El Fuego (52 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Sin embargo, aunque creía que lo sabía todo, iba a llevarme una sorpresa.

—Resumiendo, los
piscataway
acabaron convirtiéndose al catolicismo —dijo Red Cedar— porque la fiesta de la Asunción y la festividad de los muertos comulgaban con las instrucciones originales.

—¿Cómo dice? —exclamé, mirando a Key.

—Sí, el día de los Muertos, fecha en la que nosotros honramos a nuestros ancestros, en noviembre —continuó Red Cedar—, coincide con la víspera del día de Todos los Santos y el día de Difuntos del calendario católico, momento en que ellos también honran a los suyos. Sin embargo, la festividad más importante es la del 15 de agosto. Según el calendario católico, ese día se celebra la ascensión de la Virgen María a los cielos, pero para nosotros también es una ocasión especial pues es el momento de nuestra celebración ancestral, la Ceremonia del Grano Verde, con la que festejamos la «primera cosecha», la cual además señala el inicio de un nuevo año.

—Si no lo he entendido mal, ¿estás diciendo que los piscataway se convirtieron a la fe católica porque así podían mantener sus creencias y rituales mientras fingían que comulgaban con los ritos oficiales de la Iglesia? —pregunté.

—No exactamente —contestó Key—. Lo entenderás cuando lleguemos al cementerio. Lo que Red Cedar está diciendo es que las instrucciones originales son la razón por la cual debías conocerlo a él y a Tobacco Pouch sin la interferencia de los peones. Es este lugar sobre el que recae toda la responsabilidad, sin ir más lejos.

—Muy bien, pues no vayamos más lejos —contesté, exasperada, deteniéndome en seco.

Empezaba a sentirme bastante contrariada por el cariz que estaba tomando aquella «aventura», aunque también me detuve porque habíamos llegado al pie de un puente de madera infinito que cruzaba los inmensos pantanos que se extendían ante nosotros y en los que estábamos a punto de adentrarnos. Recé para no mojarme los pies porque no me había traído más calzado que el que llevaba puesto.

—No entiendo nada —le confesé a Key—. No sé qué relación guarda la historia de ritos, ancestros y religión que tu amigo está contando con el lío en el que tú y yo estamos metidas ahora mismo —protesté—. ¿Qué tienen que ver las vírgenes, el grano y cenar entre los muertos con todo lo demás?

—Los jesuitas bautizaron la tierra en la que desembarcaron con el nombre de Saint Mary —contestó Red Cedar, dirigiéndose a mí—, y más adelante llamaron Mary Land a toda la zona a este lado del río, en principio por la esposa del rey Carlos, aunque en realidad fue por la Virgen María, la madre de Dios. De ese modo nos encontramos con dos vírgenes cara a cara separadas por el río, ¡una protestante y otra católica! Podría decirse que eran como dos islas vírgenes de cristiandad a flote en un mar de pueblos indígenas…

Dos islas vírgenes. ¿De qué me sonaba aquello?

Tobacco Pouch había comprobado el puente y parecía que no se hundía demasiado y que conservaríamos los pies secos, así que reemprendimos la marcha, de nuevo en fila india, a través de un ondulante mar de altos cañizales.

Por lo visto, Key tenía algo que añadir, porque se puso a mi altura.

—Fueron las tribus potomac de esta zona, igual que los piscataway, los primeros que lanzaron la teoría de las dos vírgenes: que una sola semilla no es suficiente. Comprendieron que plantando dos semillas juntas en un mismo surco, el maíz poliniza con mayor facilidad, y así llevan haciéndolo desde el principio de los tiempos, tal como dictan las instrucciones originales.

Aunque seguro que a Leda la Lesbiana le encantaría aquella teoría, la idea de que dos mujeres vírgenes pudieran equipararse al yin y el yang, yo seguía muy perdida.

No obstante, todo aquello seguía sonándome de algo, y cada vez con más fuerza. Hasta que por fin caí en la cuenta.

—Fuiste tú quien creó las claves del mensaje que mi madre dejó encima del piano —dije, con un hilo de voz—. ¿De ahí lo de las «islas Vírgenes»?

Key sonrió complacida y asintió con la cabeza.

—Exacto, por eso primero hemos venido aquí antes que a ningún otro lugar —contestó—. «Islas Vírgenes» es el nombre en clave indígena para referirse a la ciudad de Washington. En este lugar, en Piscataway, es donde se escribieron las instrucciones originales de la capital de nuestra nación.

—Creía que había sido George Washington quien había redactado las instrucciones originales de la capital —observé—. Al fin y al cabo, fue él quien compró la tierra, quien contrató a quienes dibujaron el trazado de la ciudad siguiendo el rollo ese del rito masónico que tu amigo, el piloto del ferry, nos ha contado..

—¿Y de dónde crees que sacó él las instrucciones? —preguntó Key.

Al ver que no respondía, señaló al otro lado de los pantanos-más allá del río. Allí, a lo lejos, alzándose bajo el radiante sol de la mañana sobre su verde risco despuntaba Mount Vernon, el hogar de George Washington.

—La tierra destinada a la ciudad no fue elegida o entregada al azar —dijo Red Cedar, volviéndose hacia mí—. El presidente tuvo que hacer gala de un gran secretismo y de sus dotes de avezado estratega, pero supo desde el principio que este lugar en el que ahora nos encontramos, Piscataway, era la clave de todo, tal como dictaba la tradición. Una tradición que no sólo se extraía de las creencias nativas, sino también de la Biblia. La llaman la Ciudad de la Colina, el Lugar Elevado. La Nueva Jerusalén. Todo está en el
Apocalipsis
de san Juan. Para poder invocar el poder, la tierra escogida como lugar sagrado debía encontrarse en la confluencia de muchos ríos.

—¿Qué poder? —pregunté, aunque estaba empezando a atar cabos.

Dejamos atrás los pantanos y salimos a un campo abierto donde los dientes de león y las flores silvestres empezaban a despuntar con la llegada de la primavera, rodeados por el trinar de los pájaros y el zumbido de los insectos.

—El poder por el que hemos venido hasta aquí —contestó Key, señalando algo en dirección a la pradera—. Eso es Moyaone.

Al tiempo que cruzábamos el prado, vi un enorme árbol de hoja perenne que dominaba el centro del campo. Si no estaba equivocada, y no lo estaba, aquel árbol era…

—El cedro rojo —dijo Key—, un árbol sagrado. La madera y la savia del tronco son rojas, como la sangre. Este lo plantó el último jefe de los piscataway, Turkey Tayac, cuya sepultura también se encuentra aquí.

Cruzamos el prado y nos acercamos a la tumba, donde había una pequeña imagen del propio Tayac, un hombre apuesto y bronceado, engalanado con su penacho de plumas, colocada en una placa señalizadora de madera donde se decía que había sido enterrado allí en 1979, tras la aprobación de una ley ratificada por el Congreso.

La tumba estaba flanqueada por cuatro altos postes clavados en la tierra de los que colgaban varias coronas. El árbol, detrás de la sepultura, también estaba adornado con saquitos rojos atados con cintas rojas, centenares de ellos.

—Tabaqueras —dijo Key—. Ofrendas para honrar a los Muertos.

Tobacco Pouch habló por primera vez en toda la mañana.

—Por tu padre —dijo, tendiéndome una pequeña tabaquera de tela roja que me cabía en la mano, mientras señalaba hacia el cedro. Debía de habérselo dicho Key.

Me acerqué al árbol, con un nudo en la garganta, y me entretuve unos segundos buscando una rama vacía a la que poder atar mi presente. Luego inhalé la fragancia del árbol. Era una tradición muy bonita, era como enviar señales de humo al cielo.

Key me había seguido.

—Esos postes espíritu con las coronas sirven para protege: este lugar del mal —dijo—. Señalan las cuatro cuartas principales, los cuatro puntos cardinales. Como ves, todo cobra sentido aquí, en este mismo lugar.

Se refería, por descontado, al trazado de Washington, una ciudad cuya primera piedra había sido colocada al norte de allí. No podía negar que algunas cosas empezaban a encajar: las Cuatro Esquinas, las cuatro cuartas, los cuatro puntos cardinales, la forma en tablero de ajedrez de los altares antiguos, los ritos ancestrales…

Sin embargo, todavía quedaba algo que necesitaba saber.

—Has dicho que «islas Vírgenes» es un nombre en clave para la ciudad de Washington —les dije a Key y a los demás—. Entiendo por qué George Washington, como fundador de un nuevo país, como hombre profundamente religioso y tal vez incluso como masón, querría crear una nueva capital como la de la Biblia, por qué la diseñaría de este modo y construiría el puente para unir a las dos cristiandades. Como habéis dicho: dos reinas vírgenes tendiéndose la mano a través del río, dos granos de maíz como dos gotas de agua.

»Pero hay una cosa que no entiendo: si vuestra misión es seguir las "instrucciones originales", seguir la corriente natural entonces, ¿qué sentido tiene pasarse al enemigo? Es decir, como vosotros mismos habéis dicho, esas religiones han estado peleándose por sus símbolos y sus ritos durante siglos. ¿Cómo puede ayudar a la madre naturaleza a tejer telarañas o a cultivar el grano el sumarse a esas facciones en guerra constante? ¿O acaso se trata de que "si no puedes con el enemigo, únete a él"?

Key se detuvo y me miró con expresión seria por primera vez.

—Alexandra, ¿es que no te he enseñado nada en todos estos años? —dijo.

Sus palabras pusieron el dedo en la llaga. ¿No me había preguntado Nim exactamente lo mismo?

Red Cedar me asió del brazo.

—Son esas las instrucciones originales —aseguró—; el «orden natural», como prefieres llamarlo, demuestra que las cosas sólo crecen y cambian desde el interior a través de la consecución de un equilibrio natural, no mediante una fuerza externa.

Estaba claro que mis tres acompañantes habían borrado de su memoria algunos recuerdos del pasado.

—Entonces, ¿estáis atribuyendo a la Iglesia las creencias indígenas sobre el orden natural?

—Sólo nos limitamos a demostrar que tanto la Madre Semilla como la Madre Tierra existían mucho antes que otras vírgenes y madres —dijo Red Cedar—. Y con nuestra ayuda, las sobrevivirá a todas. Plantamos semillas y recogemos cosechas del modo en que lo hacemos porque es el modo en que la semilla es más feliz y produce las mejores cosechas.

—Como suele decirse: se cosecha lo que se siembra.

¿Dónde había oído aquello?

Tobacco Pouch, que había estado estudiando el cielo, se volvió hacia Key.

—Está a punto de llegar —le dijo, señalando hacia el prado.

Key consultó la hora y asintió con la cabeza.

—¿Quién está a punto de llegar? —pregunté, mirando hacia donde había indicado.

—Nuestro coche —contestó Key—. Al otro lado de la carretera secundaria hay un aparcamiento. Alguien vendrá a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.

Vi que un hombre asomaba entre una arboleda al otro lado del prado, por el lado contrario al que nosotros habíamos llegado.

A pesar de la enorme distancia que nos separaba, lo reconocí en cuanto empezó a abrirse paso entre los pastos por su alta y esbelta figura y sus andares desgarbados, por no mencionar aquella inconfundible cabellera de rizos negros azotada por el viento.

Era Vartan Azov.

LAS CENIZAS

Soy cenizas cuando una vez fuera brasa, y el bardo que moraba en mi pecho ha muerto, lo que antes amé ahora apenas me llama… y mi corazón es gris, como mi pelo.

LORD BYRON,

«To the Countess of Blessington»

Sería mejor morir haciendo algo que sin hacer nada.

LORD BYRON,

marzo de 1824

Missolonghi, Grecia, Domingo de Pascua, 18 de abril de 1824

L
lovía; llevaba días sin dejar de llover. Parecía que la lluvia no acabaría nunca.

El siroco había llegado de África hacía dos semanas y había golpeado con la fuerza formidable de una bestia desatada, rasgando y desgarrando las casitas de piedra de la costa, dejando las orillas rocosas cubiertas de detestables escombros.

En el interior de la casa de Capsali, donde estaban acuartelados los británicos y demás extranjeros, todo era silencio, tal como habían ordenado los doctores Bruno y Millingen. La milicia había trasladado incluso las salvas de la tradicional celebración griega del Domingo de Pascua a un descampado que quedaba al otro lado de la muralla de la ciudad, adonde habían animado a los vecinos a seguirlos pese a la inclemencia del tiempo.

El único sonido que se oía ahora dentro de la casa desierta era el desenfrenado clamor de la implacable tormenta.

Byron estaba tumbado bajo unas mantas en su cama turca del piso superior. También su gran terranova, Lyon, se había echado tranquilamente junto al diván con la cabeza entre las patas, y Fletcher, el ayuda de cámara, estaba de pie en silencio al otro lado de la habitación, vertiendo agua para aclarar la ineludible botella de brandy.

Byron estudiaba las paredes y el techo de ese salón que él mismo, al llegar —¿de veras hacía tres meses nada más?—, había decorado con arreos de su arsenal privado. La exposición de espadas, pistolas, sables turcos, rifles, trabucos, bayonetas, trompetas y cascos colgados nunca dejaba de impresionar a la brigada personal de escoltas suliotas de Byron, escandalosos y violentos, que estaban acampados en la planta baja… esto es, al menos hasta que por fin les pagara lo que les debía a esos peligrosos vándalos y pudiera despacharlos al frente.

En esos momentos, mientras la despiadada tormenta se batía contra los postigos, Byron, en uno de sus escasos instantes de lucidez, deseó poseer aún fuerzas para levantarse y cruzar la habitación, para abrir de par en par las ventanas a la furia del temporal.

Mejor morir en el salvaje abrazo de una fuerza de la naturaleza, creía él, que ese lento agotarse de la centella de la vida mediante la repetida aplicación de yesos y sanguijuelas. Había hecho lo indecible por resistirse, cuando menos, a las sangrías. Jamás había soportado perder sangre. Más vidas habían perecido a causa de la lanceta que de la lanza, como solía decirle a ese bufón incompetente del doctor Bruno.

Sin embargo, para cuando el médico personal del administrador griego Mavrocordato, Lucca Vaya, había sido capaz de desafiar a la tormenta y llegar a la playa de Missolonghi, apenas el día anterior, Byron ya llevaba más de una semana padeciendo las sacudidas de los escalofríos y la fiebre: desde aquella cabalgada del 9 de abril en la que los elementos le habían dado caza y él había caído enfermo.

Al final, Bruno el Carnicero se había salido con la suya y le había abierto las venas repetidas veces para extraer una libra de sangre tras otra. ¡Por lo más sagrado! ¡Ese hombre era peor que un vampiro!

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