundo Fernández, los «asesinos de corazones solitarios», mataban a las parejas a las que sorprendían haciendo el amor en sus coches. Otros casos muy conocidos fueron los de Albert De Salvo, el estrangulador de Boston; Charles Manson, que encabezaba una secta satánica y asesinó a Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, en la legendaria noche de los cuchillos largos, o el asesino del Zodíaco, que tras treinta y nueve víctimas desapareció sin que nunca se volviera a saber de él.

En la década de los sesenta hubo tantos y tan crueles asesinos en serie que el sistema judicial de Estados Unidos decidió finalmente definir este fenómeno como una categoría del crimen y se comenzaron a desarrollar estudios, estadísticas y a analizar los perfiles psicológicos de cada uno de los asesinos que iban deteniendo. Se observaba cada uno de los elementos que habían formado su vida, desde su nacimiento, sus padres, estudios, infancia, juegos, gustos, sexo, edad… Fueron así conformando un patrón de comportamientos que se repetían una y otra vez en los protagonistas de semejantes carnicerías, y que permitieron anticipar las acciones de algunos de ellos e identificar a muchos otros.

Los casos más recientes eran los de David Berkowitz, conocido como «El hijo de Sam», que asesinó sin freno en Nueva York, inspirado por las voces que decía escuchar; Ted Bundy, que mató a veintiocho prostitutas en Florida; Ed Kemper, que violaba, asesinaba y descuartizaba a sus víctimas, todas jóvenes y bellas estudiantes, y, finalmente, Jeffrey Dahmer, que además de asesinar y descuartizar a sus víctimas se las comía. Éste fue quien inspiró a Thomas Harris cuando creó al inquietante doctor Hannibal Lecter, coprotagonista de su novela
El silencio de los corderos
, llevada al cine con enorme éxito y con un Anthony Hopkins arrollador en el papel del sabio asesino.

Para Jonan se había convertido casi en una obsesión fascinante prever, trazar, discernir en la oscuridad el perfil de un asesino, una especie de juego de ajedrez en el que adelantarse al siguiente movimiento era primordial. Se trataba de definir en una sola jugada cómo se desarrollaría el resto de la partida y cuál de los contrincantes sería derrotado. Habría dado cualquier cosa por haber asistido a uno de esos cursos a los que acudía la inspectora Salazar. Pero mientras tanto se conformaba con estar cerca de ella, con trabajar a su lado y contribuir a la investigación con sus sugerencias e ideas, que ella parecía valorar mucho.

14

Rosaura Salazar tenía frío, un frío horrible que la atenazaba por dentro y por fuera haciéndola caminar erguida, y con la mandíbula tan apretada que le producía la curiosa sensación de estar mordiendo goma. Caminó bajo su paraguas por la orilla del río intentando que su dolor, el dolor que llevaba por dentro y amenazaba con convertirse en un aullido en cualquier momento, se mitigase con la temperatura heladora de las calles casi desiertas. Incapaz de contener las lágrimas que ardían en sus ojos, las dejó correr mientras sentía que su desdicha no era tan furiosa y visceral como lo podía haber sido sólo unos meses antes. Aun así, se sintió indignada con ella misma y a la vez secretamente aliviada al discernir que de haberlo sentido entonces el dolor podía haberla destruido. Pero no ahora. Ya no. Las lágrimas cesaron de pronto dejándole en el rostro helado la sensación de llevar una máscara tibia que iba enfriándose y endureciéndose sobre su piel.

Ahora estaba lista para ir a casa, ahora que ya sabía que aquellas lágrimas no delatarían su amargura. Pasó frente a la
ikastola
sorteando los charcos, e inconscientemente secó con el dorso de su mano los restos de llanto cuando vio que una mujer venía de frente. Suspiró aliviada al ver que no era una conocida con la que tuviera que pararse, o siquiera saludar. Pero entonces la mujer que venía caminando hacia ella se detuvo y la miró a los ojos. Rosaura frenó el paso un poco confusa. Era una chica del pueblo, la conocía de vista, aunque no recordaba cómo se llamaba. Puede que Maitane. La chica la miró, sonriendo de un modo tan encantador que Rosaura, sin saber muy bien por qué, le devolvió la sonrisa, aunque tímidamente. La chica comenzó a reírse, primero como una suave insinuación, y poco a poco más fuerte, hasta que sus carcajadas lo llenaron todo. Rosaura ya no sonreía; tragó saliva y miró alrededor buscando la razón de aquello. Y cuando volvió a mirar a la chica, en su boca se había dibujado una mueca de desprecio que acompañaba a su mirada mientras continuaba riéndose. Rosaura abrió la boca para decir algo, para preguntar, para… Pero no hizo falta, porque como si alguien le hubiera quitado de pronto una venda de los ojos lo vio todo claro. Y con ello llegó el desprecio, la maldad y la soberbia de aquella bruja envolviéndola hasta hacerle sentir náuseas mientras las risas se clavaban en su cabeza haciéndole sentir tanta vergüenza que habría querido morir. Se sintió mareada y fría, y cuando comenzaba a pensar que aquel horror sólo podía formar parte de una pesadilla de la que tenía que despertar, la chica dejó de reír y continuó el camino sin dejar de clavar en ella sus crueles ojos hasta que la hubo rebasado. Rosaura caminó cincuenta metros más sin atreverse a mirar atrás, después se acercó al murete del río y vomitó.

15

Hacía años que la alegre pandilla se reunía para jugar al póquer en las tardes de invierno. Con más de setenta años a sus espaldas, la más joven del grupo era Engrasi y la mayor Josepa, que rondaba los ochenta. Engrasi y otras tres eran viudas, sólo dos de las mujeres del grupo conservaban a sus esposos. El de Anastasia se mostraba temeroso del frío del Baztán y se negaba a salir de casa en los meses de invierno, y el de Miren estaría haciendo la ronda por las tabernas tomando
txikitos
con su cuadrilla.

Cuando se levantaban de la mesa de juego y se despedían hasta el día siguiente, dejaban en la estancia una sensación de energía vibrante, como si se aproximara una de esas tormentas que no llega a estallar pero que son capaces de erizarte todos los pelos del cuerpo con su electricidad estática. A Amaia le gustaban las chicas, le gustaban mucho, porque tenían esa presencia y encanto del que ya está de vuelta y le ha gustado el viaje. Le constaba que no todas habían tenido vidas fáciles. Enfermedades, maridos muertos, abortos, hijos díscolos, problemas de familia y, sin embargo, habían dejado atrás cualquier tipo de resentimiento y rencor contra la vida y llegaban cada día tan alegres como adolescentes en una verbena, tan sabias como reinas de Egipto. Si con suerte llegaba a ser una anciana algún día, le gustaría ser así, como ellas, independientes y a la vez tan arraigadas a sus orígenes, enérgicas y vitales, desprendiendo esa sensación de triunfo sobre la vida que produce ver a uno de esos hombres y mujeres ancianos que viven sacando partido a cada día sin pensar en la muerte. O quizá pensando en ella para robarle otro día, otra hora.

Después de recoger sus bolsos y fulares, después de haber reclamado el derecho a la revancha para el día siguiente y de haber repartido besos, achuchones y apreciaciones sobre lo buen mozo que era James, se fueron al fin dejando en la sala la energía blanca y negra de un aquelarre.

—Viejas brujas —musitó Amaia sin dejar de sonreír.

Bajó la mirada hasta el sobre que sostenía aún en la mano y la sonrisa se esfumó de su rostro. Piel de cabra, pensó. Elevó los ojos, halló la mirada inquisitiva de James e intentó sonreír sin conseguirlo del todo.

—Amaia, han llamado de la clínica Lenox, quieren saber si acudiremos a la cita de esta semana o tendremos que aplazarla de nuevo.

—Oh, James, sabes que ahora no puedo pensar en eso, bastantes preocupaciones tengo.

Él compuso un gesto de disgusto.

—Pero de cualquier modo, algo tenemos que decirles, no podemos aplazarlo eternamente.

Ella percibió el disgusto en su voz y se volvió hacia él tomándole de la mano.

—No será eternamente, James, pero ahora no puedo pensar en eso, de verdad que no.

—No puedes, ¿o no quieres? —preguntó él soltándose de su mano con un gesto de rechazo del que pareció arrepentirse inmediatamente. Fijó su mirada en el sobre que ella sostenía.

—Lo siento. ¿Puedo ayudarte en algo?

Miró de nuevo el sobre y a su marido.

—Oh, no, es sólo un rompecabezas que hay que resolver, pero no ahora. Prepárame un café, ven a mi lado y cuéntame qué has hecho durante todo el día.

—Te lo contaré pero sin café, ya se te ve bastante alterada sin cafeína. Te haré una infusión.

Se sentó junto al fuego en uno de los sillones orejeros que había frente al hogar. Deslizó el sobre en el costado mientras escuchaba a tía Engrasi ocupada en la cocina charlando con James. Posó la mirada en las llamas que bailaban lamiendo un tronco y cuando James le tendió la taza de humeante infusión supo que había perdido unos minutos en el hipnótico calor del fuego.

—Parece que ya no me necesitas para relajarte —exclamó James haciendo un mohín.

Se volvió hacia él sonriendo.

—Siempre te necesito, para relajarme y para otras cosas… Es el fuego… —dijo mirando alrededor— y esta casa. Siempre me he sentido bien aquí, recuerdo que cuando era pequeña venía a refugiarme aquí cuando discutía con mi madre, que era bastante a menudo. Me sentaba frente al fuego y me quedaba mirándolo hasta que me ardían las mejillas o me quedaba dormida.

James le posó una mano sobre la cabeza y la deslizó muy despacio hasta la nuca, soltó la goma que sujetaba el cabello y esparció el pelo abriéndolo como un abanico hasta más abajo de los hombros.

—Siempre me he sentido bien en esta casa, como si éste fuera mi verdadero hogar. Cuando tenía ocho años incluso fantaseaba con la idea de que Engrasi fuera mi verdadera madre.

—Nunca me lo habías contado.

—No, hacía mucho tiempo que no pensaba en ello; además, es una parte de mi pasado que no me gusta. Y al estar aquí otra vez, todas esas sensaciones parecen revivir, tomar cuerpo de nuevo, como fantasmas resucitados. Además, este caso —suspiró— me tiene muy preocupada…

—Le cogerás, estoy seguro.

—Yo también lo estoy. Pero ahora no quiero hablar del caso, necesito un paréntesis. Cuéntame qué has hecho mientras yo estaba fuera.

—He dado un paseo por el pueblo, he comprado ese delicioso pan que venden en la panadería de la calle Santiago, esa que hace esas magdalenas tan buenas. Después he llevado a tu tía al supermercado de las afueras, hemos comprado comida para un regimiento, hemos comido unas alubias negras buenísimas en un bar de Gartzain y por la tarde he acompañado a tu hermana Ros a su casa para que recogiera unas cosas. Tengo el coche lleno de cajas de cartón repletas de ropa y papeles, pero hasta que no llegue Ros no sé qué hacer con ellas, no sé dónde quiere que las ponga.

—¿Y dónde está Ros ahora?

—Bueno, ésa es la parte que no te va a gustar. Freddy estaba en la casa. Cuando entramos estaba tumbado en el sofá rodeado de latas de cerveza y con aspecto de no haberse duchado en varios días. Tenía los ojos rojos e hinchados y moqueaba envuelto en una manta y rodeado de pañuelos de papel usados; al principio pensé que tenía la gripe, pero luego me di cuenta de que había estado llorando. El resto de la casa estaba igual, hecho una pocilga, y olía como si lo fuera, créeme. Yo he esperado junto a la puerta y al verme no ha puesto muy buena cara, pero me ha saludado; después tu hermana ha comenzado a recoger ropa, papeles… Él parecía un perro apaleado siguiéndola de una estancia a otra. Les he oído cuchichear y, cuando ya tenía el coche cargado, Ros me ha dicho que iba a quedarse un rato, que tenía que hablar con él.

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