El Fuego (53 page)

Read El Fuego Online

Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
13.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora, aunque su fuerza vital iba remitiendo por momentos, todavía conservaba el conocimiento suficiente para darse cuenta de que en esos últimos días había pasado más de la mitad del tiempo entre delirios. Y también contaba con la suficiente lucidez para saber que esa enfermedad suya no era una simple gripe ni unos sabañones.

Era, con toda probabilidad, la misma «enfermedad» que había atacado a Percy Shelley.

Lo estaban matando a conciencia.

Byron comprendió que, si no actuaba con rapidez, si no le revelaba lo que sabía a la única persona que necesitaba saberlo y en quien podía confiar, quizá fuera ya demasiado tarde. Todo estaría perdido sin remedio.

Su ayuda de cámara, Fletcher, esperaba ahora junto a su lecho con la botella de brandy aguado, que era ya lo único que aliviaba a Byron; Fletcher, que, en perspectiva, era posible que desde el principio hubiera sido el más listo. Se había mostrado largo tiempo reacio a acompañar a su señor a Grecia y había rogado a Byron que reconsiderara si no serviría mejor a la causa de su compromiso con la independencia griega proporcionando la ayuda económica que requerían los patriotas… pero sin una participación personal tan directa. A fin de cuentas, ambos habían visto ya Missolonghi, justo después de su visita a Alí Bajá, hacía trece años.

Pero después, cuando Byron había «caído enfermo» hacía nueve días a causa de ese mal misterioso e incurable, Fletcher que solía permanecer siempre estoico prácticamente se había venido abajo. Los criados del servicio, los militares, los médicos, todos ellos hablaban un idioma diferente.

—¡Esto es como la Torre de Babel! —había exclamado Fletcher, tirándose del pelo con frustración.

Habían hecho falta tres traducciones sólo para pedir, por deseo del paciente, un cuenco de caldo con un huevo revuelto dentro.

Pero, gracias a Dios, al menos Fletcher estaba junto a él… y, por una vez, se encontraban solos. Ahora, le gustara o no, su fiel ayuda de cámara tendría que acceder a cumplir una última tarea.

Byron tocó a Fletcher en el brazo.

—Señor, ¿más brandy? —dijo este, con un semblante tan grave y transido que Byron se habría echado a reír, de no haberle supuesto tantísimo esfuerzo.

Byron movió los labios y Fletcher inclinó el oído hacia su señor.

—Mi hija —susurró Byron.

Pero al instante se arrepintió de haber pronunciado esas palabras .

—¿Deseáis que tome nota de una carta personal vuestra para lady Byron y la pequeña Ada, en Londres? —preguntó Fletcher, temiendo lo peor.

Y es que semejante franqueza sólo podía reflejar el último deseo de un moribundo. Todo el mundo sabía que Byron detestaba a su esposa y que sólo le enviaba
communiques
privados, a los que ella rara vez respondía.

Sin embargo, el poeta sacudió ligeramente la cabeza entre los almohadones.

Sabía que su ayuda de cámara lo comprendería, que ese hombre que llevaba tantos años a su servicio y con el que tantas tribulaciones había pasado, el único que conocía sus verdaderos parentescos, no revelaría a nadie esa última petición.

—Ve por Haidée —dijo Byron—. Y trae al chico.

Haidée sintió una gran pena al ver a su padre tumbado allí, tan pálido y lánguido, más blanco —tal como Fletcher les había advertido justo antes de que lo vieran— que el recoveco del ala de un polluelo recién nacido.

Cuando Kauri y ella se detuvieron frente a la desvencijada cama turca en la que Fletcher había ahuecado unos cojines, sintió ganas de echarse a llorar. Ya había perdido al hombre al que durante toda la vida había creído su padre: Alí Bajá. Y ahora, ese otro padre al que hacía poco más de un año que conocía se estaba apagando ante sus ojos.

Durante el año transcurrido desde su encuentro, como bien sabía Haidée, Byron lo había arriesgado todo y se había valido de todos los pretextos posibles para mantenerla junto a él sin desvelar el secreto de su parentesco.

Para reforzar sus subterfugios, hacía apenas unos meses Byron, en su trigésimo sexto cumpleaños, le había dicho que había escrito una carta a su esposa, «lady B», como él solía llamarla, explicándole que había conocido a una niña griega encantadora y vivaracha, «Hayatée», apenas algo mayor que su hija Ada, y que había quedado huérfana a causa de la guerra. Había añadido que le gustaría adoptarla y enviarla a Inglaterra, donde lady B podría encargarse de que recibiera una educación adecuada.

Jamás había recibido una palabra en respuesta, por descontado. Sin embargo, los espías que abrían el correo, como él mismo le dijo a Haidée, creerían que esa seudoadopción era otra de las afamadas extravagancias del gran lord.

Ese «parentesco» de Haidée con Byron había quedado corroborado al fin por el rumor, que en Grecia nunca mentía. Y ahora que estaba en su lecho de muerte, en un momento en que era imprescindible que hablaran, ambos sabían que era más importante que nunca que nadie conociera el verdadero motivo por el que la había llevado hasta allí.

La Reina Negra estaba escondida en una cueva de una isla que había frente a las costas de Maina donde Byron le había dicho una vez a Trelawney que le gustaría ser enterrado: la cueva en la que había escrito
El corsario
. Ellos tres —Haidée, Kauri y Byron— eran los únicos que sabían dónde ir a buscarla. Pero ¿de qué servía ahora?

Sucedía que la guerra de la independencia griega, cuyas hostilidades habían comenzado hacía tres años, iba de mal en peor. El príncipe Alejandro Ypsilantis, antiguo jefe de la
Philikí Etaireía
, la sociedad consagrada a la liberación de Grecia, había encabezado la lucha, pero había sido negado y traicionado por su antiguo señor, el zar Alejandro I de Rusia, y se estaba pudriendo en una cárcel austrohúngara.

Las facciones griegas discutían entre sí disputándose la supremacía, mientras Byron, que tal vez fuera su última esperanza, yacía moribundo en una miserable habitación de Missolonghi.

Peor aún, Haidée vio en el rostro de su padre una angustia causada no sólo por el veneno que sin duda le habían estado administrando, sino por tener que dejar esa tierra y a su propia hija, con su misión aún sin cumplir.

Kauri se sentó en silencio cerca de la cama y puso una mano sobre la cabeza de Byron, mientras que Haidée se quedó de pie pinto a su padre, sosteniendo su débil mano entre las de ella.

—Padre, comprendo lo gravemente enfermo que estáis —dijo con suavidad—, pero debo saber la verdad. ¿Qué esperanzas nos quedan ahora para la salvación de la Reina Negra… o del ajedrez?

—Como ves —susurró Byron—, todo aquello que temíamos era bastante cierto. Las batallas y las traiciones de Europa jamás encontrarán un fin hasta que todos, todos, seamos libres. Napoleón traicionó a sus aliados, además de al pueblo francés y al final incluso sus propios ideales, cuando marchó sobre Rusia. Y Alejandro de Rusia, al destruir toda esperanza de unión entre las iglesias orientales contra el islam, traicionó los ideales de su abuela, Catalina la Grande. Pero ¿de qué sirve el idealismo cuando los ideales son falsos?

El poeta, con todo, se reclinó entre los almohadones cercando los ojos como si no pudiera proseguir.

Apenas movió la mano, Haidée le alcanzó intuitivamente la de tisana, una infusión de té fuerte que, a petición de Byron, Fletcher había dejado lista para su señor antes de marchar. Haidée vio que el ayuda de cámara había preparado también una pipa de agua, con el tabaco quemando ya, para infundirle al propio Byron la dosis de fuerza que necesitaría para explicar lo que tenía que explicar.

Byron sorbió el té de la taza de la mano de Haidée, y luego Kauri puso la boquilla de la pipa de agua entre los labios del poeta, que al fin encontró fuerzas para continuar.

—Alí Bajá era un hombre con una gran misión —dijo con su débil voz—, una misión que iba más allá de unir Oriente y Occidente; se trataba de la unión de verdades subyacentes. Conocerlos a Vasiliki y a él me cambió la vida en una época en la que no era mucho mayor que vosotros dos. Gracias a eso escribí muchos de mis mejores relatos de amor: la historia de Haidée y la pasión de don Juan; El
giaour
, «el infiel», sobre el amor del héroe no musulmán por Leila. Pero
giaour
, en realidad, no significa «infiel». En su significado más antiguo, del persa
gawr
, era un adorador del fuego, un zoroastra. O un parsi de la India, un devoto de Agni, la llama.

»Eso fue lo que aprendí del bajá y los bektasíes: la llama subyacente que está presente en todas las grandes verdades. De tu madre, Vasiliki, aprendí a amar.

Byron les pidió con gestos otra dosis de té fuerte y tabaco para recabar las fuerzas que le hacían falta. Cuando lo hubieron satisfecho, Byron añadió:

—Puede que no viva para ver otro año, pero por lo menos veré el alba de mañana. Eso es tiempo suficiente para compartir con vosotros el secreto de la Reina Negra que el bajá y Vasiliki.

hace tantos años, compartieron conmigo. Debéis saber que la reina que obra en vuestro poder no es la única. Pero sí es la verdadera. Acércate más, niña mía.

Haidée obedeció a lo que le pedía Byron, que le habló al oído y en voz tan baja que incluso Kauri tuvo que esforzarse para entender lo que decía.

EL RELATO DEL POETA

En la ciudad de Kazan, en la Rusia central, a finales del siglo XVI vivió una joven niña, de nombre Matrona, que soñó repetidas veces que la Madre de Dios había ido a hablarle de un antiguo icono enterrado que poseía fabulosos poderes. Después de seguir las diversas pistas que le diera la Virgen, al fin encontró el icono en el interior de una casa derruida, envuelto en paño entre las cenizas que había bajo la estufa.

Se la llamó la Virgen Negra de Kazan y se convertiría en el icono más famoso de toda la historia de Rusia.

Poco después de su descubrimiento, en 1579, se construyó en Kazan el convento de la Bogoroditsa para albergar el icono.
Bogoroditsa
significa «Alumbradora de Dios», de
Bogomater
, «Madre de Dios», el título de todas esas oscuras figuras vinculadas con la tierra.

La Virgen Negra de Kazan ha protegido a Rusia durante los últimos doscientos cincuenta años. Acompañó a los soldados que liberaron Moscú de los polacos en 1612 e incluso contra Napoleón hace unos años, en 1812.

En el siglo XVIII, Pedro el Grande se la llevó de Moscú, segundo hogar de la Virgen, a su nueva ciudad de San Petersburgo, de la cual se convirtió en patrona y protectora.

En cuanto la Reina Negra de los Cielos fue instalada en San Petersburgo en 1715, Pedro el Grande desplegó su gran plan: expulsar a los turcos de Europa. Se declaró a sí mismo Petras I, Russo-Graecorum Monarcha —rey de Grecia y Rusia—, y juró unir las iglesias ortodoxas griega y rusa. Aunque no logró su gesta, la ambición de Pedro inspiraría un afán similar por esa misma causa en alguien que lo sucedió casi cincuenta años después.

Se trataba de la zarina Ekaterina II, emperatriz de todas las Rusias, a quien conocemos como Catalina la Grande.

En 1762, cuando Catalina derrocó en un golpe de Estado palaciego a su marido, el zar Pedro III, ayudada por su amante, Grigori Orlov, se reunió sin perder tiempo con los hermanos Orlov en la catedral de Nuestra Señora de Kazan, en San Petersburgo, para erigirse oficialmente en emperatriz.

Para conmemorar la ocasión, hizo que le forjaran un medallón con su efigie personificando a otra virgen, Atenea o Minerva, y encargó también una copia del icono de la Virgen Negra de Kazan con un enjoyado
oklad
, un marco forjado por el maestro orfebre Iakov Frolov, que sería colgado en el Palacio de Invierno, sobre la cama de Catalina.

La Iglesia rusa puso su impresionante respaldo —pues poseía más de una tercera parte de toda la tierra y los siervos rusos— al servicio de las aspiraciones de Catalina: expulsar al islam de los confines orientales del continente y unir las dos iglesias cristianas. Ayudaron con entusiasmo a financiar exploraciones, expansiones y guerras: Grigori Shelikov, el «Colón ruso», fundó la primera colonia rusa en Alaska y una compañía comercial en Kamchatka, además de trazar los mapas de la Rusia oriental, parte del oeste de América y las islas que encontró entre ambas.

El Imperio ruso había empezado a ocupar los vastos territorios que reclamaba para sí.

Catalina proyectaba que todos esos dominios fueran gobernados por su nieto, Alejandro, a quien había puesto ese nombre por el gran conquistador de Oriente.

Con la primera guerra ruso-turca de 1768, Catalina logró atravesar el umbral del Imperio otomano y afianzó una importante concesión: el derecho de Rusia, mediante tratado, a que en caso de surgir causa alguna pudiera proteger a los súbditos cristianos de la Sublime Puerta.

Poco después y en secreto, el nuevo favorito de Catalina.

Grigori Potemkin, la ayudó a trazar un plan de un alcance apabullante. Lo llamaron el Proyecto Griego y se trataba nada menos que de la restauración del Imperio bizantino tal y como había sido antes de la conquista islámica. Este sería gobernado por el otro nieto de Catalina, a quien le había puesto el nombre del fundador primigenio de la Iglesia oriental: Constantino.

Para llevar a término ese plan, Potemkin organizó una unidad militar de doscientos estudiantes griegos, la Compañía de Fieles Extranjeros, que serían adiestrados con la tecnología militar y la experiencia rusas, preparándolos para regresar a su hogar, donde ayudarían a promover la liberación de Grecia del dominio turco. Ese grupo sería la semilla de la que nació la
Etaireía ton Philikón
, la sociedad que lucha por la independencia griega y que tan decisiva está siendo en todo lo que hacemos hoy aquí.

Other books

Carry Her Heart by Holly Jacobs
GirlMostLikelyTo by Barbara Elsborg
Panorama City by Antoine Wilson
The Invitation by Roxy Sloane
Quench by J. Hali Steele
When Night Falls by Airicka Phoenix
Gurriers by Kevin Brennan
Shallow by Georgia Cates
Phantoms In Philadelphia by Amalie Vantana