—Ya sabemos quién eres —dijo Sage, a su espalda.
Debía de tener satélites por orejas, pensé.
—Alexandra, por favor, detente. Deteneos las dos —intervino alguien distinto, en un tono en el que se reflejaba la ansiedad: Galen March, quien hasta ese momento no había abierto la boca—. No puedes irte todavía. ¿No lo entiendes? Nokomis Key es la nueva Reina Blanca.
—¡Por todos los santos! —exclamó Key, mientras tiraba de mí.
Una vez fuera en el pasillo, cerró la puerta de golpe y encajó un trozo de metal del tamaño de una tarjeta de crédito en la cerradura antes de que los demás tuvieran tiempo de reaccionar. Se volvió hacia mí con una sonrisa radiante, retirándose hacia el hombro la kilométrica y reluciente melena negra.
—Esto debería retenerlos hasta que aparezca la partida de rescate —dijo.
Key conocía hasta el último detalle del funcionamiento de un hotel gracias a que se había pagado la universidad trabajando de camarera y portera ocasional y en esos momentos estaba echando mano a esos conocimientos para sacarnos de allí. Me conducía hacia la escalera de incendios, resoplando como una locomotora. Sin embargo, yo seguía con la cabeza en aquella suite mientras avanzaba dando tumbos, completamente aturdida. ¿Qué había querido decir Galen?
—¿Adónde me llevas? —pregunté, intentando frenar su impulso en vano, plantando los talones en el suelo.
—Creía que tu lema era ese poemilla de Tennyson: «No les corresponde a ellos cuestionar el porqué» —bromeó—. Confía en mí y no te pares. Me agradecerás que te haya sacado del apuro.
—No sé qué tienes en mente, pero sólo llevo encima lo que ves —protesté, mientras ella me empujaba hacia la escalera—. Mi mochila está en la habitación con todo mi dinero, el carnet de conducir…
—Te conseguiremos otro —contestó—. De todas maneras, necesitarás una nueva identidad allí adónde vamos, amiga mía. ¿Es que no lo ves? Te persiguen los malos.
Había seguido arrastrándome por la escalera, piso tras piso, hasta llegar al vestíbulo. Al llegar abajo, se volvió un instante antes de abrir la puerta.
—Olvida eso de la Reina Blanca que ha dicho Galen March —dijo, leyéndome la mente—. Por lo que sé, ese Galen es otro «aprendiz de espía». Ese tipo está colado por mí, diría cualquier cosa para llamar mi atención.
Teniendo en cuenta la excesiva atención que Galen le había prestado durante la cena de cumpleaños, puede que no anduviera tan desencaminada, aunque aquello no nos servía de nada para tratar el problema que teníamos entre manos.
Acababa de dejar encerradas en una habitación a varias personas que me habían atraído hasta allí con engaños para luego contarme las mentiras más variopintas al tiempo que desmentían las historias de los demás. Historias, debería añadir, que parecían enormes suflés inflados de imaginación, ligeramente espolvoreadas con una cuidadosa selección de verdades.
Y justo entonces entra en escena Key la Todopoderosa, tan campante, y vuelve a dejarlo todo patas arriba tras secuestrarme, sin darme opción a rechistar, y atranca la puerta. Si mis primeros captores no habían conseguido escapar con la contribución del legendario ingenio de mi tío, seguramente habrían acabado llamando al servicio de seguridad del hotel para que los liberaran y, en esos momentos, podían estar pisándonos los talones.
Eso hacía que me planteara el dilema más preocupante de tocos: ;es que no había nadie en quien pudiera confiar?
Me adelanté a Key y planté una mano en la antepuerta que daba al vestíbulo mientras agarraba el picaporte con la otra y lo sujetaba con fuerza.
—No vamos a ninguna parte hasta que respondas algunas preguntas —le advertí—. ¿A qué viene esa entrada teatral en la suite de mi tío? Además, ¿qué haces tú aquí? Si no eres una de las jugadoras clave, ¿a qué te referías con eso de «quién soy»? Necesito respuestas. Lo siento, pero no me dejas otra opción.
Key se encogió de hombros y sonrió.
—Pues yo también lo siento, pero esto es una gala real —replicó—. Verás, la Reina Madre en persona nos ha invitado a hacerle una visita.
—¡A la aventura! —dijo Key cuando pasamos junto a la antigua residencia de su homónimo, Francis Scott Key, en la calle Treinta y cuatro—. ¡Como en los viejos tiempos! —Después de doblar hacia la izquierda con su Jeep Cherokee alquilado hacia el puente que también llevaba su nombre, añadió—: ¿Tienes la más remota idea de lo difícil que ha sido organizar y llevar a cabo esta huida?
—¿Huida? Desde mi punto de vista se parece más a un secuestro —comenté con sequedad—. ¿En serio era necesario todo esto? Además, ¿de verdad has encontrado a mi madre?
—Nunca la he perdido —contestó Key, con una sonrisa enigmática—. ¿Quién crees que la ayudó a preparar su fiesta de cumpleaños? Al fin y al cabo, no lo podría haber hecho sola. Como suele decirse: ninguna mujer es una isla.
¡Claro! Sabía que alguien había tenido que ayudar a mi madre, si no en todo, como mínimo para llevar a cabo aquella salida tan compleja.
Me había vuelto de inmediato hacia Key y la miraba fijamente a la espera de más detalles, pero ella estaba concentrada en la carretera, con aquella enigmática sonrisa todavía en los labios.
—Te lo explicaré todo por el camino —añadió—. Tenemos tiempo de sobra, al menos quedan unas cuantas horas hasta llegar a nuestro destino. Vamos a tomar la ruta panorámica porque, ¿cómo no?, nos siguen.
Sentí la tentación de mirar por el espejo retrovisor de mi lado, pero decidí fiarme de su palabra. Estábamos en la George Washington Parkway e íbamos en dirección sur, hacia el aeropuerto. Aunque estaba desesperada por oír lo que Key tuviera que explicarme acerca de mi madre y esa fiesta, había algo más urgente.
—Si alguien viene siguiéndonos, ¿qué pasa con esos aparatitos de escucha que pueden enfocar hacia el coche mientras conduces? —comenté—. ¿No pueden oír lo que decimos?
—Sí —contestó, con un deje de sarcasmo—, como esa raquetita monísima, en la que supongo que te fijaste, que colgaba de la pulsera de la señorita Livingston. Es que esa chica es todo oídos… Me pregunto qué oídos en concreto estaban escuchando esa pequeña conversación. —La pulsera riviére de Sage. Por Dios, aquello no se acababa nunca—. Aunque no debes preocuparte por este coche —añadió Key—. Les he pedido a los chicos de mi equipo habitual de mecánicos de aviación que lo repasaran y lo blindaran en cuanto lo recogieran en el aeropuerto. Está limpio como una patena, no pueden acceder ni a nuestros pensamientos más íntimos ni a lo que digamos. —¿Dónde había oído eso antes? Sin embargo, tampoco podía seguir así durante horas, encerrada en un coche en medio de la carretera sin saber qué estaba pasando—. En cuanto a tu amiga Kitty —me informó Key—, no hay mal que por bien no venga. Como suele decirse, no hay mal que cien años dure.
—Es decir… —la animé a seguir.
—Es decir, que ella tenía un problema y pensó que yo era la única persona que podía ayudarla a resolverlo. Elaboró una lista de invitados y yo me encargué de arrear y acorralar al ganado. Eso sí, quiso asegurarse de que tú siguieras siendo un espectador inocente.
—Son los primeros a los que se cargan —observé.
—Pues lo hiciste de película —dijo Key, impertérrita—. Resolviste todos los enigmas en un tiempo récord, te cronometré. Cuando entraste en la casa, no había pasado ni una hora desde que saliste del aeropuerto de Cortez en el coche de alquiler, y lo hiciste justo a tiempo para responder a la llamada de Lily Rad para informarte de que se había perdido. Todos estábamos seguros de que me llamarías para que los llevara a casa, ya que el aeropuerto donde trabajo está mucho más cerca. Nos detuvimos a comer algo y así de paso te dábamos tiempo para descubrir lo demás. Cuando llegamos, parecía que habías resuelto el enigma que tu madre y yo habíamos dejado sobre el piano porque todo lo que había en su interior había desaparecido y la bola de billar volvía a estar en su sitio, en el triángulo. Aunque ni siquiera yo sabía lo de ese dibujo oculto del tablero de ajedrez…
—Fuiste tú quien elaboró los enigmas para mi madre… —exclamé.
No era una pregunta, sino la única respuesta posible a lo que había estado reconcomiéndome hasta ese momento. Si no había sido Nim quien había creado las claves para comunicarse conmigo —y ahora sabía que no había sido él—, ¿qué otra persona podría haberlo hecho salvo Key? Además, aunque todavía hubiera albergado alguna duda, el fax lo había aclarado todo.
¡Qué imbécil había sido, desde el principio! Aunque al menos aquello empezaba a cobrar sentido. Todo empezaba a encajar, igual que la estrategia de una partida de ajedrez.
Y hablando del tema…
—¿De dónde sacaste la idea de reproducir esa partida en el tablero que escondiste en el piano? —pregunté.
—Por lo visto fue a Lily a quien se le ocurrió utilizar esa partida en concreto —contestó Key—. Sabía que llamaría tu atención a la primera. Aunque fue Vartan quien le proporcionó a tu madre la disposición exacta de las piezas. Por lo que se ve, recordaba a la perfección cuál había sido el momento decisivo y crucial del juego… Al menos para ti.
¿También Vartan? Ese cretino.
Me sentía muy desdichada. Tenía ganas de echarme a llorar, pero ¿qué hubiera ganado con eso? ¿Por qué habían montado todo aquel tinglado? ¿Por qué me habían metido en aquel juego valiéndose de artimañas emocionales al invocar la muerte de mi padre si mi madre quería que siguiera siendo una «espectadora inocente»? No tenía sentido.
—No tuvimos elección —dijo Key, adelantándose de nuevo a mis preguntas—. Todos convinimos en que teníamos que hacerlo de esa manera: grabando mensajes en el contestador, planteando enigmas y dejando pistas que significaran algo únicamente para ti. Incluso fingimos que el coche se había averiado para que tuvieras que llevártelos de paseo. ¡Que me hablen a mí de la teoría de la complejidad! Si no hubiéramos llegado a extremos tan ridículos, tú ni habrías venido, ni te habrías quedado, ni habrías accedido a verte con él, ¿no?
Él. Sabía muy bien de quién estaba hablando y, por descontado, también sabía que tenían razón.
No podía negarlo; a pesar de todas las artimañas para llevarme hasta allí, había sentido deseos de salir corriendo en cuanto vi a Vartan Azov entrar en la casa, ¿o no había sido así? ¿Y por qué debería haber sido de otra manera? Durante diez años —hasta que habíamos tenido la oportunidad de hablar con calma en Colorado—, los había considerado, tanto a él como a aquella maldita partida, responsables de la muerte de mi padre.
No me quedaba más remedio que admitir que mi madre me conocía mucho mejor que yo misma. Tanto Lily Rad como ella debían de saber cuál habría sido mi reacción ante la mera sugerencia de verme con Vartan, fuera cual fuese el pretexto que se hubieran inventado.
Sin embargo, a pesar de que entendía por qué habían tenido que recurrir a la manipulación, la pregunta obvia seguía flotando en el aire.
—Si todos deseabais organizar un encuentro entre Vartan y yo —dije—, ¿por qué habéis tenido que llegar a tales extremos, por no mencionar las distancias, para engañarme? ¿Qué podría haberme dicho Vartan Azov que tuviera que hacerlo en Colorado, en el quinto pino, en vez de en Nueva York, o incluso en Washington? ¿Y por qué habéis invitado a todos los demás a una especie de falsa fiesta de cumpleaños? ¿Para qué? ¿Para disimular?
—Te lo explicaré con todo lujo de detalles en cuanto hayamos dejado este coche alquilado en el aeropuerto —dijo Key—. Llegaremos en un momento.
—Pero si ya hace rato que hemos pasado el National Airport—objeté.
—Ya sabes que yo nunca tomo vuelos comerciales —contestó Key, poniendo los ojos en blanco.
—¿Has venido hasta aquí en tu avioneta? —dije—. Pero, entonces, ¿adónde vamos? En esta dirección sólo están las bases aéreas militares de Fort Belvoir y Quantico. No debe de haber otra pista privada en Virginia hasta Manassas.
—Hay tres al otro lado del río, en Maryland —me informó, con serenidad—. Donde he dejado la avioneta.
—¡Pero si también hemos pasado el último puente! —protesté. Por el amor de Dios, si casi estábamos en Mount Vernon—. ¿Cómo piensas cruzar el río con el coche y llegar a Maryland.
Key lanzó un profundo suspiro, como si se desinflara un globo.
—Creía que ya te lo había dicho: nos siguen —contestó, como si hablara con un niño de tres años. Al ver que me quedaba callada, añadió algo más moderada—: Así que es evidente que voy a abandonar el coche.