El Fuego (56 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Jackson, a vuelo de pájaro, quedaba a algo más de tres mil quinientos kilómetros. Y puesto que los aviones no son pájaros, tal como señaló Key, no pueden parar y repostar en el maizal que quede más a mano. No podía creerlo.

Mis últimas noticias eran que mi madre estaba, al menos metafóricamente, de camino de las islas Vírgenes a Washington. ¿Qué narices hacía de repente en Jackson Hole? ¿Seguiría estando bien? ¿Y quién era el chalado que había decidido que teníamos que pasarnos más de medio día volando hasta allí en esa carraca obsoleta?

Desesperada, estaba preguntándome por qué no se me había ocurrido llevar paracaídas o si podría descolgarme en alguna remota estación de repostaje y volver a casa en autostop, cuando Key interrumpió mis funestas elucubraciones.

—Divide y vencerás, de eso se trataba —dijo, a modo de mínima explicación—. Puede que tu madre no sea una gran jugadora de ajedrez, cariño, pero está claro que Cat Velis sabe interpretar las señales de lo que se le viene encima. ¿Tienes la menor idea de lo mucho que lleva este juego en marcha, de toda la conmoción que le causó antes de poder poner punto final?

—¿Punto final? —repetí, intentando seguirla a pesar de ese aparente cambio de dirección.

Fue Vartan el que intervino.

—Lo que Nokomis dice es correcto —me explicó—. Es posible que tu madre haya comprendido algo importante, algo absolutamente fundamental que no se le había ocurrido a nadie en los últimos mil doscientos años.

Ahora sí que escuchaba.

—Es… No sé cómo expresarlo exactamente —siguió diciendo Vartan—. En todos estos siglos, por lo que parece, puede que tu madre haya sido la primera persona de este juego que haya comprendido la verdadera intención del Creador, la que subyace en realidad…

—¿Cómo que del Creador? —Prácticamente lo dije chillando. ¿Adónde narices quería ir a parar?

—Vartan se refiere al creador del ajedrez de Montglane —dijo Key con un desdén enorme—. Se llamaba al-Jabir al-Hayan… ¿recuerdas?

«Claro. Ya lo pillo.»

—¿Y exactamente cuál era la verdadera intención subyacente del señor Hayan? —logré prorrumpir—. Me refiero, desde luego, a según esa teoría de mi madre que tanto os gusta a los dos.

Se quedaron mirándome todo un largo e inacabable minuto durante el cual sentí las ráfagas de aire bajo nuestras alas y oí la vibración de nuestro único motor, que zumbaba con una cadencia hipnótica.

Los dos parecían estar llegando a una decisión tácita.

Fue Vartan quien rompió el hielo.

—Tu madre comprendió que a lo mejor, todo este tiempo, el juego sólo ha sido una ilusión. Que a lo mejor no existe ningún juego…

—Espera —interrumpí—. ¿Me estás diciendo que todo este tiempo han estado muriendo personas… que se las ha reclutado o incluso se han embarcado voluntariamente en un juego en el que sabían que podían llegar a matarlas… por una ilusión?

—Hay gente que muere por ilusiones todos los días —dijo Key, nuestra filósofa infatigable.

—Pero ¿cómo ha podido pensar tanta gente todo este tiempo que estaban implicados en un juego peligroso —pregunté— si no existe? —Oh, sí que existe —me aseguró Vartan—. Todos participamos en él. Todo el mundo, siempre, ha participado en él. Y han arriesgado muchísimo, como nos dijo Lily Rad. Pero no es eso lo que ha descubierto tu madre.

Seguía esperando.

—Lo que tu madre ha descubierto —dijo Key— es que este «juego» podría ser una artimaña que nos ha llevado en una dirección completamente equivocada. En tanto que jugadores, seguimos dentro de la caja, somos víctimas de nuestra propia miopía; somos enemigos blancos y negros batallando en un tablero de nuestra propia invención. No podemos ver el todo.

Una «artimaña» que mató a mi padre, pensé.

En voz alta, sin embargo, pregunté:

—¿Y en qué consiste exactamente ese «todo»?

Key sonrió.

—En las instrucciones originales —dijo.

Mi vida parecía rebosar de nuevos descubrimientos.

El primero de ellos —y, en términos de prioridad, tal vez el que había que abordar con más urgencia— era que estábamos recorriendo la primera etapa de un vuelo de más de tres mil quinientos kilómetros en una avioneta sin lavabo.

El tema surgió de una forma bastante informal cuando Key sacó la mezcla de frutos secos y las bebidas isotónicas que deberían de darnos sustento durante el viaje. Nos advirtió, no obstante, que no comiéramos ni bebiéramos demasiado hasta acercarnos a nuestra primera escala, cerca de Dubuque, que a saber dónde quedaba.

Me ahorraré los detalles: sólo mencionaré que la logística parecía requerir o bien la rigurosa continencia que ejercitaban los pilotos de esos pequeños aeroplanos, o bien el uso altamente cauteloso de un bote de encurtidos vacío. Puesto que en esa cafetera no había ni siquiera un escobero en el que poder encontrar algo de intimidad, por fuerza opté por lo primero y rechacé los refrescos.

Mi segundo descubrimiento, por suerte, iba a resultar algo más gratificante. Fue la revelación de Vartan acerca del verdadero papel que el difunto Taras Petrosián había desempeñado en ese juego peligrosísimo, si bien ilusorio.

—Taras Petrosián, el hombre que se convirtió en mi padrastro, descendía de antepasados armenios que llevaban generaciones establecidos en Krym y en la región del mar Negro, como todos los armenios, desde tiempos ancestrales —nos dijo Vartan. Con una sonrisa irónica, añadió—: Cuando la URSS se hizo pedazos hace diez años, mi padrastro se vio en una posición insólita e interesante… al menos desde el punto de vista de un jugador de ajedrez.

»Para comprender lo que quiero decir, debéis conocer un poco la tierra de la que os hablo: Krym no es sólo la tierra natal del padre de Alexandra, sino que esa península, casi una isla, y el mundo que la rodea también son lugar de numerosas leyendas. Creo que no es casualidad que gran parte de la historia que estoy a punto de explicaros se sitúe en ese rincón del mar Negro.

EL SEGUNDO RELATO DE UN GRAN MAESTRO

A lo largo de los siglos, Krym ha cambiado de soberanos numerosas veces. En la Edad Media fueron la Horda de Oro de Gengis Jan y los turcos otomanos, que la gobernaron también. Hacia el siglo XV, Krym se había convertido en el mayor centro del comercio de esclavos del mar Negro. No pasó a manos rusas hasta que Potemkin la conquistó en nombre de Catalina la Grande en las guerras ruso-turcas. Después, a mediados del siglo XIX, durante la guerra de Crimea, Rusia, que seguía intentando desmantelar el Imperio turco, luchó por ella contra británicos y franceses, todos ellos jugadores del «Gran Juego», como lo llamaban. En el siglo siguiente, Krym fue ocupada y despoblada por una potencia tras otra a lo largo de las dos guerras mundiales. No fue hasta 1954 cuando Jruschov, el entonces primer ministro soviético, puso a Krym bajo el control de Ucrania, lo cual aún acarrea problemas hoy en día.

Los ucranianos jamás olvidarán que Stalin provocó la hambruna de los años treinta para matarlos de hambre a millones y que luego mató a cientos de miles de tártaros de Crimea, descendientes de Gengis, enviándolos al exilio de Uzbekistán. A los ucranianos no les gusta Rusia, y a la mayoría rusa de Krym no les gusta formar parte de Ucrania.

Sin embargo, los armenios no les gustaban demasiado a nadie. Aunque pertenecieron a los primeros cristianos de los tiempos de Eusebio —sus antiguas iglesias aún se conservan a lo largo de la costa del mar Negro, casi todas clausuradas—, para todos eran forasteros. En épocas más modernas, a menudo se pusieron del lado de Rusia o Grecia en contra de los turcos islámicos, lo cual provocó muchas matanzas en el último siglo. Sin embargo, durante esas purgas su rama del cristianismo a menudo quedó desprotegida, incluso por parte de las iglesias rusa, griega y romana, lo cual llevó a la huida de los armenios de la región.

Pero esa huida —esa
diáspora
, una palabra griega que significa «diseminar las semillas»— había comenzado en realidad en tiempos inmemoriales y desempeña un papel fundamental en nuestro relato.

Era ese aspecto de la historia antigua el que no tardaría en resultar de gran valor para Taras Petrosián, además de para otros, como ahora explicaré.

Los minios, una de las culturas más antiguas de la región, fueron ancestrales comerciantes que ocuparon las extensas mesetas armenias durante miles de años. Ese terreno montañoso cae en el norte hacia el mar Negro, y al sur desciende hacia las tierras bajas mesopotámicas, donde los minios se habían movido sin impedimento durante milenios, hasta el Tigris y el Eufrates, el corazón de Babilonia, Sumeria y Bagdad.

Tres imperios «modernos» acabaron por conquistar esas enormes mesetas y repartírselas: eran las autocracias del zar de Rusia, el sultán de Turquía y el sha de Irán. Los tres confluían en el centro, donde se eleva el volcán de obsidiana de cinco mil metros del monte Ararat —
Koh-i-Nuh
, la «montaña de Noé»—, el lugar en que tomó tierra el Arca, un lugar sagrado en el corazón mismo del mundo antiguo, la encrucijada entre este y oeste, entre norte y sur.

Taras Petrosián conocía muy bien esa historia y presentía que bien podía volver a invocarse ese poderoso legado antiguo en la época moderna para conseguir unos poderes aún más fabulosos.

Taras era joven —un hombre de treinta y tantos años, apuesto, inteligente y ambicioso— cuando, en la década de 1980, Mijaíl Gorbachov llegó al poder en la Unión Soviética y trajo consigo sus arrolladoras políticas de la
glásnost
y la
perestroika
como dos imperiosas ráfagas de aire fresco. Pronto se convertirían en un temporal lo bastante fuerte como para llevarse por delante, como hojas secas en el viento, la infraestructura putrefacta y quebradiza de un Politburó ya anciano junto con sus planes desfasados y sus ideas decrépitas.

La URSS enseguida se hizo añicos… pero sin una estructura que la reemplazara.

En ese vacío se abrió camino todo el que tenía planes propios y que, a menudo, estaba bien situado profesionalmente para llevarlos a cabo o contaba ya con fondos ilícitos para ello. Gángsteres y personajes del mercado negro ofrecían «protección» previo pago; funcionarios gubernamentales empobrecidos y científicos arruinados vendían secretos comerciales y material armamentístico; la mafia chechena dio el golpe maestro definitivo en 1992, defraudando más de 325 millones de dólares al Banco de Rusia.

Había también otra clase de oportunistas: empresarios de la nueva oligarquía como Taras Petrosián.

Petrosián se casó con mi madre cuando yo tenía nueve años. Hacía tiempo que yo me había ganado un lugar en los titulares del mundo de los torneos de ajedrez: «La viuda de un valiente veterano ruso cría a un pequeño prodigio del ajedrez» y cosas así.

Petrosián, mediante fondos obtenidos gracias a su socio silencioso, Basil Livingston, había establecido por toda Rusia su cadena de restaurantes de moda y clubes exclusivos. Mi padrastro comprendía muy bien el desesperado apetito de los rusos por algo más que comida, por un atisbo del verdadero lujo después de tantas lóbregas décadas de dominio soviético, y sabía cómo comerciar con esos apetitos. Nunca contradijo, por ejemplo, a quienes decidían imaginar que él mismo descendía de esa larga línea de abastecedores de alimentos para los zares, y siempre se aseguró de que en todos sus clubes nunca faltara una cubitera con su famoso caviar en ninguna mesa.

Los ambientes de esos establecimientos estaban ideados con ingenio para evocar paisajes originarios de los armenios o a los que habían emigrado con el devenir de los siglos. En San Petersburgo, por ejemplo, abrió un selecto club de champanes y vinos que servía cocina del Valle Central de California. En Moscú, el restaurante El Vellocino de Oro preparaba platos griegos y estaba lleno de pieles de cabra y
retsina
para evocar los ágapes que Jasón y los Argonautas debieron de disfrutar mientras cruzaban el mar Negro de la Cólquida a Tomis.

Pero el más buscado de todos estos lugares era un exclusivo club privado moscovita llamado Baghdaddy's, cuya costosa cuota de socio sólo podía hacerse efectiva tras haber sido invitado a formar parte del club. El cual debió de reportarle a Taras Petrosián los beneficios que enseguida se gastó para asegurarme a mí, su joven hijastro, los mejores tutores y entrenadores de ajedrez que se pudieran pagar con dinero.

Esto le permitió, asimismo, financiar muchos torneos de su propio bolsillo. Lo hacía por razones que quedarán claras a medida que vaya explicando.

El Baghdaddy's era más que un club de lujo. Servía cocina de Oriente Próximo en medio de una ambientación orientalista con bandejas de cobre, sillas de camello y samovares… y con un insólito tablero de ajedrez colocado junto a cada diván. En la entrada, un gran retrato del gran califa Harun al-Rashid daba la bienvenida a los clientes con esta máxima grabada debajo: «Bagdad, hace mil años, la cuna del ajedrez de competición».

Pues entre los seguidores de la historia del ajedrez es sabido que fue ese ilustre califa abasí, al-Rashid —un hombre que, según se dice, era capaz de jugar dos partidas de ajedrez a la vez y con los ojos vendados—, quien convirtió el juego de los escaques en el ejemplo por excelencia de la formación bélica, arrebatándoselo así al reino del juego y la adivinación y elevando su estatura dentro de las constricciones morales del Corán contra ese tipo de cosas.

Lo más interesante que tenía ese club de mi padrastro en concreto era la colección privada de raras piezas de ajedrez que había reunido de todo el mundo y que se exhibían en las hornacinas iluminadas de las paredes. Taras Petrosián hizo saber que estaba interesado en comprar piezas que añadir a su colección y que, fuera cual fuese el precio, siempre se mostraría dispuesto a superar la puja de sus competidores en el mercado de las antigüedades.

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