El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (17 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Bien, siempre queda el recurso del marido —contestó Craddock.

—Otra vez los maridos —murmuró Cornish con una leve sonrisa—. Al principio, antes de percatarnos de que Marina era la presunta víctima, pensamos que el culpable era ese pobre diablo de Badcock. Ahora hemos transferido nuestras sospechas a Jason Rudd. Sin embargo, hay que reconocer que parece un marido bastante adicto.

—Tiene fama de serlo —convino Craddock—; pero vaya usted a saber.

—Si deseaba librarse de ella, ¿no hubiera sido mucho más fácil solicitar el divorcio?

—Cuando menos, más normal —convino Dermot—; pero es posible que este asunto tenga algún intríngulis ignorado.

Sonó el teléfono. Cornish tomó el receptor.

—¿Cómo? Sí, póngame. Sí, aquí está.

El policía escuchó unos instantes. Luego, protegiendo con la mano el receptor, dijo a Dermot:

—Miss Marina Gregg se encuentra mucho mejor y está dispuesta a ser interrogada.

—Salgo para allá inmediatamente —masculló Dermot Craddock—. No sea que cambie de parecer.

2

En Gossington Hall, Dermot Craddock fue recibido por Ella Zielinsky. Como de costumbre, ésta mostróse activa y eficiente. —Miss Gregg le está esperando, señor Craddock —le dijo.

Dermot la observaba con interés. Desde el principio considerábala dotada de una intrigante personalidad. Habíase dicho para sus adentros: «Jamás he visto un rostro tan impasible.» La joven había contestado a sus preguntas con suma prontitud, sin dar muestras de silenciar nada. Pero el policía aún no tenía idea de lo que en realidad pensaba, sentía o sabía del asunto aquella mujer. Su coraza de brillante competencia parecía exenta del menor resquicio. Cabían dos posibilidades: que no supiera más que lo que decía o que supiera mucho más de lo que pretendía. De lo único que estaba seguro el inspector, pese a reconocer que no tenía pruebas para aducir respecto a la seguridad, era que la joven estaba enamorada de Jason Rudd. A su modo de ver, ésa era una enfermedad propia de las secretarias, resultante de la misma profesión. Probablemente, la cosa no pasaba de aquí, Pero, cuando menos, el hecho sugería un móvil, aparte de que Dermot tenía la absoluta certeza de que la muchacha ocultaba algo, ya fuese amor, odio o simplemente culpabilidad. Pudiera haber aprovechado la ocasión aquella larde, o bien planeado deliberadamente lo que pensaba hacer. Dermot se la imaginaba fácilmente en aquel cometido, yendo de acá para allá, con sus rápidos y, al propio tiempo, reposados movimientos, atendiendo a los invitados, sirviéndoles bebidas, retirando vasos, atenta al lugar donde Marina había depositado el suyo sobre la mesa. Y luego, acaso en el momento en que Marina saludaba a los recién llegados de los Estados Unidos, con exclamaciones de alegría y de sorpresa, y las miradas de todos los presentes se volvían hacia ellos, Ella Zielinsky hubiera podido echar la dosis fatal en el vaso, discretamente. La tarea requería audacia, aplomo, celeridad. Y ella estaba en posesión de aquellas tres cualidades. Aunque lo hubiese hecho, no habría aparecido culpable en el momento de efectuarlo. Su crimen prometía ser sencillo, brillante, con pocas probabilidades de fracasar. Pero el azar había dispuesto las cosas de otra suerte. En la atestada sala alguien había empujado el brazo de Heather Badcock y derramado su bebida, motivando con ello que Marina, con su impulsiva gracia natural, se hubiese apresurado a ofrecer a su invitada su propio vaso, lo cual ocasionó la muerte de otra persona en su lugar.

No obstante, todo aquello eran simples teorías, probablemente disparatadas. Ésa fue la conclusión a que llegó Dermot Craddock mientras hacía corteses observaciones a Ella Zielinsky.

—¿Me permite una pregunta, miss Zielinsky? ¿El refrigerio corrió a cargo de una firma abastecedora de la Ronda de Mercado?

—Sí.

—¿Por qué fue elegida esa firma particular?

—En realidad, no puedo decírselo —repuso Ella—. Eso no entra en mis obligaciones. Creo que el señor Rudd juzgó más oportuno contratar a una casa local que a una de Londres. De hecho, desde nuestro punto de vista, la fiesta no revestía ninguna envergadura.

—Entendido —masculló Dermot, observándola.

La joven permanecía con la mirada baja y la expresión algo ceñuda. Tenía la frente armoniosa, el mentón enérgico, la boca dura y dominante, y una figura susceptible de aparecer voluptuosa en determinadas circunstancias. ¿Los ojos? Dermot los miró con cierta sorpresa. Los párpados estaban enrojecidos. ¿Habría estado llorando? Al menos, eso parecía. Con todo, Dermot habría jurado que Ella Zielinsky no era una mujer capaz de llorar. Entonces, la joven lo miró, a su vez, y como si adivinase sus pensamientos, sacó un pañuelo y sonóse con fuerza.

—Parece usted resfriada —comentó Dermot.

—No es un resfriado. Es un romadizo. En realidad, una especie de alergia. Siempre me da en esta época del año.

Percibióse un quedo zumbido. En la estancia había dos teléfonos, uno en la mesa y otro en una rinconera. El zumbido procedía de este último. Ella Zielinsky acudió a descolgar el receptor.

—Sí —dijo—, ya está aquí. Ahora mismo lo acompañaré arriba.

Y colgando el receptor, declaró:

—Marina está a su disposición.

3

Marina Gregg recibió a Craddock en una habitación del piso que, según todos los indicios, era una salita particular contigua al dormitorio. Tras los relatos de su postración y su estado nervioso. Dermot Craddock esperaba encontrar a una agitada inválida. Pero aunque Marina hallábase recostada en un sofá, tenía la voz recia y los ojos brillantes. Llevaba muy poco maquillaje, pero, pese a ello, Marina no aparentaba la edad que tenía, y Dermot sintióse vivamente impresionado por el suave resplandor de su belleza. Era el exquisito contorno de las mejillas y las mandíbulas, la forma en que el cabello caía libre y naturalmente sobre sus hombros, prestando un bello marco a su rostro, los almendrados ojos verdemar, las perfiladas cejas, cuyo trazo debía algo al arte, pero infinitamente más a la Naturaleza, la dulzura y calidez de su sonrisa. Todo emanaba una magia sutil.

—¿Es usted el inspector jefe Craddock? —preguntó Marina—. Me he portado muy mal. Le pido disculpas. Me dejé abatir miserablemente después del horrible suceso. Podría haber hecho un esfuerzo para sobreponerme, pero no lo hice. Estoy avergonzada de mí misma.

Las comisuras de sus labios esbozaron una triste y dulce sonrisa.

—Es muy natural que sufriera usted ese trastorno —comentó Dermot, tomando la mano que ella le tendía.

—En realidad, todo el mundo se afectó. No tenía motivos para tomarlo peor que los demás.

—¿De veras?

Marina le miró unos instantes. Por fin dijo con un ademán de asentimiento:

—Sí, los tenía. Es usted muy perspicaz.

Dicho esto, bajó los ojos y con su largo índice acarició suavemente el brazo del sofá. Dermot había sorprendido aquel ademán en una de sus películas. Era un gesto sin importancia y, no obstante, parecía pletórico de significación. Denotaba una especie de reflexiva suavidad.

—Soy una cobarde —murmuró Marina, sin levantar la vista—. Alguien quiso matarme y yo no quise morir.

—¿Por qué cree usted que alguien abrigaba esa intención?

—Porque el veneno fue introducido precisamente en mi vaso, en mi bebida... Y aquella estúpida la tomó por equivocación, sin sospechar lo que hacía. Por eso se me antoja todo tan horrible y tan trágico. Además...

—Prosiga usted, miss Gregg.

Ella parecía titubear, como si se resistiera a decir nada más.

—¿Tenía usted otras razones para creer que era la presunta víctima?

La estrella asintió en silencio. —¿Qué razones, miss Gregg?

Tras una nueva pausa, Marina musitó:

—Jason dice que debo contárselo a usted todo.

—Así, pues, ¿se lo ha confiado usted a su marido?

—Sí..., al principio no quería. Pero el doctor Gilchrist me aconsejó que lo hiciera. Entonces descubrí que él también pensaba lo mismo. Había llegado a la misma conclusión, pero aunque parezca curioso, no quiso decírmelo para no alarmarme —agregó, esbozando otra triste sonrisa.

E incorporándose con un súbito movimiento, exclamó:

—¡Querido Jinks! ¿Es que se figura que soy tonta de capirote?

—Todavía no me ha dicho usted, miss Gregg, por qué cree usted que alguien quería matarla.

Marina guardó silencio unos instantes. Luego, con un brusco ademán, tendió el brazo para tomar su bolso y, sacando un papel de su interior, entregóselo al policía. Éste leyó su contenido. Sobre el papel figuraba la siguiente línea mecanografiada:

«No se haga ilusiones. La próxima vez no se escapará.» —¿Cuándo recibió usted eso? —inquirió Craddock vivamente.

—Lo encontré en mi tocador al volver del baño.

—Eso significa que se trata de alguna persona de la casa.

—¿Y por qué precisamente de la casa? Alguien podría haber escalado el balcón de mi cuarto y dejado la nota allí. Opino que con ello intentaban asustarme aún más, pero, de hecho, no lo consiguieron. Por el contrario, me puse furiosa y mandé a por usted.

—Con lo cual la persona que lo mandó ha obtenido un resultado inesperado. ¿Es éste el primer mensaje de esta clase que recibe?

Una vez más, Marina titubeó. Por fin, dijo:

—No, no es el primero.

—¿Quiere usted ponerme en antecedentes de los demás?

—El primero llegó hace tres semanas, apenas nos instalamos aquí. Lo recibí en el estudio. Se me antojó ridículo. En aquella ocasión el mensaje no estaba mecanografiado, sino escrito con letras mayúsculas. Decía: «Prepárate a morir.» Marina echóse a reír. Su sonrisa tenía un dejo de histerismo, pero denotaba un alborozo bastante sincero.

—Me pareció una bobada —prosiguió la estrella—. Naturalmente, los artistas recibimos a menudo mensajes tontos, amenazas. Me figuré que aquel en cuestión procedía de algún puritano enemigo de las artistas de cine. Así, pues, me limité a romperlo y echarlo a la papelera.

—¿Lo mentó usted a alguien, miss Gregg?

—No — repuso Marina con un ademán negativo—. No dije una palabra a nadie. De hecho, a la sazón andábamos un poco preocupados con la escena de rodaje. Yo no acertaba a pensar en nada más. Por otra parte, ya le he dicho que me limité a considerarlo una simple forma de mal gusto o un exabrupto de uno de esos chiflados moralistas que escriben a las artistas censurando la profesión de actor.

—¿Recibió usted alguno más?

—Sí. El día de la fiesta. Si mal no recuerdo, me lo trajo uno de los jardineros. Éste manifestó que alguien había dejado una nota para mí y me preguntó si había contestación. Pensando que tal vez tenía algo que ver con los preparativos de la fiesta, abrí la misiva. Decía: «Hoy será su último día en la tierra». Apañusqué el papel entre los dedos y dije al hombre: «No hay respuesta.» Y, mientras el jardinero se alejaba, lo llamé para preguntarle quién le había entregado aquel mensaje. Me contestó que un individuo con gafas que iba en bicicleta. Bien, ¿qué hacer en semejante caso? Me figuré que se trataba de otra simpleza. No imaginé que fuese una verdadera amenaza.

—¿Dónde está esa nota ahora, miss Gregg?

—No tengo idea. Yo llevaba una chaqueta de seda italiana y creo recordar que la metí en el bolsillo, toda arrugada. Pero ahora no está allí. Con toda probabilidad se cayó.

—¿Y no tiene usted idea de quién escribió o inspiró esas notas, miss Gregg? ¿Ni siquiera ahora?

Marina abrió desmesuradamente los ojos, confiriéndoles una expresión de inocente asombro. Craddock admiró el esfuerzo, pero no creyó en la sinceridad de aquella mirada.

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Creí que tenía alguna sospecha, miss Gregg.

—Pues no. Se lo aseguro. No tengo la menor idea.

—Usted es una persona muy famosa —murmuró Dermot—. Ha obtenido grandes éxitos. Éxitos en su profesión y éxitos personales. Muchos hombres se han enamorado de usted y algunos han conseguido hacerla su esposa. Las mujeres la han envidiado. Algunos hombres se han sentido desairados por usted. Reconozco que el campo es muy amplio, pero opino que debiera usted tener alguna idea de quién pudo escribir esas notas.

—Podría haber sido cualquiera.

—No, miss Gregg, no podría haber sido cualquiera. Convengo en que podría haber sido una persona entre mil, acaso un modesto empleado del vestuario, un electricista o un sirviente; o bien alguno de sus amigos o supuestos amigos. Pero usted debe tener alguna idea, algún nombre, o tal vez más de uno, que sugerir.

En aquel momento abrióse la puerta, dando paso a Jason Rudd. Marina volvióse hacia él, y tendiéndole un brazo con aire suplicante, profirió:

—Jinks, querido. El señor Craddock insiste en que debo de saber quién escribió esas horribles notas. Y el caso es que lo ignoro. Tú sabes perfectamente que así es. Es más, ninguno de los dos sabemos nada.

Craddock advirtió que la estrella hablaba en tono apremiante, demasiado apremiante. ¿Acaso temía lo que pudiera decir su marido?

Jason Rudd, con los ojos turbios de fatiga y el ceño más fruncido que de costumbre, acudió a reunirse con ellos y, tomando la mano de Marina, declaró:

—Comprendo que le parezca increíble, inspector. Pero lo cierto es que ni Marina ni yo sabemos nada de este asunto.

—¿De modo que tienen ustedes la suerte de carecer de enemigos, eh? —comentó Dermot con manifiesta ironía.

—¿Enemigos? —replicó Jason Rudd, sonrojándose ligeramente—. Ésa es una expresión muy bíblica, inspector. En ese sentido, puedo asegurarle que no tenemos enemigos. Hay personas que nos detestan, que nos envidian, que nos harían una mala pasada si pudieran, por malicia y falta de caridad. Pero de eso a echar una dosis excesiva de veneno en nuestro vaso, media un abismo.

—Hace un momento, hablando con su esposa, le he preguntado quién podría haber escrito o inspirado esas misivas, a lo cual ella me ha contestado que lo ignora. Pero ante la evidencia del hecho, la cosa se restringe. No cabe duda de que alguien introdujo el veneno en aquel vaso. Nos hallamos, pues, en un campo muy limitado.

—Yo no vi nada —declaró Jason Rudd.

—Ni yo tampoco —aseguró Marina—. Como usted comprenderá si hubiese visto alguien echando algo en mi vaso, no habría bebido su contenido.

—¿Saben lo que les digo? —murmuró Dermot Craddock—. Que no puedo menos de pensar que saben ustedes más de lo que pretenden.

—Eso no es cierto —protestó Marina—. ¡Dile que no es cierto, Jason!

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