El viento soplaba con fuerza en Ainsa. Durante las tres horas que habían invertido en llegar hasta allí, Jonan no había dejado de hablar ni un instante, pero el silencio taciturno de ella pareció contagiársele en los últimos kilómetros, en los que primero había callado y después había optado por poner la radio y canturrear estribillos de éxitos de moda. Las calles de Ainsa estaban desiertas, la luz cálida y anaranjada de las farolas no conseguía borrar la sensación heladora de la villa medieval barrida por el frío nocturno, y las rachas de viento siberiano formaban escarcha en las ventanillas del coche. Jonan condujo siguiendo al Patrol de los doctores mientras los neumáticos traqueteaban en el empedrado milenario de las calles, hasta que confluyeron en una plaza rectangular que se extendía hasta la entrada de lo que parecía una fortaleza. Los doctores detuvieron el coche junto a la muralla y Jonan aparcó a su lado. El frío dolía en la frente como un clavo empujado por una mano invisible. Amaia tiró de la capucha de su plumífero intentando cubrirse la cabeza mientras seguían a los doctores al interior de la fortaleza. Excepto por el cese del viento, en el interior no se estaba mucho mejor que fuera. Les condujeron por unos estrechos corredores de piedra gris hasta desembocar en una zona más amplia donde se agrupaban varias pajareras gigantes en las que dormitaban aves enormes que Amaia no supo reconocer en la penumbra.
—Es la zona de recuperación de aves que llegan heridas, por disparos, atropellos, choques fortuitos con cables de alta tensión, molinos eólicos…
Penetraron de nuevo en un estrecho corredor y subieron un tramo de diez escalones antes de que la doctora se detuviera ante una puerta blanca de aspecto anodino que sin embargo estaba custodiada por varias cerraduras de seguridad. El laboratorio constaba de tres salas, luminosas, ordenadas y muy amplias, tan modernas que Amaia pensó que si hubiese llegado hasta allí con los ojos vendados jamás habría establecido conexión entre lo que veía y el lugar donde se encontraba. Nadie habría pensado que una instalación de esas características estuviese en el corazón de una fortaleza medieval.
Los doctores colgaron los abrigos en unas taquillas y la doctora se puso una rara bata de laboratorio ajustada en el talle que se abría en una amplia falda plisada y se abotonaba a un lado.
—Mi madre era dentista en Rusia —explicó—. Sus batas y una dentadura sana son lo único que me dejó al morir.
Se adentraron hasta el fondo del laboratorio, donde sobre un mostrador de acero inoxidable se agrupaban varios aparatos de analítica. Amaia reconoció el termociclador PCR porque en otras ocasiones había visto alguno. Semejante a una pequeña caja registradora sin teclado o una yogurtera futurista, su aspecto de plástico barato encerraba el ingenio de uno de los aparatos analíticos más sofisticados. En un recipiente al lado se almacenaban los tubos Eppendorf, similares a pequeñas balas huecas de plástico donde se colocaría el material genético que debía ser analizado.
—Éste es el PCR al que usted hacía referencia, suele tardar entre tres y ocho horas en realizar el análisis y luego habría que realizar una electroforesis en gel de agarosa para poder ver los resultados; eso nos llevaría al menos otras dos horas. Y esto que tenemos aquí —dijo el doctor— es la HPLC, el aparato que usaremos para desintegrar los tipos de harina de las muestras, porque el PCR sólo nos serviría si mezclado con la harina hubiese cualquier clase de material biológico.
Tomó de una estantería unas finas jeringuillas de plástico similares a las que se utilizaban antiguamente para inyectar insulina.
—Éstos son los inyectores que usaremos para cargar las muestras que previamente habremos disuelto en líquido; una inyección por muestra y en poco más de una hora tendremos el resultado. No es necesario una electroforesis como con el PCR, pero sí un procesador que tenga el
software
para analizar los «picos» obtenidos en la muestra; cada pico equivale a una sustancia específica, así que podremos hallar desde hidrocarburos, minerales, residuos del agua de riego, trigo, sustancias biológicas que luego tendríamos que concretar con otro análisis, y así… Por eso, la parte complicada del proceso es programar el
software
con los patrones específicos de búsqueda; cuantos más aspectos diferenciales hallemos más fácil será establecer la procedencia de cada harina. Todo el proceso nos llevará unas cuatro o cinco horas.
Amaia estaba fascinada.
—No sé qué me resulta más sorprendente, si el hecho de que dispongan de un laboratorio semejante o que un genio como usted se dedique a buscar huellas de oso —dijo sonriendo.
—Tenemos mucha suerte de contar con la doctora Takchenko —afirmó el doctor González—. Trabajó durante años en su país haciendo esto exactamente, pero hace dos años nos envió su currículo y decidió unirse a nosotros. Nos sentimos muy afortunados.
La doctora sonrió.
—¿Qué tal si prepara un poco de café para nuestros invitados, doctor?
—Claro —dijo él riendo—. La doctora no soporta los cumplidos. Tardaré un rato, debo ir hasta el otro lado del edificio —se disculpó.
—Jonan, acompáñale, por favor, con que uno de los dos esté presente será suficiente.
—Es muy amable el doctor González —dijo Amaia cuando los hombres hubieron salido.
—Ya lo creo —repuso ella con su marcado acento—. Un verdadero encanto.
Amaia alzó una ceja.
—¿A usted le gusta él?
—Oh, eso espero, por fuerza. Es mi marido. Mejor que me guste, ¿no?
—Pero… Le llama doctor y él a usted…
—Sí, doctora. —Se encogió de hombros sonriendo—. Qué quiere que diga, soy seria en el trabajo y a él le causa risa.
—Por el amor de Dios, debo afinar mis dotes de observación, no me había dado cuenta.
Durante al menos una hora la doctora trabajó en el ordenador introduciendo los patrones de análisis; con sumo cuidado, desleía las muestras que Jonan había traído desde Elizondo, y unas migajas del
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hallado sobre el cadáver de Anne. Con mano experta, y una a una, fue inyectando cada muestra en el aparato.
—Será mejor que se siente, tardaremos un rato.
Amaia acercó un taburete con ruedas y se sentó detrás.
—Ya sé por su marido que no le gustan los cumplidos ni los halagos, pero debo darle las gracias; los resultados de este análisis pueden relanzar una investigación que está bastante parada.
—No es nada, créame, me encanta hacer esto.
—¿A las dos de la madrugada? —rió Amaia.
—Es un placer ayudarla, lo que está pasando en el Baztán es terrorífico. Si algo que yo pueda hacer le resulta de ayuda, estoy encantada.
La inspectora permaneció en silencio un poco incómoda, mientras la máquina emitía un zumbido quedo.
—Usted no cree que haya un oso, ¿verdad?
La doctora se detuvo y giró completamente su silla hasta enfrentarse a Amaia.
—No, no lo creo… Y sin embargo hay algo.
—¿Algo como qué? Porque los pelos que hallamos en el lugar del crimen corresponden a todo tipo de animales, hasta piel de cabritilla han encontrado.
—¿Y si todo el pelo correspondiese al mismo ser?
—¿Ser? Pero ¿qué pretende decirme? ¿Que hay un basajaun de verdad?
—No pretendo decirle nada —dijo alzando las manos—, sólo que quizá debería abrir más su mente.
—Es curioso que esto me lo diga una científica.
—Pues que no le extrañe, soy una científica, pero también soy muy lista. —Sonrió y sin decir nada más volvió a su trabajo.
Las horas transcurrieron, lentas, observando los pasos precisos de la doctora y escuchando de fondo el parloteo incesante de Jonan y el doctor, que charlaban animados al otro lado de la estancia. De vez en cuando, la doctora Takchenko se acercaba hasta la pantalla, observaba los gráficos que se iban dibujando inacabables y volvía al estudio de lo que parecía un grueso manual técnico, seguramente aburrido y que sin embargo la tenía absorta.
Por fin, a las cuatro de la madrugada, la doctora se sentó de nuevo frente al ordenador y tras unos minutos la impresora escupió una hoja impresa. La tomó y suspiró profundamente mientras se la tendía a Amaia.
—Lo siento, inspectora, no hay coincidencia.
Amaia lo miró largamente; no hacía falta ser un experto para distinguir la diferencia entre los valles y montañas trazados en el folio y la que representaba la muestra del
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. Permaneció en silencio sin dejar de mirar la hoja impresa, valorando las consecuencias de aquellos resultados.
—He sido muy meticulosa, inspectora —dijo Nadia visiblemente preocupada.
Amaia se dio cuenta de que quizá su decepción podía pasar por fastidio o desprecio hacia la labor de la doctora.
—Oh, lo siento, no tiene nada que ver con usted, le estoy muy agradecida, no ha dormido en toda la noche por ayudarme, pero es que estaba casi segura de que encontraría alguna coincidencia.
—Lo siento.
—Sí —musitó—. Yo también lo siento.
Condujo en silencio sin poner música ni la radio, dejando que Jonan durmiera durante todo el trayecto de vuelta. Se sentía malhumorada y frustrada, y por primera vez desde que había comenzado la investigación de aquel caso comenzaba a tener dudas de que alguna vez llegasen a resolverlo. Las harinas no llevaban a ningún sitio, y si el sujeto no había comprado los
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s en un establecimiento de la zona, ¿adónde llevaba eso? Flora le había dicho que seguramente se había cocinado en un horno de piedra, pero eso tampoco era de gran ayuda, casi todos los restaurantes y asadores desde Pamplona hasta Zugarramurdi tenían uno, y eso sin contar las panaderías y los caseríos más antiguos, donde todavía se conservaban, aunque en desuso.
La carretera de Jaca era nueva y estaba en buen estado, calculaba que en unas tres horas estarían en Elizondo. La soledad de la madrugada hizo mella en su deteriorado estado de ánimo; dedicó un par de miradas al rostro relajado de Jonan, que dormía apoyado en su propio abrigo hecho un ovillo. Casi deseó que estuviera despierto para no estar tan sola. ¿Qué hacía a las seis y media de la madrugada conduciendo por la carretera de Jaca? ¿Por qué no estaba en casa, en la cama con su marido? Quizá Fermín Montes tenía razón y aquel caso le iba grande. Al pensar en Fermín le vino a la cabeza el recuerdo de lo que había visto por la ventana del restaurante y que había relegado por unas horas hasta casi olvidarlo. Montes y Flora. Había en aquella alianza algo que le resultaba chirriante; se preguntó si en el fondo no sería esa especie de instinto familiar, de rara fidelidad que le obligaba a conservar el vínculo con Víctor. Jonan ya le había avisado de que los habían visto juntos. Pensó en la conversación que había tenido con Flora en el obrador y recordó que ella ya le había dejado claro que Montes le parecía encantador. En aquel momento había pensado que era uno de esos comentarios maliciosos tan típicos en su hermana, pero lo que había visto en el hotel no dejaba lugar a dudas: su hermana estaba desplegando todo el armamento con Montes y él parecía feliz. Pero también Víctor le había parecido feliz, con su camisa planchada y su ramo de rosas. Inconscientemente, apretó los labios y negó con la cabeza. Menuda mierda, menuda mierda, menuda mierda.
Había amanecido cuando llegaron a Elizondo. Aparcó frente al Galarza, en la calle Santiago, y espabiló a Jonan. El local olía a café y a cruasanes calientes. Ella misma llevó las tazas hasta la mesa mientras esperaba a que Jonan volviese del baño, de donde regresó con el pelo mojado y aspecto más despierto.
—Puedes irte a dormir un par de horas —dijo ella sorbiendo su café.
—No será necesario, yo al menos he echado una cabezadita. Usted sí que tiene que estar cansada.
La idea de dormir de nuevo sola no le seducía en absoluto, presentía que de algún modo todo estaría mejor mientras permaneciese despierta.
—Voy a volver a la comisaría, tengo que repasar todos los datos; además, supongo que hoy tendremos algún resultado de los ordenadores de las otras chicas —dijo reprimiendo un bostezo.
Cuando salieron del bar, fuertes rachas de viento húmedo barrieron la calle mientras unos densos nubarrones navegaban sobre sus cabezas a gran altura. Amaia elevó la mirada y contempló sorprendida el vuelo desafiante de un halcón que se mantenía estático a cien metros sobre el suelo mostrando su desdén y su majestad, observándola desde el cielo como si escrutase su alma. La quietud de aquel cazador, que permanecía impertérrito navegando en el viento, le produjo una gran desazón porque, por comparación, se sentía como una frágil hoja zarandeada y dirigida por el viento caprichoso.
—¿Está bien, jefa?
Miró a Jonan sorprendida al percatarse de que se había detenido en mitad de la calle.
—Volvamos a la comisaría —dijo metiéndose en el coche.
Explicar la corazonada que le había llevado hasta Huesca resultaba bastante vana vistos los resultados. A pesar de ello, Iriarte estuvo de acuerdo en que había sido una buena idea.
—Una idea que no conduce a ninguna parte —sentenció ella—. ¿Qué tienen ustedes?
—El subinspector Zabalza y yo nos hemos centrado en los ordenadores de las chicas. A primera vista no había en ninguno indicios de que frecuentasen los mismos grupos en redes sociales o que tuviesen amigos en común. El de Ainhoa Elizasu está intacto, pero el de Carla lo heredó su hermana pequeña tras su muerte y lo ha borrado casi todo. Aun así, el disco duro conserva el historial de visitas y navegación, y lo único que hemos sacado en limpio es que las tres visitaban blogs relacionados con moda y estilismo, pero ni siquiera los mismos. Tenían bastante presencia en foros sociales, sobre todo en tuenti, pero los grupos son bastante cerrados. Ni rastro de acosadores, pederastas o ciberdelincuentes de cualquier clase.
—¿Algo más?
—Poco; han llamado del laboratorio de Zaragoza. Parece que la piel que estaba adherida al cordel, que resultó ser de cabra, tiene incrustados los restos de una sustancia que van a volver a analizar; pero de momento no le puedo decir más.
Suspiró profundamente.
—Una sustancia incrustada en piel de cabra —repitió ella.
Iriarte abrió las manos en un gesto de fastidio.
—Está bien, inspector, quiero que visiten los obradores de la lista e interroguen a los propietarios sobre los empleados actuales o que ya no trabajen allí que sepan elaborar
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. Da igual que se remonte a varios años atrás, iremos a ver a esas personas una por una. En algún sitio tuvo que aprender a hacerlos a ese nivel. Quiero que vuelvan a hablar con las amigas de las chicas, comprueben de nuevo si alguna ha recordado algo, como alguien que las mirase demasiado, alguien que se ofreciese a llevarlas, alguien amable que se acercase a ellas con cualquier pretexto. Quiero también que vuelvan a hablar con sus compañeros de clase en el instituto y también con los profesores, quiero saber si alguno se muestra más amable de lo normal con las niñas. He visto que al menos dos profesores les dieron clase a las tres en distintos años. He subrayado sus nombres. Zabalza, investíguelos, antecedentes, pero también rumores, muchas veces un pequeño escándalo se silencia por razones corporativistas.