Últimas tardes con Teresa

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Ambientada en una Barcelona de claroscuros y contrastes, Últimas tardes con Teresa narra los amores de Pijoaparte, típico exponente de las clases más bajas marginadas cuya mayor aspiración es alcanzar prestigio social, y Teresa, una bella muchacha rubia, estudiante e hija de la alta burguesía catalana. Los personajes de esta novela a la vez romántica y sarcástica pertenecen ya, por derecho propio, a la galería de retratos que configuran toda una época. Hito de la literatura española contemporánea, esta obra consolidó internacionalmente el nombre de su autor.

Juan Marsé

Últimas tardes con Teresa

ePUB v1.0

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21.11.11

Séptima edición, revisada por el autor: febrero 1975

Decimoséptima edición: octubre 1986

© 1966, 1975 y 1986: Juan Marsé

© 1966, 1975 y 1986: Editorial Seix Barral, S. A., Barcelona

ISBN: 84-322-0428-5

Depósito legal: B. 35.595 – 1986

Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage

Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,

Qui suivent, indolents compagnons de voyage,

Le navire glissant sur les gouffres amers.

Á peine les ont-ils déposés sur les planches,

Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux,

Laissent piteusement leurs grandes ailes planches

Comme des avirons trainer á cóté d’eux.

Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!

Lui, naguére si beau, qu’il est comique et laid!

L’un agace son bec avec un brúle-gueule,

L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait!

Baudelaire

Nota a la séptima edición

Si de algo puede estar más o menos seguro un autor acerca de un libro suyo recién escrito, es de la distancia que media entre el ideal que se propuso y los resultados obtenidos, pese al rigor formal con que intentó amarrar el deseo y la realidad. Pero si se trata de un libro no reciente, escrito por ejemplo diez años atrás, como es el caso de éste, aquella dudosa certeza ha dejado de importunar y en su lugar alumbra un cálido estupor. Mis relaciones actuales con Teresa, después de estos años de convivencia, no sólo son buenas sino incluso más estimulantes de lo que yo había supuesto.

La novela ha pasado a ocupar el rincón menos sobresaltado de mi conciencia y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia. De vez en cuando he buscado, tanteando entre la espesura del texto, como si evocara un cuerpo joven emborronado por el tiempo, aquella supuesta gracia de ciertos miembros, los músculos y tendones que un día constituyeron el vigor del relato, la expresión más personal de una sensibilidad dócil y atenta. Pero el carácter nostálgico de esa clase de relectura no excluye algunas sorpresas. Por ejemplo, aquellas amarras profesionales destinadas a acortar la famosa distancia insalvable, aquellas, tal vez triviales, soldaduras del relato, puentes de diseño o suturas de sentido, a las que concedí una desdeñosa y convencional funcionalidad, por una parte han adquirido con el tiempo una vida independiente y autónoma y por otra han enraizado secretamente con la materia temática que nutrió la historia, hasta el punto que podrían quizá llegar a constituir, para un lector de hoy, los auténticos nervios secretos de la novela, las coordenadas subconscientes mediante las cuales se urdió la trama.

Eso explicaría en parte el que jamás los críticos, ni los profesores de literatura, ni los eruditos, o como quiera que se llamen los que se dicen expertos en estas cuestiones, suelan ponerse de acuerdo sobre los propósitos del autor. Y precisamente con esta novela, el desacuerdo fue notable desde el primer momento. Pero no deseo (no sabría) aclarar aquí esta cuestión.

No había releído Últimas tardes con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para evocar tal o cual imagen predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia, imágenes como la de Teresa en su jardín de San Gervasio, avanzando hacia Manolo con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas. Y al Cardenal sentado en su sillón de mimbres color naranja, con su raído batín y su bastón, decoroso y pulcro, espiando la vida efímera de un músculo dorsal del murciano. Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro. A Maruja remontando el Carmelo con su abriguito a cuadros y su pobre paraguas, deliciosamente emputecida. El despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. Teresa extraviada en el salón de baile dominguero, entre tufos de sobaco, pellizcos en las nalgas y zancadillas a su frágil mito de solidaridad. Y al murciano tendiendo la mano a Teresa por encima del charco enfangado que les separa en el cementerio, bajo la lluvia que amenaza inundar su isla estival y mítica, intangible. Y la tenaz mirada glauca de la Jeringa, acurrucada en la ceniza del último capítulo del libro como un insecto maligno y vengativo.

Sé que estas imágenes componen una especie de colección particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida carrera hacia Teresa.

Pero hay otros pasajes, aquellos que fueron concebidos con una recelosa convencionalidad, subtemas de transición o relleno, cosidos de tiempo y digresiones o repliegues de la trama, y que ahora, revisando el texto con vistas a una nueva edición, no me han parecido tan desvalidos como temía ni dejan de registrar, también ellos, el primer latido del libro, su impulso temático inicial. Podría citar como ejemplo la transcripción de la calentura ideológica estudiantil que abre la tercera parte de la historia, y que está entroncada con el tema central más firmemente de lo que creía; o la distraída descripción del jardín del Cardenal, con sus florecillas silvestres y borrados senderos que no llevan a ninguna parte; o el desorden de flores y besos que Teresa y Manolo dejan tras ellos en su última noche juntos, sobre el confetti de la calle en fiestas; o el inicio del capítulo que encabeza una cita de Virginia Woolf; o las pesadas cometas en el violento cielo azul del Monte Carmelo, alineadas al viento como estandartes guerreros; o la nupcial alborada de ilusiones flotando sobre la ciudad aún dormida y que Manolo divisa desde lo alto del barrio. Pienso también en los mortíferos pechos de la Rosa, y en los hombros encogidos de Mari Carmen Bori sugiriendo elegantes aburrimientos, dinero y negligencia, y en la pierna recia, confortable, sosegadamente familiar y catalana de la señora Serrat…

Pero tal vez todo eso no son más que espejismos que la novela irradia exclusivamente para mí, espectros de aquel claro ideal que rondarán siempre la dudosa realidad obtenida.

Por lo demás, sólo me resta añadir que esta edición presenta, con respecto a las anteriores, algunas supresiones y correcciones que, por supuesto, no alteran nada fundamental ni afectan a cuestiones de tono y estilo.

J. M.

Barcelona, febrero 1975.

Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada:

Para venir a serlo todo,

no quieras ser algo en nada.

San Juan de la Cruz,

Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de cañaveral.

La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el joven (pantalón tejano, zapatillas de basquet, niki negro con una arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa de falda acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es dado gozar en sueños. Se miran a los ojos.

Están llegando al automóvil, un “Floride” blanco. Súbitamente, un viento húmedo dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es el primer viento del otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega, ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan esperando que esa confusión acabe, en una actitud hierática, dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como un torbellino.

1

¿Y en qué parte del mundo, entre qué gente

No alcanza estimación, manda y domina

Un joven de alma enérgica y valiente,

Clara razón y fuerza diamantina?

Espronceda

Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive.

La noche del 23 de junio de 1956, verbena de San Juan, el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio vestido con un flamante traje de verano color canela; bajó caminando por la carretera del Carmelo hasta la plaza Sanllehy, saltó sobre la primera motocicleta que vio estacionada y que ofrecía ciertas garantías de impunidad (no para robarla, esta vez, sino simplemente para servirse de ella y abandonarla cuando ya no la necesitara) y se lanzó a toda velocidad por las calles hacia Montjuich. Su intención, esa noche, era ir al Pueblo Español, a tuya verbena acudían extranjeras, pero a mitad de camino cambió repentinamente de idea y se dirigió hacia la barriada de San Gervasio. Con el motor en ralentí, respirando la fragante noche de junio cargada de vagas promesas, recorrió las calles desiertas, flanqueadas de verjas y jardines, hasta que decidió abandonar la motocicleta y fumar un cigarrillo recostado en el guardabarros de un formidable coche sport parado frente a una torre. En el metal rutilante se reflejó su rostro —melancólico y adusto, de mirada grave, de piel cetrina—, sobre un firmamento de luces deslizantes, mientras la suave música de un fox acariciaba su imaginación: frente a él, en un jardín particular adornado con farolillos y guirnaldas de papel, se celebraba una verbena.

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