Las carreteras secundarias que salían del parque eran polvorientas y sinuosas. No hacían más que bifurcarse en diferentes direcciones, a veces sin señales que indicaran hacia dónde iba cada camino.
Key estaba conduciendo bastante deprisa por las curvas sin visibilidad y yo empecé a ponerme más que nerviosa, esperando que supiera lo que se hacía.
Sin embargo, de una cosa no me cabía duda: en ese preciso instante, mi amiga estaba más que picada.
Pero ¿por qué? Esos celos infantiles por las atenciones que me dedicaba Vartan habrían sido más típicos viniendo de Sage.
Además, Vartan Azov, a pesar de su atractivo, no era ni mucho menos el tipo de Key, y eso yo lo sabía mejor que nadie. El intelecto del ucraniano era de un tipo más bien introspectivo y analítico, mientras que Key necesitaba a alguien mucho más conectado con la biosfera. La idea de Key de un macho aceptable era alguien que supiera distinguir un serac de una morrena a cien pasos de distancia, que pudiera anudar media docena de lazos diferentes en unos segundos —a oscuras y bajo cero, con las manoplas puestas— y que no viajara a ninguna parte sin una extensa selección de clavos, crampones y mosquetones.
Así que ¿a qué venía todo eso, la mandíbula rígida, la tensión al volante? Me daba cuenta de que Key estaba agarrando un berrinche silencioso. Pero con Vartan acoplado en el asiento trasero, desde donde podía oír todo lo que se decía en el de delante, tuve que estrujarme las células grises intentando encontrar una
máxime de communication
que él no pudiera comprender.
Como siempre, Key fue más rápida.
—Dos cerebros piensan más que uno —masculló por la comisura de los labios—. Por otro lado, tres son multitud.
—Pensaba que tu lema siempre había sido «Cuantos más, mejor».
—Hoy no.
A fin de cuentas, había sido Key quien había hecho que Varían viniera a buscarnos al quinto pino. ¿Quería eso decir que ahora pretendía dejarlo allí tirado?
Sin embargo, viendo el paisaje inhóspito y desierto que nos rodeaba, con desoladas arboledas en las que no había ni una línea telefónica ni una gasolinera, me pregunté dónde se podía depositar a un gran maestro ruso non grato que resultaba estar de más.
Key salió de la carretera y aparcó en un bosquecillo de árboles, apagó el motor y se volvió hacia el asiento de atrás.
—¿Dónde están? —le preguntó a Vartan.
Estoy segura de que mi rostro expresó tanta confusión como el de él. —¿Desde dónde nos están vigilando? —preguntó Key con más agresividad. Después añadió—: Venga ya, déjate de jueguecitos y no te hagas el inmigrante ignorante. Ya debes de saber que me gano la vida flotando en el aire.
Key se volvió entonces hacia mí.
—Vale, vamos a repasar todo el panorama, ¿quieres? —propuso, completamente asqueada, y subrayó cada una de sus explosiones de rabia con un dedo extendido—: Tú y yo escapamos de Washington sólo un paso por delante de las mandíbulas voraces de unos tíos que, según me has informado tú, ¡trabajan para los Servicios Secretos! ¡Nos vestimos de camuflaje y acabamos yendo a parar a un lugar al que nadie más tiene forma de llegar! ¡Atravesamos un pantano y un bosque que los ancianos piscataway han peinado para asegurarse de que no haya ningún curioso! ¡Nos agenciamos un coche por una ruta de la que nadie puede tener el menor conocimiento previo! ¿Hasta aquí me sigues?
Se volvió hacia Vartan y le dio unos golpecitos en el pecho con el índice.
—¡Y este tío se presenta aquí y cruza la tundra abierta durante más de medio kilómetro vestido con luces de neón, como si estuviera intentando llamar la atención entre todo el coro nocturno del Copacabana!
Y repitió:
—¿Dónde estaban? ¿En un avión? ¿Un ala delta? ¿Un globo?
—¿Crees que me he puesto este jersey para llamar la atención de alguien? —dijo Vartan.
—Intenta convencerme con algún otro motivo —repuso Key, cruzándose de brazos—. Y más te vale que sea bueno. Quedan al menos ocho kilómetros hasta la parada de taxis más cercana, colega.
Vartan se quedó mirándola un momento como si le hubieran comido la lengua. Parecía algo ruborizado, pero Key no cedía. Al final la miró con una extraña sonrisa.
—Lo admito —dijo—. Lo hice para llamar la atención.
—Bueno, ¿dónde estaban? —dijo ella otra vez.
Vartan me señaló.
—Aquí mismo —dijo.
En cuanto encajamos la idea de lo que decía, añadió:
—Lo siento mucho. Pensaba que ya lo había explicado; quería conectar de alguna manera al padre de Alexandra con nuestra patria, por ella. No entendía eso del… camuflaje. Ahora me doy cuenta de que era algo así como un mate ahogado. Pero jamás querría poneros a ti ni a Alexandra en peligro. Creedme, por favor.
Key cerró los ojos y sacudió la cabeza como si, sencillamente, no pudiera creer lo que decía ese tonto de remate.
Cuando volvió a abrirlos, Vartan Azov estaba sentado en el asiento de atrás, sin jersey.
—Si tenemos tantos fallos de comprensión, y tan pronto —iba diciendo Vartan mientras Key seguía conduciendo… después de que lo hubiéramos convencido para que se pusiera otro jersey en lugar de ese tan colorido que acababa de quitarse—, parece que no vamos a conseguir más que complicar nuestras otras complicaciones más aún de lo que ya lo estaban para empezar.
Bien dicho, y cierto. Pero había una complicación de la que yo no tendría que preocuparme más: la de intentar imaginarme a Vartan Azov a pecho descubierto.
Ya sabía por qué me pasaba eso. Lo llamaban la maldición del beodo: cuando vas con unas cuantas copas de más y te dicen que tienes que intentar no imaginarte un elefante violeta. Aunque en la vida has visto un elefante violeta, no eres capaz de quitarte de la cabeza a ese cabrito imaginario.
Como jugadora de ajedrez, sin embargo, yo era una maestra de la percepción y la memoria, y sabía que una vez has visto algo realmente en lugar de sólo imaginarlo —como la visión de dos segundos de una posición de ajedrez en plena partida, o los doce segundos de los pectorales de Vartan Azov—, ahí permanecerá el recuerdo, depositado para toda la eternidad en tu cámara mental. Una vez lo has visto, es indeleble y, por mucho que lo intentes, jamás podrás borrarlo.
Me hubiera gustado darme un bofetón por pánfila.
Vaya con Azov: hacía una semana quería derrotarlo, acabar con él, destrozarlo… una actitud agresiva y sana que ha salvado de la ruina a más de un jugador de ajedrez. Pero sabía que lo que fuera que hubiera entre él y yo acabaría siendo más que un simple duelo a muerte.
Sabía que Vartan había tenido razón, ya en Colorado, al decir que había demasiadas coincidencias en nuestras vidas y que debíamos unir fuerzas. Pero ¿de verdad era coincidencia? A fin de cuentas, si Key estaba en lo cierto, había sido mi madre la que había rizado todos esos rizos para lograr reunimos.
Estaba de pie en el borde mismo de un abismo y sin saber en quién podía confiar: en mi madre, en mi tío, en mi jefe, en mi tía o incluso en mi mejor amiga. Entonces, ¿por qué iba a confiar en Vartan Azov, por qué tenía que confiar en él?
Y aun así, lo hacía.
Ahora sabía que Vartan Azov era de carne y hueso, y no sólo porque no hubiera logrado quedarse con el jersey puesto. Quería algo de mí, algo que yo había visto o algo que sabía, tal vez sin saber aún yo misma que lo sabía. Por eso toda aquella cháchara sobre Ucrania, los colores, los símbolos y las ambarinas olas de cereal…
Entonces, de súbito, comprendí que sí lo sabía. Todo encajaba a la perfección.
Me volví hacia Vartan, que seguía sentado en la parte de atrás. Me estaba mirando con esos insondables ojos violeta oscuro que tenían una llama prendida en sus profundidades.
Y de repente comprendí que sabía exactamente qué era lo que sabía.
—Taras Petrosián era algo más que el típico oligarca ruso aficionado al ajedrez, ¿verdad? —dije—. Tenía una cadena de restaurantes de comida temática, como Sutaldea, aquí en Washington. Basil lo financiaba. Tenía una parte de todos los pasteles. Y te lo dejó todo a ti.
Por el rabillo del ojo vi que Key torcía la boca ligeramente, pero no intentó detenerme. Se limitó a seguir conduciendo.
—Exacto —dijo Vartan, mirándome aún con esa expresión intensa, como si yo fuera un peón de su tablero—. Al menos, todo menos una cosa.
—Ya sé qué era esa cosa —le dije.
Le había estado dando vueltas a la cabeza desde el momento en que estuve con Nim en el puente aquella noche. Pero por mucho que intentara visualizar la escena, no había manera de que se me ocurriese cómo había podido regresar al patio la madre de este, Tatiana, y entrar en el tesoro —y mucho menos en mi bolsillo— para recuperar la tarjeta con el pájaro de fuego aquel día, después de que mataran a mi padre.
Sin embargo, quienquiera que tuviera esa tarjeta y se la enviara a Nim —que, según su propio testimonio, se la reenvió a mi madre— también envió algo más en ese mismo paquete.
—El tablero —dije—. Quien se lo enviara a mi tío debió de estar aquel día en Zagorsk. Tuvo que ser Taras Petrosián. Por eso lo mataron.
—No, Xie —dijo Vartan—. Yo mismo envié el dibujo del tablero y esa tarjeta a tu tío… tal como me pidió tu madre que hiciera.
Me observó un momento como si no supiera muy bien cómo seguir.
Al cabo, dijo:
—A mi padrastro lo mataron cuando le envió a tu madre la Reina Negra.
Vuelo/Volar. Trascendencia; la liberación del espíritu de las limitaciones materiales; la liberación del espíritu de lo muerto […] acceso a un estado sobrehumano. La capacidad de los sabios para volar o «viajar con el viento» simboliza la liberación espiritual y la omnipresencia.
J. C. COOPER,
Diccionario de símbolos
P
or favor, intenta prestar atención —me reprendió Key mientras cruzábamos el asfalto de la minúscula terminal aérea para subir a la avioneta que nos estaba esperando—. Como nos decían los profesores en el colegio: «Esto que vamos a explicar ahora entra en el examen».
Una descarga de datos fundamentales me hubiera sido muy útil en ese momento, pero no pensaba provocarla haciendo más preguntas. Después del embrollo de información e informes contradictorios de esa mañana, por fin había aprendido a callar, escuchar y guardarme mis opiniones.
Mientras nos encaramábamos a la avioneta con las mochilas del coche, me di cuenta de que nunca había visto ese aparato de Key, un Bonanza clásico de un solo motor. Sabía que, cuando de aviones se trataba, siempre prefería las antigüedades. Pero sus gustos en general se decantaban más hacia sencillas avionetas que pudieran mantenerse en vuelo a ochenta kilómetros por hora.
—¿Un nuevo trofeo? —dije en cuanto los tres estuvimos con el cinturón abrochado y empezamos a rodar por la pista.
—Pues no —me dijo—. Washington, es un asco: pistas cortas. Aterrices donde aterrices por esta zona, siempre es como acertar en un vaso de agua. Esta preciosidad es un préstamo: pesa más y tiene menos plataforma que un avión de alas altas, así que podemos aterrizar con mucha menos pista. Pero va por inyección, alcanza mucha velocidad, así que estaremos allí en un periquete.
Tampoco pregunté dónde era «allí». No es que no tuviera curiosidad, pero después de esa pequeña incursión nuestra por las carreteras secundarias, estaba bastante claro que, aunque tanto Key como Vartan estuvieran alistados en el equipo de mi madre-mi amiga seguía sin confiar lo suficiente en él para abrirse y desvelar todo lo que sabía.
Y confieso que, después de la bomba de Vartan sobre la Reina Negra, el tablero y ese tarjetón de Zagorsk, yo misma necesitaba también procesar unos cuantos detalles. Así que, a falta de opciones, decidí dejarme llevar por la corriente.
El Bonanza olía a cuero viejo y a perro mojado. Me pregunté de dónde habría desenterrado esa reliquia. Key aceleró el motor; la avioneta vibró y fue dando sacudidas por la pista como si estuviera pensando si de verdad sería capaz; pero en el último momento posible cogió impulso y de repente se alzó hacia los cielos con una facilidad sorprendente. Una vez alcanzamos nuestra altura y comprobamos que no había tráfico aéreo pesado tras nosotros, Key accionó unos cuantos interruptores y se volvió hacia Vartan y hacia mí.
—Dejemos que
Otto
se ocupe de pilotar mientras continuamos nuestra pequeña charla, ¿os parece? —Otto era como llamaban al piloto «
Otto-mático
» en jerga aérea.
También yo me volví hacia Vartan.
—Gozas de toda nuestra atención —le informé con dulzura—. Si no me equivoco, cuando se acabó el último episodio, tu padrastro, Taras Petrosián, estaba abrazado a la Reina Negra.
—Me gustaría explicaros todo lo que las dos queréis saber —aseguró Vartan—, pero debéis comprender que será una historia muy larga que se remonta a hace diez años o más. No hay forma de explicarlo simplificadamente.
—No pasa nada —dijo Key—. Entre paradas para repostar y todo eso, tenemos al menos doce horas por delante para escucharla.
Los dos nos la quedamos mirando.
—¿Eso es llegar en un periquete? —protesté.
—Soy discípula de Einstein —dijo, y se encogió de hombros.
—Bueno, relativamente hablando, entonces —repuse—, ¿adónde vamos, relativamente?
—A Jackson Hole, Wyoming —me dijo—, a buscar a tu madre.