Era una sensación maravillosa.
Sin embargo, sabía que tenía que contener toda mi euforia porque, de lo contrario, no lograría acabar aquella partida. Al fin y al cabo —y bien podía apostarme la camisa, tal como diría Key—, con la memoria enciclopédica de Vartan y su dilatada experiencia —que en ajedrez se conoce con el nombre de «
conocimiento táctico
»—, mi contrincante era capaz de recordar al instante todas las variaciones sobre ese último movimiento mío, al igual que sobre muchos otros. No obstante, es bien sabido que los maestros suelen centrar toda su atención en lo que es anormal pero recordar lo que es normal. Así que tendría que engañar a su cerebro, burlar a esa intuición tan cuidadosamente enfrenada.
Sólo disponía de un único as en la manga capaz de salvarme, una baza que me había enseñado mi padre, una técnica que este no había compartido con nadie, que yo supiese. Y yo sabía además que se trataba de algo que no podía formar parte del arsenal de herramientas del aprendiz de ajedrez estándar. Durante años, a mí misma me había dado miedo utilizarlo, a causa de mi supuesta
Amaurosis Scacchistica
, que había llegado a sufrir durante el torneo incluso. De hecho, había llegado a preguntarme si no habría sido esa técnica de mi padre precisamente la que me había provocado la ceguera ajedrecística, por la manera en que a veces lo ponía todo patas arriba.
«Todo el mundo sabe —me había dicho mi padre desde que era pequeña— que si una de tus posiciones se ve amenazada, tienes dos opciones como respuesta: defenderte o atacar. Sin embargo, hay otra opción en la que nadie piensa nunca: preguntarles a las piezas su propia opinión sobre la situación en la que se encuentran.»
Aquello tenía muchísimo sentido para una niña. Se refería a que, a pesar de que cada posición en la que pudieras encontrarte podía tener sus puntos fuertes o débiles en términos de ataque o defensa del tablero general, cuando de las piezas se trataba, la situación era completamente distinta. Para un trebejo de ajedrez, esos puntos fuertes y débiles forman parte intrínseca de su propia naturaleza, del personaje al que representan. Son su
modus operandi
, tanto la libertad como las limitaciones con las que esa pieza se desplaza dentro de su aparentemente cerrado mundo en blanco y negro.
Una vez que mi padre me hubo explicado todo esto, enseguida me di cuenta de que, por ejemplo, cuando una dama amenaza a un caballo, el caballo no puede responder amenazando a la dama. O cuando una torre ataca a un alfil, el alfil no está en disposición de atacar a la torre. Ni siquiera la dama, la pieza más poderosa del tablero, puede permitirse el lujo de demorarse demasiado en una casilla oblicua que se halle en mitad del camino de un simple peón que se aproxima hacia ella, porque de lo contrario, este la matará. La debilidad de cada una de las piezas, en términos de sus limitaciones naturales, de cómo puede ser atrapada o atacada, también era su punto fuerte cuando se trataba de atacar a otro.
Lo que le gustaba a mi padre era encontrar situaciones en las que se pudiesen explotar esos rasgos innatos en vivo, en un agresivo bombardeo táctico masivo, una auténtica revelación para una chiquilla de seis años que no le tenía miedo a nada, y algo que esperaba poder utilizar ese día. Además, siempre había sido una jugadora táctica especializada más bien en el cuerpo a cuerpo, y sabía —aunque sólo fuera para empatar con Vartan Azov— que, decididamente, necesitaba unas cuantas sorpresas más.
Después de lo que me pareció una eternidad, levanté la vista. Vartan me miraba con una expresión muy extraña.
—Es increíble… —exclamó—. Pero ¿por qué no lo has dicho?
—¿Por qué no has movido? —quise saber.
—Muy bien —convino—. En ese caso haré el único movimiento que puedo hacer.
Varían extendió un dedo largo y derribó su rey.
—Se te ha olvidado mencionar que me tenías en jaque mate —me dijo.
Me quedé mirando el tablero, boquiabierta. Tardé quince segundos largos en darme cuenta.
—¿No lo sabías? —me preguntó, anonadado.
Yo estaba en una especie de shock.
—Supongo que necesito un poco más de entrenamiento antes de volver a saltar a la arena —admití.
—Entonces, ¿cómo lo has hecho?
—Es una técnica extraña que consiste en mirar al juego y que mi padre me enseñó cuando era pequeña —le expliqué—. Pero parece que algunas veces produce un efecto rebote, cuando se mete dentro de mis sinapsis cerebrales.
—Sea lo que sea —dijo Vartan, sonriendo de oreja a oreja—, creo que lo mejor será que me enseñes esa «técnica». Es la única vez en toda mi vida que no lo he visto venir.
—Ni yo tampoco —confesé—. Y cuando perdí aquella partida contra ti en Moscú, pasó lo mismo:
Amaurosis Scacchistica
. Nunca he querido decírselo a nadie, pero admito que aquella no fue la primera vez que me pasó.
—Xie, escúchame —dijo Vartan, al tiempo que rodeaba la mesa y se acercaba para tomar mis manos entre las suyas. Me hizo levantarme—. Todo jugador sabe que la ceguera ajedrecística puede afectar a cualquiera, en cualquier lugar y en cualquier momento. Cada vez que ocurre, te maldices a ti mismo, pero es un error creer que se trata de alguna maldición especial de los dioses reservada únicamente a ti. Ya habías abandonado el juego antes de poder descubrir eso por ti misma.
»Ahora —prosiguió—, quiero que mires ese tablero. Lo que acabas de hacer ha sido muy fuerte, y no sólo una casualidad ni un accidente. Puede que tampoco haya sido una estrategia demasiado sofisticada, de hecho yo no había visto algo así en toda mi vida como jugador. Más bien ha sido como miles de tácticas estallando por todas partes, como trozos de metralla. Pero me ha pillado completamente desprevenido. —Hizo una pausa hasta conseguir toda mi atención y a continuación añadió—: Y has ganado.
—Pero no recuerdo cómo lo he hecho… —empecé a decir.
—Adelante —dijo—. Por eso es por lo que quiero que te sientes aquí a estudiar el tablero todo el tiempo que sea necesario, que lo reconstruyas todo hasta que sepas cómo has llegado hasta ahí. De otro modo sería como caerse de un caballo: si no vuelves a montar de inmediato, te dará miedo volver a hacerlo.
Me había dado miedo volver a montar durante más de diez años de temor y remordimiento acumulados, desde Zagorsk, y puede que incluso desde antes, pero sabía que Vartan tenía razón sobre lo siguiente: siempre me quedaría sentada en el suelo polvoriento, detrás de ese caballo galopante, hasta que lo averiguase.
Vartan sonrió y me dio un beso en la punta de la nariz.
—Yo prepararé la cena —anunció—. Avísame cuando hayas dado con la respuesta. No quiero distraerte en este momento tan crucial de tu descubrimiento, pero puedo prometerte solemnemente que cuando lo hayas resuelto, obtendrás una generosa recompensa. Un gran maestro dormirá en tu cama y te hará cosas deliciosas durante la noche entera.
Ya estaba a medio camino de la cocina cuando se volvió y añadió:
—Porque… tienes una cama, ¿no?
Vartan hojeó la pila de papel, mi reconstrucción de nuestra partida, mientras devorábamos los espaguetis que había preparado para los dos en mi desabastecida cocina. Pero no se quejó ni una sola vez, ni siquiera sobre el resultado de sus maniobras culinarias.
Yo observaba su rostro desde el otro lado de la mesa. De vez en cuando, asentía; una o dos veces se echó a reír a carcajadas, y al final, levantó la vista para mirarme.
—Tu padre era una especie de genio hecho a sí mismo —dijo—Te aseguro que ninguna de las ideas que aparecen aquí la sacó de su larga estancia, de chico, en el Palacio de los Jóvenes Pioneros. ¿Y fue él quien te enseñó estas técnicas para bombardear al enemigo? Pero si es algo que podría haber ideado Philidor, sólo que con piezas en lugar de peones… —Hizo una pausa y añadió—: ¿Por qué nunca utilizaste nada de esto conmigo hasta hoy? Ah, sí, por tu ceguera…
Entonces me miró como si acabara de experimentar una verdadera revelación.
—O a lo mejor hemos sido los dos los que hemos estado ciegos… —dijo.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
—¿Dónde está esa tarjeta que Tatiana te dio en Zagorsk?
Cuando la saqué del bolsillo del pantalón donde la había guardado, la puso del derecho y del revés para examinar ambos lados y luego se quedó mirándome fijamente.
—
Je tiens l'affaire
—dijo, remedando a Champollion cuando descubrió la clave de los jeroglíficos—. ¿No lo ves? Por eso dice: «Cuidado con el fuego». El ave Fénix es el fuego, la eternidad de la que hablaba tu madre: la muerte perpetua y el renacer de las cenizas y las llamas. Pero el pájaro de fuego no muere en las llamas ni en las cenizas ni en nada, sus plumas mágicas nos traen luz eterna. Creo que es la libertad a la que se refería tu madre. Y la elección. Y explicaría lo que ha descubierto sobre el mismísimo ajedrez, por qué ni Mireille ni Galen pudieron conquistar su verdadero significado, ni tampoco tu madre ayudándolos. Ya se habían bebido el elixir, cualesquiera que fueran sus motivaciones personales. Habían explotado el ajedrez de Montglane para sus propios fines egoístas, pero no para el propósito original de quien lo diseñó.
—Quieres decir que es como si el ajedrez llevase un mecanismo de seguridad incorporado —dije, desconcertada—, y que al-Jabir lo diseñó de forma que nadie que lo utilizase en su propio beneficio pudiese entonces acceder a sus poderes superiores.
Una gran solución, pensé, pero aún dejaba sin resolver el mismo problema al que nos habíamos enfrentado desde el principio.
—Pero ¿en qué consisten esos poderes superiores? —pregunté. —Tu madre me dijo que te había dado a ti la clave de todo lo demás —contestó Vartan—. ¿Qué fue lo que te dijo?
—Nada, en realidad —respondí—. Sólo me preguntó si había entendido todos los mensajes que me había dejado en Colorado, sobre todo el primero: «El tablero tiene la clave». Me dijo que ese mensaje había sido para mí, su regalo personal.
—¿Cómo iba a ser su regalo personal —se preguntó Vartan— cuando todos vimos ese dibujo del tablero, como sin duda ella sabía que haríamos? Debía de referirse a otro tablero con la clave.
Miré al tablero que seguía ante nosotros, en la mesa, con el jaque mate aún intacto en su superficie. La mirada de Vartan siguió la mía.
—Lo encontré dentro del piano de mi madre en Colorado —dije—. Estaba preparado con nuestra última partida de Moscú, la que jugamos tú y yo, exactamente en el movimiento en el que perdí. Key me dijo que tú mismo le habías enviado a mi madre la posición…
Pero Vartan ya estaba retirando nuestros platos de espaguettis y las copas de vino de encima de la mesa y barriendo a un lado los peones y las piezas.
A continuación, se volvió hacia mí y dijo:
—Tiene que estar ahí, y no oculto en las piezas. Ella dijo el tablero.
Miré a Vartan y sentí cómo se me aceleraba el corazón. Examinaba el tablero minuciosamente, palpándolo con las yemas de los dedos, al igual que había hecho con aquel escritorio en Colorado. Sentí la imperiosa necesidad de parar todo aquello. Nunca en toda mi vida había tenido tanto miedo de mi propio futuro
—Vartan —dije—, ¿y si acabamos igual que todos los demás? Al fin y al cabo, tú y yo somos rivales natos, desde nuestra infancia. Ahora mismo, en esa partida, lo único que quería era derrotarte. No he pensado ni una sola vez en el sexo, la pasión o el amor. ¿Y si caemos nosotros también? ¿Y si, igual que les ha pasado a ellos, resulta que no podemos detener el juego, e incluso jugamos el uno contra el otro?
Vartan me miró y al cabo de un momento sonrió. Me pilló por sorpresa: era una sonrisa verdaderamente radiante. Se acercó y me tomó de la muñeca para volverme la mano y besar el lugar donde mi pulso latía con más fuerza que de costumbre.
—Desde luego, el ajedrez será el único «juego» en el que jugaremos el uno contra el otro, Xie —dijo—. Y hay que detener todos esos otros juegos también.
—Lo sé —repuse, y apoyé la frente en la mano que todavía me asía por la muñeca. Estaba demasiado exhausta para pensar.
Me acercó la otra mano al pelo un momento y luego me volvió la cabeza para que lo mirara.
—En cuanto a eso de cómo «acabaremos» —dijo—, creo que será más bien algo parecido a lo de íes padres. Bueno, eso sí tenemos mucha, mucha suerte. Pero todo jugador de ajedrez que se precie conoce la famosa frase de Thomas Jefferson: «
Creo mucho en la suerte, y he descubierto que cuanto más trabajo, más suerte tengo
».