El guardián invisible (11 page)

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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: El guardián invisible
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—Eso es lo que nunca obtendrás —susurró Amaia.

No, ellas no eran santas, no se entregarían sumisas y abnegadas, tendría que arrebatarles la vida como un ladrón de almas.

Salió de la iglesia de Santiago y caminó lentamente, aprovechando que la oscuridad y el intenso frío habían vaciado las calles a pesar de la temprana hora. Atravesó los jardines de la iglesia y apreció la belleza de los enormes árboles que la rodeaban compitiendo en altura con las dos torres del templo. Pensó en la extraña sensación que la acuciaba en aquellas calles casi desiertas. El casco urbano de Elizondo se extendía por la zona llana del valle y sus calles estaban condicionadas en gran parte por el río Baztán. Tres eran sus calles principales, y las tres, paralelas entre sí, componían el centro histórico de Elizondo, donde aún se levantan los grandes palacios y otras viviendas típicas de la arquitectura popular.

La calle Braulio Iriarte transcurre por la orilla septentrional del río Baztán y está unida a la calle Jaime Urrutia mediante dos puentes. Ésta fue la antigua calle mayor hasta la construcción de la calle Santiago, y transcurre por la orilla meridional del río Baztán. Plagada de casas señoriales, la calle Santiago fue la causante de la expansión urbana de la localidad, con la construcción de la carretera de Pamplona a Francia a comienzos del siglo XX.

Amaia llegó a la plaza sintiendo el viento entre los pliegues de su bufanda mientras observaba la explanada demasiado iluminada, que, sin embargo, no poseía hoy ni la mitad del encanto que debió de tener en el siglo pasado, cuando sobre todo se usaba para jugar a pelota. Se acercó al ayuntamiento, un noble edificio de finales del siglo XVII que a Juan de Arozamena, un famoso cantero de Elizondo, le llevó dos años construir. En la fachada, el eterno escudo ajedrezado, con una inscripción que dice: «Valle y Universidad del Baztán», y, frente al edificio, en la parte inferior izquierda de la fachada, una piedra llamada
botil harri
que servía para el juego de la pelota, en su modalidad de guante conocido como
laxoa
.

Sacó una mano del bolsillo y casi ceremonialmente tocó la piedra, sintiendo cómo el frío subía por su mano. Amaia trató de imaginarse la plaza a finales del siglo XVII, cuando la
laxoa
era el juego de pelota dominante en Euskal Herria. Se jugaba en equipos de cuatro jugadores, que se enfrentaban cara a cara al modo del tenis, aunque sin una red que separase los campos. Los
pelotaris
utilizaban un guante, o
laxoa
, para lanzarse la pelota entre sí. En el siglo XIX este juego iría cayendo en desuso a medida que fueron naciendo nuevas especialidades dentro de la pelota vasca. Aun así, recordaba haber oído contar a su padre que uno de sus abuelos había sido un gran aficionado que llegó a labrarse una reputación como guantero debido a la calidad de las piezas que él mismo cosía a mano usando cueros que también él curaba y curtía.

Aquél era su pueblo, el lugar en el que había vivido más años de su vida. Formaba parte de ella como una huella genética, era el lugar al que volvía cuando soñaba, cuando no soñaba con muertos, agresores, asesinos y suicidas que se mezclaban obscenamente en sus pesadillas. Pero cuando no había pesadillas y su sueño era plácido y regresivo, volvía allí, a aquellas calles y plazas, a aquellas piedras, a aquel lugar del que siempre quiso irse. Un lugar que no estaba segura de amar. Un lugar que ya no existía, porque lo que comenzaba a añorar ahora que estaba allí era el Elizondo de su infancia. Sin embargo, ahora que había regresado casi segura de hallar signos de cambio definitivo, se encontraba con que todo estaba igual. Sí, quizá más coches en las calles, más farolas, bancos y jardincillos que, como un maquillaje novedoso, pintaban la cara de Elizondo. Pero no tanto como para no permitirle ver que en su esencia no había cambiado, que todo seguía igual.

Se preguntó si aún estaría abierta Alimentación Adela, o la tienda de Pedro Galarregui en la calle Santiago, las tiendas de confección donde su madre les compraba la ropa, como Belzunegui o Mari Carmen, la panadería Baztanesa, calzados Virgilio o la chatarrería Garmendia, en Jaime Urrutia. Y supo que ni siquiera era ése el Elizondo que echaba de menos, sino otro más antiguo y visceral, el lugar que formaba parte de sus entrañas y que moriría con ella en su último aliento. El Elizondo de las cosechas arruinadas por el efecto de las plagas, de la epidemia de los niños muertos de tos ferina en 1440. El de los que habían cambiado sus costumbres para adaptarse a una tierra que al principio se mostró hostil, un pueblo decidido a permanecer en aquel lugar junto a la iglesia, pues ése había sido el origen del pueblo. El de los marinos reclutados en la plaza para viajar a Venezuela con la Real Compañía de Caracas. El de los elizondarras que reconstruyeron el pueblo tras las terribles riadas y desbordamientos del río Baztán. A su mente acudió la imagen recreada del sagrario flotando calle abajo junto a los cadáveres del ganado. Y de sus vecinos elevándolo sobre sus cabezas, convencidos en medio de aquel lodazal de que sólo podía ser una señal divina, una señal de que Dios no les había abandonado y de que debían continuar. Hombres y mujeres valientes forjados a la fuerza, intérpretes de señales telúricas que siempre miraban a las alturas esperando piedad de un cielo más amenazante que protector.

Volvió atrás por la calle Santiago y bajó hacia la plaza Javier Ziga, penetró en el puente y se detuvo en el centro. Apoyándose en el murete donde está grabado su nombre, Muniartea, susurró mientras pasaba sus dedos por la piedra áspera. Escrutó la negrura del agua que traía aquel aroma mineral desde las cumbres, aquel río que se había desbordado causando pérdidas y horrores que figuraban en los anales de la historia de Elizondo; en la calle Jaime Urrutia aún podía verse un placa conmemorativa en la casa de la Serora, la mujer que se ocupaba de la iglesia y de la rectoría, que indicaba el lugar hasta el que llegaron las aguas desbordadas el 2 de junio de 1913. Ese mismo río era ahora testigo de un nuevo horror, un horror que nada tenía que ver con las fuerzas de la naturaleza, sino con la más absoluta depravación humana, que tornaba a los hombres en bestias, depredadores que se confundían entre los justos para acercarse, para cometer el acto más execrable, dando rienda suelta a la codicia, la ira, la soberbia y el apetito insaciable de la gula más inmunda. Un lobo que no iba a detenerse y que continuaría sembrando de cadáveres las márgenes del río Baztán, aquel cauce fresco y luminoso de agua cantarina que mojaba las orillas del lugar al que regresaba cuando no soñaba con muertos, y que ahora aquel cabrón había mancillado con sus ofrendas al mal.

Un escalofrío recorrió su espalda, soltó las manos de la piedra fría y se las metió en los bolsillos estremeciéndose. Le dedicó una última mirada al río y emprendió el regreso a casa mientras comenzaba a llover de nuevo.

13

Mezclado con el murmullo omnipresente del televisor le llegaron las voces de James y Jonan, que charlaban en la salita de tía Engrasi, al parecer ajenos al alboroto que formaban las seis ancianas que jugaban al póquer en una mesa de tapete verde y forma hexagonal propia de cualquier casino y que su tía se había hecho traer desde Burdeos con el fin de que cada tarde se jugasen en ella algunos euros y el honor. Cuando la vieron en el umbral, los dos hombres se alejaron de la mesa de juego y se acercaron a ella. James la besó brevemente mientras la tomaba de la mano y la conducía a la cocina.

—Jonan te está esperando, tiene que hablar contigo. Yo os dejo solos.

El subinspector se adelantó y le tendió un sobre de color marrón.

—Jefa, ha llegado el informe de rastros de Zaragoza, supuse que querría verlo cuanto antes —dijo paseando la mirada por la enorme cocina de Engrasi—. Creía que ya no existían lugares así.

—Y ya no existen, créeme —replicó ella extrayendo un pliego del interior del sobre—. Esto es… Es alucinante. Escucha, Jonan, los pelos que hallamos sobre los cadáveres son de jabalí, oveja, zorro y, pendiente de calificación, lo que podría ser oso, aunque éste no es concluyente; además, los restos de epiteliales del cordel son, agárrate, piel de cabra.

—¿De cabra?

—Sí, Jonan, sí, tenemos la jodida Arca de Noé, casi me extraña que no hayan encontrado moco de elefante y esperma de ballena…

—¿Y vestigios humanos?

—Nada humano, ni un pelo, ni fluidos, nada. ¿Qué crees que dirían nuestros amigos los guardabosques si pudieran ver esto?

—Dirían que no hay nada humano, porque no es humano. Un basajaun.

—En mi opinión, ese tío es un imbécil. Como él mismo expuso, se supone que los basajaunes son seres pacíficos, protectores de la vida del bosque… Él mismo dijo que un basajaun le salvó la vida, ya me dirás de qué forma lo encaja en esta historia.

Jonan la miró valorando su exposición.

—Que el basajaun estuviera allí no indica necesariamente que matase a las chicas, más bien todo lo contrario: como protector del bosque es lógico que se sienta implicado, afrentado y provocado por la presencia del depredador.

Amaia lo miró sorprendida.

—¿Lógico?… Tú te estás divirtiendo con todo esto, ¿verdad? —Jonan sonrió—. No lo niegues, todas estas tonterías del basajaun te encantan.

—Sólo la parte en que no hay niñas muertas. Pero usted mejor que nadie sabe que no son tonterías, jefa, y se lo digo yo, que además de poli soy arqueólogo y antropólogo…

—Ésta sí que es buena. A ver, explícame eso: por qué yo mejor que nadie.

—Porque usted nació y creció aquí, ¿no irá a decirme que no mamó esas historias desde pequeña? No son necedades, forman parte de la cultura y la mitología vasconavarra, y no hay que olvidar que lo que ahora es mitología fue primero religión.

—Pues no olvides que en nombre de la religión más exacerbada en este mismo valle se persiguió y condenó a docenas de mujeres que murieron en la hoguera en el auto de fe de 1610, por culpa de creencias tan absurdas como ésa, y que por suerte la evolución ha dejado atrás.

Él negó, descubriendo ante Amaia todo el saber que escondía bajo la apariencia del joven subinspector que era.

—Es sabido que el enardecimiento religioso y los temores alimentados con leyendas y paletos hicieron mucho mal, pero no puede negarse que constituyó uno de los fenómenos de fe más abrumadores de la historia reciente, jefa. Hace cien años, ciento cincuenta a lo sumo, era raro encontrar a alguien que declarase no creer en brujas,
sorgiñas
,
belagiles
, basajaun,
tartalo
y, sobre todo, en Mari, la diosa, genio, madre, la protectora de las cosechas y los ganados que a capricho hacía tronar el cielo y caer granizos que sumían al pueblo en la más terrible de las hambrunas. Llegó un punto en que había más gente que creía en las brujas que en la Santísima Trinidad, y eso no escapaba a la Iglesia, que veía cómo sus fieles, al salir de misa, seguían observando los antiguos rituales que habían formado parte de las vidas de las familias desde tiempo inmemorial. Y fueron obsesos medio enfermos como el inquisidor de Bayona, Pier de Lancré, los que emprendieron la guerra sin cuartel contra las antiguas creencias, consiguiendo con su locura justo el efecto contrario. Lo que siempre había formado parte de las creencias de la gente se convirtió de pronto en algo maldito, perseguible, objeto de denuncias absurdas motivadas la mayoría de las veces por la creencia de que quien colaboraba con la Inquisición se veía libre de sospecha. Pero antes de llegar a esa locura la antigua religión había formado parte de los moradores del Pirineo durante cientos de años sin causar ningún problema, incluso convivió con el cristianismo sin mayores complicaciones, hasta que la intolerancia y la locura hicieron su aparición. Creo que recuperar algunos valores del pasado no vendría mal a nuestra sociedad.

Amaia, impresionada por las palabras del habitualmente algo introvertido subinspector, dijo:

—Jonan, la locura y la intolerancia siempre aparecen, en todas las sociedades, y tú parece que acabes de hablar con mi tía Engrasi…

—No, pero me encantaría hacerlo. Su marido me ha dicho que echa las cartas y esas cosas.

—Sí… Y esas cosas. No te acerques a mi tía —dijo Amaia sonriendo—, que bastante caliente tiene ya la cabeza.

Jonan rió sin quitar los ojos del asado que esperaba junto al horno el momento de recibir el dorado final antes de la cena.

—Hablando de cabezas calientes, ¿tienes idea de dónde está Montes?

El subinspector fue a responder, pero en un ataque de discreción se mordió el labio inferior y apartó la mirada. A Amaia el gesto no le pasó inadvertido.

—Jonan, estamos llevando a cabo quizá la investigación más importante de nuestras vidas, nos jugamos mucho en este caso. Prestigio, honor, y lo que es más importante: quitar a esa alimaña de la circulación y evitar que vuelva a hacerle a otra chica lo que les ha hecho a éstas. Aprecio tu compañerismo, pero Montes va por libre y su comportamiento puede llegar a interferir gravemente en la investigación. Sé cómo te sientes, porque yo me siento igual. Aún no he decidido qué hacer al respecto, y por supuesto no he informado, pero por mucho que me duela, por mucho que aprecie a Fermín Montes, no permitiré que su excéntrico comportamiento perjudique el trabajo de tantos profesionales que se están dejando la piel, los ojos y el sueño. Ahora, Jonan, dime, ¿qué sabes de Montes?

—Bueno, jefa, yo estoy de acuerdo, y ya sabe que mi fidelidad está con usted; si no he dicho nada es porque me ha parecido que era algo de índole personal…

—Yo lo juzgaré.

—Hoy a mediodía le he visto comiendo en la taberna Antxitonea… Con su hermana.

—¿La hermana de Montes? —se extrañó.

—No, la hermana de usted.

—¿Mi hermana?, ¿mi hermana Rosaura?

—No, con la otra, con su hermana Flora.

—¿Con Flora? ¿Le vieron ellos?

—No, ya sabe que tiene una barra semicircular que comienza en la entrada y va hasta atrás, donde se entra al frontón; yo estaba con Iriarte junto a las cristaleras, pero les vi entrar y me acerqué a saludarles; entonces se metieron en el comedor y no me pareció oportuno seguirles. Cuando salimos, media hora después, vi por la cristalera que da al bar que habían pedido y se disponían a comer.

Jonan Etxaide nunca se había dejado amedrentar por la lluvia. De hecho, pasear bajo el aguacero sin paraguas era una de sus mayores aficiones, y siempre que podía, en Pamplona, se iba a dar un paseo bajo la capucha de su anorak, solitario en sus pasos lentos mientras los demás se apuraban huyendo a las cafeterías o desfilando torpemente bajo los aleros traidores de los edificios, que chorreaban goterones que aún mojaban más. Caminó por las calles de Elizondo admirando la suave cortina de agua que parecía desplazarse a capricho sobre las calzadas produciendo un efecto misterioso como de velo de novia rasgado. Las luces de los coches perforaban la oscuridad dibujando fantasmas de agua ante ellos y la luz roja del semáforo se derramaba como si fuera sólida formando un charco de agua roja a sus pies. En contraste con las aceras desiertas, el tráfico era fluido a aquella hora en que parecía que todo el mundo fuera a alguna parte, como amantes convocados a un encuentro. Jonan caminó por la calle Santiago hacia la plaza huyendo del ruido con pasos rápidos que se frenaron en cuanto divisó las suaves formas que le trasladaron rápidamente a otro tiempo.

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